Jaime Guevara se presentó en el Festival Quito Blues la noche del pasado jueves. Había transcurrido más de un año desde que no subía a un escenario grande debido a un accidente de tránsito en el que un bus le fracturó la columna. Esta vez tomó la guitarra junto a la Hot Choclo Blues Band, que surgió en los años ochenta, en conciertos que homenajeaban a figuras como Jim Morrison y The Doors. El show fue en el Parque El Arbolito, que Guevara ha usado como escenario desde que allí había un estadio, desde que empezaron a llamarlo ‘Chamo’, por ser el menor de un grupo de amigos, algunos jipis, que se reunían en el barrio El Dorado, uno que tuvo que dejar luego de tres décadas, pues su recuperación física le impide subir gradas.
Ahora vive frente al Parque Gabriela Mistral y su guitarra sigue visible en su sala, con la leyenda «Máquina mata fascistas», una consigna del cantante Woody Guthrie, a cuyo hijo (Arlo) Jaime vio por primera vez en directo cuando los videos de Woodstock llegaron al país.
Hay quienes vemos una contradicción entre el activismo y el arte. ¿En qué momento decidiste ser un militante de la música, con la guitarra?
Nunca fue una suerte de revelación. Tuvo que ver con las vivencias de mi infancia, en el barrio quiteño de San Marcos. De niño, pasaba por la Plaza de la Independencia y solía ver ahí a paracaidistas reprimiendo a estudiantes universitarios. Entonces no entendía gran cosa, solo que eso era desagradable y al entrar en la adolescencia, junto a otros jóvenes, fuimos reprimidos por las dictaduras militares, así fue durante los setenta, con Velasco Ibarra, Rodríguez Lara y el Triunvirato militar.
Las épocas de represión también fueron de descubrimiento, búsqueda, aunque quisieran que no fuera así. Eso hizo que tuviera una animadversión a lo represivo. Siempre fui aficionado a leer y supe a qué se debía esto, descubrí que era una represión causada por la reacción de las clases más reprimidas respecto a los opresores. Vi cómo un sinnúmero de farsantes, disfrazados de católicos-apostólicos-romanos y otros de liberales-progresistas y hasta socialistas encarnaban la misma falsedad, que buscaba el predominio de unos.
Todos adoptaban taras que, al parecer, les eran congénitas como la corrupción, que se ve hasta ahora, solo que antes robaban un millón de sucres, hoy son millones de dólares, cientos. Esa tara que es la corruptela se ha vuelto más agresiva y hoy cuentan con tecnología para reprimirnos, con espionaje electrónico en un juego de explotación, algo que antes era inimaginable.
Qué canciones entonces me podían salir sino las que hablaban contra la represión.
Te apresaron por primera vez en 1972, en el Retén sur. ¿Qué tan represivo fue Guillermo Rodríguez Lara (Presidente del país desde ese año hasta 1976)?
Si hubo un mandamás que por decreto prohibiera el uso de cabello largo, de barba y de minifalda se llamó Rodríguez Lara, alias ‘Bombita’. En su calidad de dictador lanzó ese tipo de amedrentamiento contra la gente. Se fue contra el pelo porque lo consideraba sinónimo de amaneramiento, la barba fue prohibida porque fue sinónimo de identificación de las luchas guerrilleras de entonces y la minifalda porque era inmoral para su forma de ver.
¿Qué pasa cuando los represores envejecen? Él, por ejemplo, salió en un programa de televisión el otro día y parecía bonachón, moderado…
Todos envejecemos. Ellos hicieron un papel que queda en la memoria, teóricamente él decía que era revolucionario nacionalista, recuerdo, y tuvo intenciones de hacer una reforma agraria o nacionalizar el petróleo, el cual se admitió como recurso en el Oriente, mientras que Galo Plaza Lasso, quien fue secretario de la ONU, había dicho que «el Oriente es un mito», donde no había riquezas. Quizá sí lo es, tal vez la parada militar en la que desfiló un barril de petróleo solo era una ilusión de felicidad y gloria para un país en el que, pasados los años, hemos descubierto que es irreal.
Rafael Correa también te acusó basado en prejuicios, aunque después se retractó…
Él me dedicó dos cadenas [las llamadas sabatinas], yo le dediqué tres canciones, que quedarán para la posteridad.
Son cosas de la vida. Pero hay que recordar que tanto la izquierda como la derecha estaban contra el rock hace cuatro décadas. Los unos creían que era una forma de la penetración cultural gringa, los otros que era una manifestación de quienes se negaban a seguir los pasos de sus padres, las taras de los llamados ‘grandes hombres’.
Y, ahora, la izquierda presume de ser benevolente con el rock…
Se ha dado una especie de utilización de la cultura. La justificación, desde el gobierno pasado, es que como el rock atrae a muchos jóvenes, lo ven como un campo de explotación para obtener votos. La llave para acceder a este tipo de fenómenos artísticos, sabían, era el financiamiento e hicieron su inversión en espectáculos, cooptando, de alguna manera, la fidelidad de determinados sectores. No de todos, por suerte.
Hubo público que asistió a esos eventos, claro, incluso cantaban cosas en contra del propio régimen y lo siguen haciendo, pero cuando los fondos quedaron en los bolsillo de más de un prófugo de cuello blanco y el poder tuvo que dejar de ser ‘generoso’, la cosa cambió. ¡El impulso de ciertos festivales lo usaron como banderola de campaña para cosas como la consulta popular!
Tan difícil no les fue conseguir adeptos porque en el país y en el mundo hay gente deseosa de expresarse culturalmente. Yo no los voy a criticar a ellos, a los artistas, pero veo una perversidad, por parte del poder, al intentar utilizar las artes.
Tú no estuviste incluido en la ‘Antología del rock ecuatoriano’ (una compilación discográfica publicada en 2014)…
Quienes impulsaron eso conocían mi postura antiestatal y antigobiernista, que nunca ha cambiado, y me dijeron que, por eso, no me podían incluir. Estuve de acuerdo porque no me debo a ningún gobierno.
Fueron otros quienes me la ‘jugaron chueco’, y en el ámbito de la canción social. Me dijeron que querían reunir en un disco las canciones compuestas contra León Febres-Cordero, que para mí fue un gran muso (bromea), motivó en mí muchas canciones y acepté participar porque conocía a algunos de los promotores. Lo que nunca me contaron fue que era una producción impulsada por el gobierno. Vi el disco cuando ya estaba hecho, ahí me despaché.
¿Cuándo empezaste a interpretar blues?
Ya en los ochenta, con la Hot Choclo… pero, desgraciadamente, fue un emprendimiento pasajero. Poco a poco, otros amantes del blues fuimos incidiendo en un sector del público, eso sí. Con la estructura del blues hice el disco De Contrabando, ahí hay slow blues, boogie-woogie hasta llegar al rock & roll.
La raíz de todo tipo de rock, su conexión, ha sido el blues, incluso para el jazz. Cuando uno se pone a escarbar en los orígenes se da cuenta de eso. Un antiguo blusero hace música con una simple guitarra o instrumentos tan rudimentarios como una tabla de lavar ropa, un bajo hecho con un balde, un palo al que ha unido un alambre. Pero el blues genera llanto, sonrisas, bromas. Esa esencia se mantuvo hasta derivaciones que hoy ya no son reconocibles a la primera escucha.
Alguna vez contaste que la primera canción que interpretaste en público, en diciembre de 1973, fue de Arlo Guthrie…
Canté una versión en castellano de ‘Coming Into Los Angeles’, de ese cantautor estadounidense de la onda folk, hijo de un grande de ese género, Woody Guthrie.
Siempre me preocupó que el contenido de las canciones se entendiera, pesara en la misma medida en que lo hacía su forma. Está bien el ritmo, la melodía y todo lo que tiene el rock y las músicas afines, pero las canciones dicen cosas… Antes de cantar en público, fui desarrollando cierta habilidad para adaptar las canciones sin traicionar su contenido, primero en inglés y, muy posteriormente, en francés. Es que siempre he aspirado, como artista, como músico, a llegar al corazón de la gente
¿Crees que el jipismo se conservó esencialmente o solo hubo quienes renegaron de este y lo relegaron?
A finales de los ochenta y en los noventa, paradójicamente, fue la nueva juventud la que motejaba de ‘jipi’ para denostar a alguien, era usado como adjetivo peyorativo contra quien fuera una persona ociosa o dada al abuso de drogas o el alcohol, cosas con las cuales estábamos muy distantes.
La forma de apreciar al jipismo, como cultura, como a los hijos de la alegría o de las flores se fue perdiendo y, al no tener ese conocimiento, todo cambió. Es triste que haya habido esa desconexión, por desconocimiento, incluso entre culturas urbanas y rockeras, y que ha llegado hasta situaciones de hostilidad y violencia mutua.
Como las peleas entre metaleros y punkeros quiteños del cambio de siglo…
Eso, por ejemplo. Aunque una nueva generación de jóvenes haya pugnado por hacerse su propia identidad, cuando llega hacia los 30 años, como para reafirmarla, no está dispuesta a que aparezcan otras generaciones con otro tipo de cultura. Eso es una lástima y se debe al desconocimiento.
¿Hay una suerte de añoranza?
Es ese aferramiento al pasado. ¿Por qué no podemos permitir que haya nuevos jóvenes que se manifiestan de otra forma, que gustan de otro tipo de música, que hablan de otro tipo de cosas en sus canciones? Aferrarse al pasado se parece bastante a envejecer prematuramente en la condición mental, con aquel viejo y gastado eslogan de «no hay como la música de mi tiempo» o «aquello era el verdadero rock, ¡qué va ser esto otro el verdadero metal!» (sonríe).
En las ciudades más grandes, la capa adultocéntrica de la sociedad ha tenido que admitir que cada juventud trae consigo, más que un pan bajo el brazo, un nuevo tipo de inquietudes, esperanzas y luchas por lograr un mundo fraterno y sin opresión. En las ciudades pequeñas, la gente es más apegada a sus tradiciones y es comprensible que se sientan más aferrados al pasado.
Han muerto Gary Moore, B. B. King, Chuck Berry… ¿Qué sucederá frente a la pérdida de referentes?
La muerte de un músico es lamentable como artista y como ser humano. Pero algunos logran alcanzar la inmortalidad, por lo menos en términos relativos, a través de su obra. Gente como Lead Belly (1888-1949) y esa larga saga de cantores y de guitarristas han pasado su vida en el blues y fueron a parar a una tumba, como humanos que eran, pero es mucho más difícil enterrar su música. El legado es la obra.
Sé que muchos otros seremos olvidados pero sobrevivirán unas cuantas canciones, decenas o más. Pasará también lo que ocurre con Violeta Parra (1917-1967) que, a su centenario, le sobreviven multitud de canciones, aunque haya quienes piensan que sus obras más famosas fueron creadas por Mercedes Sosa, que habrá compuesto un par de otras canciones solamente, no sé.
También se desconoce que Violeta Parra hacía telares y cerámica [muestra, de su biblioteca, una edición ilustrada de la Décimas. Autobiografía de Verso de la autora]. Se desconoce que ella hablaba francés e incluso grabó canciones en ese idioma. Pero ‘Gracias a la vida’, ‘Volver a los diecisiete’ o ‘Qué dirá el santo padre’ jamás podrán olvidarse. Además fue una investigadora del folclor chileno.
En el blues también hay composiciones que llenaron de fama a quienes no fueron sus autores. Eso pasó mucho, en especial luego de la primera mitad del siglo XX…
Alan Lomax (1915-2002) recopiló e investigó canciones del sur de Estados Unidos, del Delta del río Mississippi. La paradoja es que muchos de los autores murieron en la miseria absoluta, pero The Rolling Stones y The Beatles tuvieron una carrera próspera en lo económico basándose en ellos. Como los de Led Zeppelin, que cantaron muchas piezas de Willie Dixon (1915-1992), cuando él llevó una vida difícil, solo reconocida de forma póstuma, lamentablemente.
Por esto, la cultura negra dejó de identificarse, durante los años sesenta, con el blues. Decían que era una música que los blancos les habían robado, y empezaron a identificarse con otras formas de expresión musical, como el soul, el funk.
¿Qué tan trascendente fue el Festival de Woodstock (New York, 1969) para ti?
Para entonces, grupos como La Tribu, Flash, Jardín de Infamias o Luna Llena ya sonaban en la Concha Acústica de La Villaflora (sur de Quito). El animador central, hombre clave para el inicio del rock en la Concha Acústica fue Ramiro ‘Negro’ Acosta, de La Tribu.
Esos festivales eran una forma de reconstruir Woodstock a la criolla, sí. Los titulares de ese tiempo, en los periódicos que daban cuenta sobre todo del primer concierto hablaban de eso, de una forma emotiva. La película homónima nos había motivado a construir no solo la música sino una fraternidad entre jóvenes, una utopía naciente sobre traer un mundo de paz y amor en torno al rock, que era el himno.
Fue cuando llegó el hinduismo, los primeros restaurantes vegetarianos aparecieron en Quito y hubo grupos que practicaban yoga. Desde entonces soy vegetariano y abstemio, fue una forma de crear un nuevo mundo dentro de este, del real
¿Recuerdas cuál fue la primera canción que escribiste?
«Vemos calles, / vemos edificios, / vemos el petróleo que nos dan a respirar. / Vemos hombres / que no son humanos / porque son las piezas de una máquina más…» [canta un fragmento de ‘Gas de flores’].
Esa la escribí mientras conversaba con unos amigos en El Arbolito, que era un estadio donde practicaba el Club Deportivo América. Los años pasan.
A propósito del fútbol, ahora llevas una rutina diaria y rigurosa de ejercicios…
Es que sin eso no hubiera vuelto a caminar. Nunca fui muy aficionado al deporte en general, ni a la gimnasia o al atletismo y ahora me sorprendo haciendo flexiones de pecho en las mañanas. En la adolescencia fui guardameta, sí, jugué fútbol, pero de forma muy pasajera. Cosas de la vida.