Construir políticas culturales participativas se distancia de pensar exclusivamente en criterios técnicos, en la reproducción de imaginarios y soluciones mágicas de la economía creativa y los emprendimientos culturales, en proyectos espectaculares o en la creación de marcas competitivas de ciudad. Implica trabajar a partir del conflicto, con proyectos experimentales, críticos y comunitarios que cuestionan hegemonías y a las propias instituciones. Jaron Rowan, investigador y agitador cultural, reflexiona sobre este y otros debates en esta entrevista que da cuenta de preocupaciones actuales sobre gestión y políticas culturales. Rowan es autor de Emprendizajes en cultura (2010) y Cultura libre de Estado (2016): además, es coordinador del Área de Doctorado e Investigación en BAU, Centro Universitario de Diseño de Barcelona. Como invitado del programa Acerca-Aecid, impartirá en Quito el Taller Artesanal de Políticas Culturales Participativas en la PUCE, del 18 al 22 de septiembre.
He seguido tu trabajo y he encontrado, a pesar de las diferencias de contextos, reflexiones comunes a los dos. La primera tiene que ver con la política cultural de Estado con fines desarrollistas y modernizadores, que en Ecuador aparece cuando los precios del petróleo son altos. Uno de sus vectores es la construcción de grandes infraestructuras públicas destinadas a usos culturales, que con la caída de los precios del crudo y la crisis, deben enfrentar la falta de recursos para su mantenimiento. En esta línea de reflexión, está también el caso del Centro Histórico de Quito, que desde los noventa ha vivido intensos procesos de regeneración urbana que implicaron un crecimiento considerable de museos e infraestructura cultural concentrada en esta área de la ciudad. Como en el caso español, estos espacios —que no son los museos diseñados por arquitectos estrella, sino edificios patrimoniales restaurados— están ligados también a la especulación inmobiliaria, proyectos turísticos y expulsión de poblaciones. A estos equipamientos culturales tú los llamas «aeropuertos de la cultura». Esa infraestructura, en muchos casos pseudoabandonada e inactiva, ya existe, ¿qué hacemos con ella?
La pregunta claramente me produce ecos de lo que he vivido en España. Por un lado, existe un proceso de crecimiento económico, en el que las ciudades, para ponerse dentro de cierta esfera de visibilidad, saben que la apuesta por los grandes espacios culturales —de uso entre lo espectacular y lo cultural— es un buen reclamo tanto para el turismo como para la producción de una identidad de marca de una localidad. Y, efectivamente, lo que pasó en el Estado español es que esto se hizo en plena burbuja especulativa. Cargos políticos que querían dejar su legado empezaron a financiar la construcción de este tipo de equipamientos. Les llamo «aeropuertos sin aviones», porque en España, la crisis de los últimos años ha dejado grandes infraestructuras completamente inutilizadas. Una de las más características era un aeropuerto en Castellón que nunca llegó a volar un solo avión. Es importante, por un lado, desde las comunidades de artistas, agentes culturales, creativos, etc. presionar, desde un principio, a los gobiernos locales para tener una voz a la hora de diseñar y construir estos espacios. Pero si desde el principio no ha habido un proceso de participación, hay que buscar cómo hacer que estos espacios tengan un uso social, cultural y comunitario, donde sean las comunidades que se dedican activamente a la cultura las que puedan usarlo con fines productivos, expresivos o simbólicos.
En Ecuador tenemos desde hace décadas movimientos culturales, prácticas organizativas, como las que hoy son parte del movimiento Cultura Viva Comunitaria. Cuando estas prácticas colectivas quieren construir Estado, aportar al fortalecimiento institucional, sus formas de cuidado, de autonomía, de reproducción de la vida, acaban siendo cooptadas; es lo que el brasilero Celio Turino, uno de los fundadores de este movimiento, denomina: «La contaminación del universo de la vida por el mundo de los sistemas». A esto súmale que el Estado no considera formas de organización social sin la mediación partidaria o de estructuras reconocibles en su normativa, cuando actualmente pensar lo colectivo nos invita a hablar de comunidades menos rígidas, horizontales, inestables.
El Estado siempre busca producir Estado. No conozco Estados que no usen sus instituciones con este fin. Las instituciones culturales están diseñadas directamente por el Estado para producir, en este caso, ciudadanía: se educa, se generan los imaginarios compartidos, se incita a la reflexión, etc.; me refiero a todo esto que viene de la ilustración. Me parece muy bien que el Estado garantice que todos accedamos a los recursos culturales compartidos, a nuestro acervo común, pero ¿qué pasa con esa otra parte de la cultura que no busca ni pretende ser Estado? ¿Qué es lo que no tiene esta trama, esta cultura viva, estas formas de cultura autorganizada y que podrían llegar a tener y con eso evitar que el Estado las coopte? Por un lado, el Estado, como lo plantea Bourdieu, tiene el monopolio del capital simbólico, legitima, dice quién está en la narrativa oficial y quién no, quiénes son los portavoces de la cultura y quiénes no lo son. Creo que lo que tiene que hacer esta cultura autogestionada es producir sus propios sistemas de legitimidad fuera del Estado. Si no quieres ser cooptado, no puedes esperar ser legitimado. Otro punto importante: el Estado siempre ha producido territorio. ¿Y cómo lo produce? Poniendo fronteras, nombrando, ubicando estatuas en un sitio para crear un imaginario e identidad. Por otro lado, la cultura produce espacio; lo que le cuesta mucho es producir territorio. Creo que esta cultura más nómada, desde el afuera, tendría que producir su propia territorialidad, ser capaz de nombrar sus espacios, producir una espacialidad que no sea cooptada por el Estado o por el mercado. Está el ejemplo de Barcelona: lugares con una gran vida, con actividad autogestionada, de repente se vuelven muy atractivos. El Estado interviene, normaliza y se convierten en barrios o lugares de moda. Es decir, el Estado produce un territorio sobre un espacio. Entonces, la pregunta fundamental es ¿cómo generar ese territorio desde abajo como resistencia a la cooptación?
En esta disputa creo que debemos añadir un punto más: el financiamiento público dirigido a estos agentes autónomos. Ecuador tiene mercados culturales muy débiles para ciertos productos simbólicos, con lo que la autogestión enfrenta duras condiciones; por tanto, en buena medida, sin la subvención pública, parecería que la supervivencia económica es imposible. Estas dinámicas de base, colectivas, por cualquier ayuda económica esporádica estatal, comienzan a perder criticidad, a fragmentar la organización, a competir por los recursos públicos con otros grupos pares, a desmovilizarse políticamente.
Es un problema que compartimos claramente. No es casualidad que Keynes cuando abrió el primer Consejo Británico de la Cultura, después de la Segunda Guerra Mundial, una de las normas que estableció fue que este Consejo tenía que estar a un brazo de distancia de la ciudadanía. ¿Qué significaba esto? Que tenía que estar lo suficientemente cerca para saber lo que está pasando, para entender la realidad, pero, lo suficientemente lejos para no intervenir en ella. Si cultura y Estado están demasiado cerca es muy fácil que acabe cooptada, produciendo el discurso, recitando lo que le interesa al Estado.
En España, en la cultura de la transición, en los ochenta, gran parte de la esfera cultural, como no había un mercado de la cultura, dependía de las subvenciones. Eso hizo que una cultura que pudo haber sido más crítica, que revisara el franquismo, que tuviera una capacidad de experimentación mucho más radical, al final fuera una cultura muy complaciente. Hay que buscar formas para que, pese a que el Estado financie la cultura, sea un Estado ciego, un Estado lejano, con criterios claros, objetivables y no intereses particulares. Por otro lado, hay una frontera muy compleja de esas prácticas que no son claramente útiles para el Estado y que tampoco tienen un lugar en el mercado: las comunitarias, investigadoras, experimentales, etc. Es muy importante ahí la autogestión y la capacidad de crear economías de otro tipo, más sostenibles, basadas en cuidados; no conozco aún la solución económica para esa realidad.
En tu libro Cultura libre de Estado, mencionas que la transformación de las condiciones institucionales pasa por «repensar la capa material de la cultura»: sistemas de contratación, modelos de gestión, asignación de recursos, y no solamente ocuparse de cambiar el plano de lo simbólico, los contenidos. Trabajar sobre esa capa material involucra repensar las relaciones entre cultura y política; es decir, que la política cultural no sea un espacio para posicionar agendas propias, pagar favores, reforzar modelos de manejo hacendatario, que en nuestro contexto, además, están transversalizados por una matriz colonial de poder, de raza, clase y género.
Hay un pensamiento que parece nuestra propia trampa: hay que llegar a los espacios y cambiar los contenidos para volverlos más políticos. Eso significa que si cambia el político de turno, otra vez cambian los contenidos. Las instituciones tienden a instituir, a hacer que las cosas sean lentas, difíciles y que gran parte de la gente que ha llegado muy animada y con buenos deseos, acabe viviendo al ritmo de la institución o haciendo lo que esta permite. Ahí es donde creo que hay que pensar la parte política de la institución, no tan solo los contenidos sino su dimensión material como algo que también está politizado. Por ejemplo, si las instituciones usan o no software libre no es una casualidad, es una decisión política materializada. Si los espacios son o no accesibles físicamente, también. Además, cómo se contrata, cómo se financia, cómo se paga, etc. Dentro del debate de la relación cultura y política, me interesa mucho no olvidar cómo está escrito un contrato, cómo es físicamente una institución, cómo son las tecnologías que usa. Son elementos políticos tan o más importantes que el tipo de contenidos que programa esa institución. Y si se quiere hacer una política cultural transformadora, una política cultural realmente política, no basta solo con cambiar nombres o caras sino también hay que cambiar materialmente las instituciones.
Ese cambio material parece interesar muy poco a los partidos políticos y sus tiempos. Las administraciones culturales públicas siguen el modelo del evento masivo, del cálculo electoral, de los indicadores cuantitativos. A esto súmale que el interés de la política cultural ha sido la producción de imaginarios que generan consensos culturales, desconflictuados. La gestión cultural, en su sentido dominante, ha sido funcional e instrumental a esta forma de entender la política cultural. A partir de lo que acabas de decir, creo que es posible pensar en una gestión cultural crítica, considerando aportes teóricos, de los pueblos y nacionalidades indígenas, afroecuatorianos, la teoría feminista, entre otros.
Creo que el problema que ha tenido la gestión cultural es que se ha normalizado muy rápido como práctica. Ha entrado rápidamente en espacios de formación, donde se planteaba que la gestión de la cultura servía para evitar el conflicto, como un espacio de creación de imaginarios positivos de la ciudadanía y como algo apolítico. Sigo discutiendo con algunos amigos que me dicen que lo que hay que hacer es políticas más técnicas y dejar tanta ideología de lado. Para mí, cualquier toma de decisión de política cultural es política, no me sirve solo la técnica. Muchas veces se presenta la gestión cultural como un conjunto de técnicas para facilitar que la gente tenga una vida cultural rica. Cuando diseñamos actividades, consideramos un público ideal, pero también hay mucho perjudicado: me refiero a aquellos que no entran en el imaginario limpio de la gestión cultural, a los que no se quiere tener en la foto. Otro punto importante: el lenguaje de la gestión cultural lo que intenta es normalizar o neutralizar expresiones de conflicto. Y la cultura siempre está repleta de conflicto y no hay que evitarlo sino trabajar con él.
El «proyecto» es una de las herramientas fundamentales de la gestión cultural y es parte central del sistema de la economía naranja o economía creativa sobre la que desarrollas una investigación a fondo en tu libro Emprendizajes en cultura. El imaginario del «emprendedor», interiorizado en los agentes del campo cultural desde los noventa, funciona bajo las ideas de libertad, autonomía, independencia; es decir, nos sentimos más libres porque trabajamos sin horarios, en casa, sin un jefe al que rendirle cuentas; pero también, sin derechos laborales, sin seguridad social, sin vacaciones, con contratos temporales. Y, claro, vivimos del proyecto. ¿Ser emprendedor, vivir de proyectos, es un modelo sostenible?
Efectivamente, hay una forma de producción de un tipo de sujeto que se piensa autónomo, que no debe tener vínculos, que no necesita del Estado, cuya suerte depende de sí mismo, de su capacidad para tener buenas ideas y buenos proyectos. Pero sabemos por experiencia que aunque en teoría se decía que los emprendedores culturales iban a vivir fenomenalmente, iban a ser fuente de riqueza, iban a generar no sé cuántos empleos, eso nunca pasó. Los emprendedores suelen vivir en unas condiciones muy precarias, la vida por proyectos es una vida discontinua, incierta, con grandes momentos sin entradas económicas, con mucha inseguridad existencial. Si vives de una forma tan precaria, tu práctica cultural acaba siendo también muy poco crítica y política porque, al final, solo tienes tiempo de sacar cosas al mercado. ¿Qué tenemos que aprender a hacer que no hemos hecho? Crear una narrativa diferente, crear otra forma de nombrar lo económico y que nuestras vidas estén en el centro de la economía. Saber explicar que esa economía de la cultura no puede ser solo esa economía de lo fatuo, de la celebridad.
En este panorama, parecería imposible vivir del trabajo artístico y cultural. En Ecuador, muy pocos artistas y gestores viven de su profesión, tienen que volver compatible su oficio con otras actividades para poder subsistir o incluso subsidiar su propio trabajo artístico. ¿Los artistas y gestores pueden vivir de actividades enmarcadas dentro de «lo cultural»? ¿Eso es posible? ¿Qué pasa en España en este sentido?
Hemos llamado sector a algo que en términos económicos no lo es y en términos laborales tampoco. No sé hasta qué punto debemos llamar sector a esto que tenemos o empezar a llamarlo «las empresas ficción». ¿Por qué? Porque, efectivamente, toman la forma de una empresa, pero no tienen la capacidad de crear riqueza y empleo. Cifras exactas del Estado español de este año: solo el 15% de los artistas visuales puede vivir de su práctica artística; en las escénicas, es el 9%. La media de la gente de la danza en el Estado español es 600 euros mensuales; si el sueldo mínimo es de 800 euros y un poco más, la danza está 200 euros por debajo. Cualquier proyecto de desarrollo y creación de empleo a través de la cultura, debería explicar estos números. Frente a este panorama, decirle a la gente que arriesgue capital y recursos para crear una empresa e intente vivir de esto, creo que es un mensaje irresponsable.
La idea de nombrar a nuestro taller como «artesanal» parecería ser un guiño a un tipo de trabajo y una forma política de entender la cultura.
Tienes razón: es un guiño. Se cree que hacer política cultural tiene que ser algo muy técnico, para expertos, y más bien, quería que pensáramos cómo construirlas «desde abajo», con muy pocas cosas, con materiales muy simples, con papeles, tijeras, algún dibujo. Creo que podemos sacar ideas adelante. Me gusta quitar esta parte más fría, impersonal y técnica, y trabajar las políticas culturales desde otros lugares.