Incesantes ruidos de grillos

Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo.

Abraham Lincoln

Hace algún tiempo mencioné en una entrevista que nuestra literatura actual es de mala calidad porque se basa en artificios. Comentario que ocasionó una pequeña avalancha de fuertes comentarios que pretendían contrastar lo que había dicho. Por supuesto, la ampliación de mi reflexión no apareció en el diario, por lo que aprovecharé este espacio para explicarme y poner sobre la mesa lo que considero que es el malestar de nuestra literatura.

I. Una plataforma de lectores en Ecuador

Murakami cuenta que en Japón solamente lee de modo habitual el cinco por ciento de la población, pero que ese cinco por ciento se traduce en seis millones de habitantes, un número —continúa la reflexión el autor— que sirve para mantenerse como escritor. En nuestro país, haciendo el mismo ejercicio, idealizando a una masa lectora del cinco por ciento, tendríamos una plataforma de ochocientos mil lectores. Casi nada comparado con lo que sucede en Japón. Sin embargo no tenemos ni eso. Los tirajes de libros arrojan una verdad alarmante sobre lo que sucede con nuestra literatura: se imprimen de trescientos a quinientos ejemplares de un libro de poesía o de narrativa. Y a veces toma meses, sino años en venderse (es fácil encontrarse con libros en las estanterías de las librerías, de ediciones de hace más de cinco años, que siguen allí, abandonados). Sin contar las estrategias que algunas veces debe realizar el editor: recitales, conferencias, múltiples presentaciones de un mismo libro, viajes a ferias y combos de ventas.

Sin embargo, hay cifras (siempre las hay): más de doscientas novelas ecuatorianas se consumieron en el año 2016. De estas cifras, que no digo que estén incorrectas, debería precisarse: ¿cuáles novelas fueron (año de publicación, o si se trata de reediciones de material utilizado en colegios y escuelas)? ¿Y qué significa que se consumieron? ¿Quinientos lectores diferentes compraron doscientas novelas? Eso sería esperanzador, ya que no recuerdo que se hayan publicado ni cincuenta novelas ecuatorianas en nuestro país el año pasado.

No hay una verdadera plataforma de lectores. De otro modo, los tirajes de los libros de nuestros autores ascenderían a los miles. Y no serían tirajes de trescientos y quinientos, lo que termina siendo un hecho que expresa nuestra realidad, más allá de las cifras. Y es justamente este inconveniente el que ha permitido el desarrollo de una burbuja de la literatura nacional1. Porque, no habiendo una masa diversa y demandante de lectores, los escritores se han visto prácticamente reducidos a la tarea de cohabitar mirándose y consumiéndose entre ellos, criticándose los unos a los otros, así como aupándose. Lo que también ha dado como resultado un lamentable ejercicio demagógico entre colegas. Algo que en otras palabras se denomina como: lobbying.

II. El lobbyng literario

El lobbying, en cualquier esfera que se practica destruye la transparencia a través del cabildeo y la manipulación de influencias. Es un mal que legitima los intereses de clanes (políticos, literarios, financieros, deportivos, etc.) por sobre las capacidades de los individuos alejando a los ciudadanos de un mismo país de trabajar en un sistema donde el esfuerzo auténtico y la calidad sean lo más importante, prohibiéndoles mirarse como un conjunto entre sí. Es así como se desarrolla un país: con la suma de las capacidades y talentos de sus individuos. No con el solapamiento de mediocridades. Para muestra, está lo que pasó hace unos meses en el deporte con Glenda Morejón quien, de haber contado con amistades influyentes en las instituciones deportivas, seguramente habría recibido toda la ayuda que necesitaba, y no una asistencia tardía (tras retornar con el oro del mundial juvenil de 5.000 metros marcha), que nos generó una merecida vergüenza a todos como país.

En el campo de la literatura, el lobbying sirve en muchas ocasiones para otorgar premios, poner jurados, resolver publicaciones y generar reseñas de libros alabanciosas que no ayudan en nada, que son puro contenido muerto. Un potencial escritor se anula de este modo (no tiene por qué mejorar). Un potencial lector se aleja de este modo (no quiere leer otra vez, después de, por ejemplo, haber leído «al mejor novelista vivo del país» y sufrir una decepción. Y quién lo culparía, porque si el mejor es ese y no le gustó, para qué leer a los demás).

El lobbying literario perjudica únicamente a la literatura. A través del lobbying se premia un libro que no merecía ganar. Se envía de viaje, representando a nuestro país, a una X feria del libro a un autor que no cuenta con obras. Se hacen dudosas ponencias en congresos literarios de autores/amigos que no han demostrado aún su calidad. Se preparan antologías, donde se incluyen los antologadores, en un desgaste de energía pobrísimo por deseos de figurar. Se miden los esfuerzos profesionales con otros valores, los de la amistad, el romance, la camaradería y el interés arbitrario de algún clan.

¿Se puede culpar a un poeta que, tres años después de moverse a un clan, ya le ofrece ganar un concurso literario a su amigo diciéndole que él pondrá los jurados de dicho concurso? ¿Se puede culpar al intelectual que, apenas es aceptado en un clan, comienza a disparar halagos a chorros sobre otros miembros del clan, en revistas y diarios, así como a formar parte de decisiones de concursos y congresos? ¿Y no es así cómo parecería manejarse todo en nuestro país? Por supuesto, me refiero a todo un sistema social, cultural y político que parecería respirar gracias a una dinámica corrupta de influencias.

Es lobbying cuando un poeta llega de finalista a un concurso de poesía y cuenta con tres de los cinco jurados como autores publicados por su sello editorial. Y, por supuesto, gana. Es lobbying cuando un narrador, sin ninguna experiencia en el campo de la poesía, acepta convertirse en jurado de un concurso de poesía de una universidad para desde allí aceptar las decisiones de quien lo empleó. Es lobbying cuando un escritor, de trabajo insuficiente, pero funcionario de una dependencia de cultura, entra a una lista de autores seleccionados como los mejores narradores desconocidos de América Latina. Es lobbying cuando las bases de un premio municipal parecen acomodarse y el libro de un poeta, que contradice las bases, es aceptado y gana el concurso, mientras que un año antes el libro de otro poeta, que también contradijo las bases, fue retirado de la misma competencia. Lo que ha sucedido allí es un sutil enlace de relaciones públicas que ha alterado el curso legal de un proceso. Por mi parte, no comprendo qué alegría puede experimentar un autor que gana un premio que no ha obtenido limpiamente.

Por otro lado, no podemos desvincular al gobierno como uno de los responsables de esta tragedia. Sí, es una tragedia vivir en un país de más de dieciséis millones de habitantes y que un poeta no cuente ni con trescientos lectores que no salgan de las filas de sus familiares y amigos2. Que no pueda vivir de su oficio. O que su oficio sea considerado por la sociedad como un pasatiempo, únicamente porque el Estado no ha hecho el esfuerzo por cambiar la mirada de la población hacia el valor que tiene la creación artística.

La falta de lectores deviene de una falta de políticas estatales, de un país que ha abandonado a sus creadores artísticos, a sus gestores culturales, sin comprender que la cultura es el registro sensible de nuestra sociedad. Abandono que ha provocado incluso la devaluación de los contenidos. Y una falta de libertad artística. Porque, sin una plataforma sostenida de lectores en el Ecuador, un escritor ya no perseguirá lectores para sobrevivir, sino que en su lugar perseguirá prestigio, en otras palabras: posicionamiento. Y ese posicionamiento —siguiendo la línea de esta lógica— solo puede ser otorgado por otros escritores/ críticos del mismo medio. Por ende, el escritor ecuatoriano mata su creatividad cuando está recién naciendo, porque para sobrevivir se ve obligado a imitar3 los patrones canónicos que la academia celebra como «Nuestra Literatura». Lo que solidifica la idea de una burbuja que parece por momentos imposible de romper.

III. La burbuja literaria

Se trata de un círculo bobo que puede ser representado de este modo:

—Quiero escribir, pero sin lectores que generen comentarios ni que representen ventas, ¿quién me legitima como escritor?

—Respuesta: pues, otro escritor, uno que esté posicionado en su comunidad. Aunque la comunidad, que casi no lee, nada haya tenido que ver con dicho posicionamiento.

—¿Y qué debo hacer para ser legitimado por dicho escritor?

—Respuesta: pues imitar su modelo de escritura, obvio (aunque a veces el lobbying, las relaciones públicas, ayuda).

Cae así en la trampa el escritor que empieza. Muere al nacer. Y dinamita, sin darse cuenta, no solamente su creatividad sino también los posibles puentes con nuevas generaciones de lectores.

—Pero ¿cuáles lectores? Pongámonos de acuerdo.

—Respuesta: (incesantes, incesantes ruidos de grillos)

En cualquier otro país (Perú, México, Chile y España, por ejemplo), un escritor nace leyendo, escribe leyendo, publica leyendo, y luego aguarda por los comentarios de los lectores y críticos. Buenas y malas reseñas son bienvenidas. Busca un crecimiento. No está persiguiendo «la presidencia de la literatura nacional». No se convierte la publicación de una obra en un acontecimiento social. Se prioriza el sentido literario del asunto. Se respeta el oficio.

IV. El escritor frente a su oficio

El que escribe la obra es apartado, el que la escribió es despedido. Quien es despedido, además, no lo sabe. Esa ignorancia lo preserva, lo distrae, autorizándolo a perseverar. El escritor nunca sabe si la obra está hecha. Recomienza o destruye en un libro lo que terminó en otro. La obra es solitaria, y esto no significa que permanezca incomunicable, que le falte lector. Pero el que la lee participa de esa afirmación de la soledad de la obra, así como quien la escribe pertenece al riesgo de esa soledad.

Maurice Blanchot

No debería ser tan difícil, para cualquier autor, separar lo profesional de lo personal. Un escritor puede ser amigo de otros, irse de tragos, forjar vínculos, y no por ello está en la obligación de redactar una «buena reseña», ni de difundirlo si no cree en lo que escribe, menos de premiarlo. Por momentos, me parece que en nuestro país la honestidad intelectual está a la venta.

Además, un escritor siempre está solo. Cuando un autor se ubica frente a una página en blanco, o digamos: una pantalla con el cursor en suspenso, comienza una batalla con su propia mente. El lenguaje es una especie de silencio dimensionante que por momentos no da el abasto para lo que pretende expresar; o lo que quiere contar está recién internándose, agitándose entre las piezas de un lenguaje que aún ondea desordenado dentro de él.

Escribir es, de por sí, creer en que hay algo más auténtico que la realidad. Quien escribe cree en la muerte de la carne y tiene fe en sus visiones. Por lo que es vibrante el momento en que un escritor aprieta una línea con tanta fuerza (a veces la caza al vuelo como quien atrapa moscas con su lengua) que la considera un logro personal de su perseverancia. A pesar de que muchos otros escritores, antes que él, hayan podido pasar por la misma angustia y construcción de una frase con un sentido similar.

Meterse a escribir, por supuesto, supone en la mayoría de los casos una tarea mal remunerada y agotadora, porque quien escoge la literatura como su oficio no podrá vivir de la venta de sus libros; y a diferencia de un médico o un abogado, no podrá colgar su bata al llegar a su hogar, o dejar a un lado su maletín, un escritor no puede alejarse de su fuente de trabajo que son precisamente las ideas con las que está siempre construyendo un libro, imaginando o creando situaciones, dialogando con otros libros, otros discursos. Sin contar que la escritura asalta muchas veces cuando uno menos lo espera. Por eso un escritor le roba tiempo a su familia. Llevando muchas veces vidas a medias (recuerdo ahora una entrevista al escritor Marcos Giralt Torrente en la que menciona haberse distanciado por cuatro años de su actividad literaria para vivir intensamente su paternidad). Casi todos los escritores —no solo en este país— deben optar por otro trabajo, y algunos hasta por dos trabajos más. Un escritor es, además de escritor, un maestro de colegio o de universidad, un columnista, un vendedor, un publicista, un librero, un obrero y hasta un barman.

Un escritor —como dije antes— siempre está solo, aunque un lector lo torture por dentro, y aunque sus lecturas, su memoria y su imaginación florezcan por detrás de sus pestañas. Está solo frente al acto de escribir. Está solo como cualquier creador. Aunque en su caso es un creador indigente que apenas cuenta con ciertas herramientas otorgadas por la realidad, que forman parte del mismo embuste. Sin embargo, persevera. Hace así el horror y la belleza con lo que apenas le han dado.

En todo caso, el verdadero escritor es un crítico de su tiempo y compite solo consigo mismo para hallar nuevos caminos. No necesita esconderse dentro de un clan ni hacer lobbying. El lobbying y la burbuja literaria en Ecuador responden a un modelo arcaico y colonizante que solo nos empantana en un atraso. La mirada piramidal de un canon en las letras fue lo que provocó el desplazamiento, en el pasado, de voces de poetas tan importantes como Hugo Mayo, David Ledesma, Paco Tobar García y Fernando Nieto Cadena. Y aún nuestra lírica no termina de reponerse.

V. Autores vs lectores

Hay que permitirles a los lectores que también opinen sobre qué vale la pena leer, o qué prefieren. Darles independencia. Atribuirles inteligencia e intuición. Y no guiarlos como si fueran ciegos o niños desprotegidos. Debemos, como autores, respetar a los lectores y no imponerles tablas canónicas ficticias. Debemos proponernos a que existan tantos lectores como escrituras, sin una mirada piramidal de la literatura, sin otro valor que la calidad y el interés de generar contenidos diferentes. Autores y críticos no tienen por qué fomentar un lobbying que solo atrasa nuestra evolución como mejores escritores, críticos y lectores (y que alberga en ocasiones a impostores literarios, a malos autores que desafortunadamente cobran relevancia por funcionar gracias a un lobbying, que toma protagonismo en un país pequeño como el nuestro con una realidad sin lectores). Nadie se vuelve autor porque es tocado por otro. El engaño no dura para siempre (léase arriba la frase de Lincoln). El engaño, que engendra más engaño, lastima todo el sistema, y no ubica a las personas donde podrían desempeñarse mejor. Por ejemplo, a veces un gestor no es un autor y un crítico tampoco lo es, pero dentro de este círculo engañoso es fácil pasar por uno. Y cuando eso sucede se produce mala literatura, la que luego parchamos con críticas amigables.

Hay que tener la madurez de aceptar una crítica y no temer expresar lo que pensamos, ni vender nuestra opinión intelectual. No todos los lectores quieren leer lo mismo. Ni viven los libros del mismo modo.

Particularmente, como lector, persigo una literatura que modifique algo en mí. Que tuerza mi mirada. No comparto la idea de que no hay que hacer padecer al lector. Al lector hay que tomarlo de los cabellos, sacudirlo, asquearlo con la realidad, quebrarle las piernas hasta que ame u odie a un personaje, sacarle lágrimas con la risa, dejarle una mueca visible, al final de su lectura, como si un bus le hubiera pasado por encima. Porque ¿para qué leer un libro que me devuelva al mismo sitio en el que ya me encontraba antes de abrirlo? ¿Pero quién quiere que una canción, una pintura, una película, un poema, un cuento y una novela lo deje ileso?

Respuesta: (incesantes, incesantes ruidos de grillos).

 

Notas

1. Por supuesto, hago eco aquí del caso de la burbuja del arte, un fenómeno que demostró cómo el arte plástico en Estados Unidos se tornó en un valor especulativo y simulado, llegando incluso a ser adquirido por sus propios creadores.

2. La Campaña Eugenio Espejo, impulsada por el escritor Iván Égüez, es una excepción editorial que imprime miles de ejemplares que se distribuyen a sus suscriptores junto con la revista Rocinante. Y el SINAB, por algún tiempo, compró libros a los autores ecuatorianos para alimentar las bibliotecas de todo el país (el cierre de estas bibliotecas provocó la salida de editoriales grandes del país y representó una mayor falta de estímulo para nuestros autores).

3. Alguien podría decir que la literatura brota de la imitación. Y así es, pero como un ejercicio libre y no impuesto por fuerzas externas que entran en juego, en este caso, por la crisis de una realidad sin lectores.