John Coltrane, el saxofonista que valía por cinco

Veterano de guerra, yonqui, saxofonista, místico y santo. A John Coltrane le bastaron sus escasos 40 años de paso por la Tierra para ser todo eso y tal vez algo más; aunque se lo recuerde —¿apenas?— como uno de los músicos más determinantes de la historia del jazz. O como un incansable perseguidor de su propia esencia, esa criatura siempre huidiza, con piel de certeza y corazón de dudas: «No estoy seguro de lo que estoy buscando, excepto que será algo no tocado antes. No sé lo que es. Pero sé que tendré esa sensación cuando lo consiga», le confesó al crítico Nat Hentoff en una de las contadas entrevistas que concedió.

Como maquinista de un sólido Blue Train, sobre los rieles del blues y el hard-bop, dio el primer paso en esa dirección insospechada. Finalizaba 1957, «el año en que Coltrane se volvió realmente Coltrane», como supo afirmar el historiador Ashley Kahn. Atrás quedaron muchos tumbos y tropezones de su vida, junto con un puñado de melodías y armonías demasiado frecuentadas para su gusto. Era el inicio de una trabajosa metamorfosis personal que necesitaba volverse música para marcar el pulso de los días venideros.

Tan solo una década después, con el recorrido a medio hacer, Coltrane estaba muerto. Pero ni siquiera esa circunstancia —nada definitiva para un artista— diluyó la estela revolucionaria que dejó tras de sí: hoy, el estudio de su obra es referencia obligada para cualquier aspirante a músico de jazz, mientras que sus discos suenan tan frescos y vitales como lo fueron medio siglo atrás. «Nunca hay un fin porque siempre hay nuevos sonidos que imaginar, nuevas sensaciones que buscar (…) Y para lograr eso en cada momento, debemos continuar limpiando el espejo», razonaba.

De la segregación a la guerra

Ver con claridad la historia sirve para comprender mejor la imagen del presente e intuir o corregir el futuro. El primero de sus reflejos en el cristal nos lo muestra como un niño de Carolina del Norte en plena era de la segregación racial. Nacido en 1926 y criado bajo la estricta pero comprensiva guía de pastores bautistas —su abuelo y su padre lo fueron—, aprendió pronto que los seres humanos eran iguales ante los ojos de Dios… hasta que se trataba de cenar en ciertos restaurantes, usar un bebedero público o viajar en autobús.

De esa realidad lo rescataba en parte la música, como a muchos de sus hermanos afroamericanos. Pero no para evadirse de ella, sino para encontrar formas de expresión que saltaran las barreras racistas. Primero en casa, luego en la escuela o la iglesia y, el resto del tiempo, a través de los discos: de la orquesta de Count Basie con Lester Young a Dizzy Gillespie, Charlie Parker y Johnny Hodges. Siendo todavía un niño, tras escuchar a Young decidió que en adelante el saxo sería su instrumento.

«Creo que mi primer despertar a la exploración musical fue por Dizzy Gillespie y Bird (Parker). Fue a través de su trabajo que comencé a aprender acerca de las estructuras musicales y los aspectos más teóricos de la música», recordó Coltrane al paso de los años. Un aprendizaje que amplió, de manera formal pero breve, en su paso inconcluso por dos academias de la ciudad de Filadelfia: los Granoff Studios y la Ornstein School of Music.

A finales de 1945 ya era un músico profesional, pero se encontraba en Hawái con las tropas norteamericanas combatientes en la Segunda Guerra Mundial. No corrió el riesgo de participar en alguna batalla, pero comprobó que los de su raza solo ocupaban los primeros puestos cuando se trataba de ser reclutados. «Estas experiencias culturales fueron parte de su formación en el camino e influyeron en su intención consciente de usar la música como una fuerza para el bien», anota Leonard Brown en John Coltrane and Black America’s Quest for Freedom: Spirituality and the Music.

Del swing al free

El jazz, como la sociedad estadounidense, lo aguardaba con grandes cambios a su regreso al continente. El swing había logrado llevar esa ‘música de negros’ a los elegantes salones ‘de blancos’, pero entonces resultaba necesario un giro radical. Romper con la resignación y con lo políticamente correcto. Hacerse sentir y reafirmar la identidad afroamericana de aquel género. La sonoridad vertiginosa del bebop fue el eco lógico de los crecientes reclamos callejeros por los derechos negados.

Tras acompañar a varias figuras del blues —como Eddie Cleanhead Vinson o Earl Bostic— y cambiar el saxo alto por el tenor, Coltrane se internó de lleno en la nueva corriente: primero como integrante de la orquesta de Gillespie, de quien adoptó sus sorpresivos cambios de acordes; y luego cumpliendo el sueño de tocar con su admirado Johnny Hodges. Aunque enseguida empezó a transitar nuevos rumbos que lo conducirían hacia el hard-bop, la improvisación modal y las primeras estribaciones del free jazz. «Su música nunca fue resignada o complaciente. ¿Cómo podría serlo? Él nunca dejó de sorprenderse a sí mismo», explicó su segunda esposa, Alice McLeod.

Sin embargo, su enganche con la heroína y el alcohol lo volvió un yonqui tan brillante como poco confiable; una dualidad que disfrutó y padeció en partes iguales Miles Davis a mediados de los cincuenta, cuando lo contrató para su grupo: «A veces tocaba con ropa que se veía como si hubiera dormido con ella puesta durante varios días», describía el trompetista, quien le cuestionaba su exagerado e incesante consumo de drogas, que lo hacía perder noción de cuanto sucedía a su alrededor.

«Por qué me eligió, no lo sé», admitía por su parte Coltrane, cuando lo consultaban sobre su trabajo junto a Davis. Y detallaba, un tanto avergonzado, sus limitaciones de entonces: carencia de musicalidad, problemas técnicos con la embocadura y falta de comprensión armónica. «Él podía tocar realmente fuerte y rápido al mismo tiempo y eso es muy difícil de hacer… Era como si estuviese poseído cuando ponía el instrumento en su boca», lo elogiaba tanto Miles, hasta que sus reiterados problemas de conducta lo indujeron a despedirlo a mediados de 1957. Y lo que parecía una catástrofe se vistió con el traje de la oportunidad.

Del cold turkey a la espiritualidad

Solo Thelonious Monk le ofreció trabajo en aquellas condiciones. Así, Coltrane pasó a combinar las actuaciones nocturnas con el trío del pianista —quien lo impulsó a tocar solos cada vez más largos, además de estimular sus capacidades e inquietudes musicales— con el cold turkey durante el día: encerrado en una habitación custodiada por su familia, que le acercaban apenas el agua y los alimentos imprescindibles, soportó la abstinencia de drogas y alcohol hasta que ya no le hicieron falta.

Apenas un mes después era otro músico porque era otro hombre, mucho más decidido y confiado en sus posibilidades: «Empecé a experimentar porque me estaba esforzando para lograr un mayor desarrollo como individuo», reveló más tarde. Purificado y vuelto hacia su interior como forma de conectar con el universo, se embarcó en un creciente misticismo capaz de contener a todos los dioses existentes y a todas sus influencias, desde el budismo zen y Aristóteles hasta Malcolm X y el hinduismo.

En septiembre de 1957, al grabar su primer álbum, Blue Train, como líder, afianzó el sendero espiritual sobre bases armónicas a partir de las cuales proyectaría sus búsquedas posteriores. En más de un sentido se trata de un disco único, novedoso en las composiciones originales y también por su forma de abordar el clásico ‘I’m old fashioned’: «Descubrí que hay que mirar hacia atrás, a las cosas viejas, y observarlas bajo una nueva luz», fue el razonamiento de Coltrane, que repetiría el ejercicio con otros temas célebres como ‘My favourite things’, para el que «resucitó» el uso del saxo soprano.

Volvió a actuar en 1959 junto a Miles Davis, quien lo despidió nuevamente en 1960, esta vez más por razones de estilo que disciplinarias: la creciente longitud de los solos de Coltrane resultaba excesiva para el líder del grupo. Las indagaciones musicales de ambos también avanzaban en sentidos diferentes, pero al menos tuvieron tiempo de registrar juntos el imprescindible Kind of blue, el disco más vendido de la historia del jazz y acaso el más influyente. Muchos oyentes y estudiosos afirmaron, con bastante razón, que en el solo del tema ‘So what’ el saxofonista dejaba entrever gran parte de lo que haría con su arte en el futuro inmediato.

De las críticas a la santidad

Ese porvenir guardaba sorpresas como Giant Steps (1960) y A Love Supreme (1965), por mencionar apenas dos de los puntos más altos de su discografía; y también la conformación de un poderoso cuarteto con McCoy Tyner en piano, Jimmy Garrison en bajo y Elvin Jones en batería: «El apetito de ese grupo por actuar era feroz. Tenían dos shows al día, seis noches a la semana, haciendo solo pequeñas pausas en el estudio para grabar material suficiente para más de quince álbumes aclamados por la crítica», resume un documental de la BBC sobre aquella experiencia.

Claro, los críticos no siempre fueron tan benévolos con él o sus creaciones: en sus inicios afirmaban que lo suyo era ‘antijazz’ y escribieron que Blue Train hacía demasiadas concesiones al «sonido Blue Note» (el sello que lo editó), que Giant Steps era tan osado como incomprensible y que A Love Supreme resultaba muy estructurado. También lo llamaron el ‘tenor enojado’ o el ‘tenor que ladra’, cuando todo lo que hacía su saxo era reflejar las estridencias y la insatisfacción de una sociedad que buscaba, como él, proyectar su sensibilidad y sus necesidades hacia nuevas y mejores dimensiones.

«Ojalá pudiera acercarme a mi música como si fuese por primera vez, como si nunca la hubiese escuchado antes. Siendo tan ineludiblemente parte de ella, jamás sabré lo que recibe el oyente, lo que siente el oyente, y eso es muy malo», se lamentaba Coltrane. Pero el público que disfrutaba de sus composiciones o interpretaciones tenía bien claro que existía algo muy profundo en ellas, un toque casi divino. Quizás por esa razón, años después de su muerte, el 17 de julio de 1967, una pequeña iglesia de la ciudad de San Francisco (California) decidió santificarlo: allí es St. John Coltrane y los bautizos se realizan con una ‘inmersión’ en su música, que purifica tanto como el agua.

Así se llega a la quinta y última de las ‘encarnaciones’ de John Coltrane. Aquel que, como saxofonista, había alcanzado mucho antes el don de contener varios seres en uno: «Señor Davis —consultó un periodista en una rueda de prensa, allá por los años cincuenta, al hombre de la trompeta—, su música es tan compleja que su grupo necesitaría cinco saxos para tocarla». Y Miles, que lo sabía todo y todo lo tenía claro, antes de negarlo como Pedro respondió: «Gracias, ya tengo a Coltrane».