Humo (Capítulo III)

No duerme durante la noche. Cuando se levanta tiene bolsas grises bajo los ojos y le pesa tener que buscar respuestas para lo que encontró en el cuaderno. ¿Andrei fue amigo del inventor de la birome? Sale de la cama y al buscar su bastón, recuerda al hombre con el que se encontró en la cocina el día anterior y se le erizan los pelos de los brazos. Pero quiere su bastón y, por lo pronto, necesita cafeína más que respuestas. Luego de vestirse, tomar café y recuperar su bastón va al taller de Pablo. Lo vuelve a encontrar encorvado sobre el tablero; esta vez tiene audífonos en los oídos aunque la puerta está abierta. Se queda observándolo desde el corredor. El taller antes, cuando Andrei vivía, hace diecisiete años, era la sala de estar. Gabriela recuerda que sus visitas se daban allí o en la biblioteca, aunque no tiene claro en qué cuarto durmió los dos días que permaneció en la casa cuando conoció a Andrei. Nada en esa casa escapa al pasado. Es como una melaza que se desparrama indiferente sobre todo. Por eso no tiene problema en aceptar a Pablo, recuerda cómo era su relación con su padre. Andrei tenía la manía de allanarle el camino, de forzar las circunstancias para que no lo rozaran, de intimar con lo peor para evitar que su hijo entrara en contacto con la realidad. En ese entonces la realidad era un enorme letrero de luces estroboscópicas que gritaba Stroessner y era imposible no cruzarse con ella. Una de las tantas historias que circulaban por esos años tenía que ver con un hombre del régimen; la historia no se desperdigó por los canales habituales (si era habitual leer la prensa que comía de la mano del gobierno), sino por rumores. Se decía que perseguía a los presos políticos como si fueran animales, que a un hombre que escapó de prisión lo cazó con un rifle y que luego lo ató a un palo e hizo que sus empleados lo cargaran como a un ciervo, atado de pies y manos, su cabeza bamboleante, mecida por el aire de la noche, mientras su sangre dejaba un fino hilo rojo sobre el pavimento y los callejones de tierra de los alrededores de su propiedad. Ese hombre era padre de uno de los compañeros de Pablo. Cuando su hijo se metió en una pelea por una birome que explotó, Andrei sacó a Pablo del colegio. No quería problemas, no quería que Pablo los tuviera. Lo terminó de educar en casa, sin nadie más alrededor. Y ahí estaba ahora, con audífonos en los oídos, sin querer hablar con ella, sin contarle cómo murió su papá. Gabriela da vuelta y sin pensarlo, por costumbre, acaba en la biblioteca. Hablar con Pablo puede esperar. Vuelve a escuchar las patas de algo arrastrándose abajo. Camina por el cuarto y luego va a los estantes, pasa la mano por los libros y se detiene frente a un tomo grueso que tiene un marcador dentro, con anotaciones sobre ciertos párrafos. Era uno de los libros favoritos de Andrei:

 LAS IDEAS

Violentan las ideas, mil veces más preciosas que el oro y que la sangre. Apenas tenemos ideas en el atormentado Paraguay, pero quizá las copen al nacer. Hay centinelas a la puerta de las cátedras. Para poder enseñar a nuestros hijos es forzoso ser amigos del jefe y ¿qué les enseñaremos, sino que también se hagan amigos del jefe? ¡Qué delicioso resultado para un pueblo! Arriba uno y abajo todos.

 POLÍTICA

Existe una política fecunda: no hacer política; una manera eficaz de conseguir el poder: huir del poder y trabajar en casa. De la nada nada se saca. Gobernar es distribuir lo viejo por los viejos canales.

 DEMOCRACIA

Un fraccionamiento de la crueldad y de la intriga; eso es todo. ¿Quieren corregir la política? Desprécienla. Un buen médico, un buen ingeniero, un buen músico, he aquí algo mucho más importante que un buen presidente de la República.

 ESO ES LO QUE IRRITA

Los siglos pasan sin traernos diferencia esencial. Dejemos a los juristas hablar del Estado como de una abstracción. Los que buscamos la verdad en la vida y no en el papel, los que hemos aprendido a nuestra costa que no existen otros derechos sino los arrancados con uñas y dientes a la fiera humana, sabemos que el Estado es de carne y hueso y que las más pomposas doctrinas republicanas se elaboran en el vientre vanidoso de un ministro.

 ARTE MUNDANO

Eso es la política, una galantería entre machos.

 El libro era de Carlos Alberto Ayala, el suegro de Andrei. Aunque ella le había preguntado varias veces sobre él, lo único que había logrado sacarle era que se conocieron en el Chaco, cuando Andrei llegó a Paraguay. Nunca qué hacía, nunca cómo llegó allí, nunca una mención a su hija, a la esposa de Andrei, a la madre de Pablo. Vuelve a guardar el libro en la estantería. El día empieza a clarear, son más de las once de la mañana y, por fin, sale el sol. Un canario deslavado atrás de la lengua de una nube.

*

 Pablo, en mangas de camisa, con las ventanas de su taller abiertas, cubre con barniz una lámina de cobre. Con un clavo abre surcos espesos sobre el metal, el extremo de la herramienta se incrusta en su dedo índice mientras el pulgar lo impulsa, su piel sangra y el cobre se vuelve rojo a medida que escarba, atrás, un aguafuerte. Apoya su brazo sobre el tablero de la mesa mientras en su mente se agita una rata. No puede avanzar, ni siquiera continuar el gesto. Para y deposita la lámina en una piscina de ácido nítrico y el líquido escupe fuego, como un tísico, sobre el metal. Al retirarla distingue ciertas incisiones que marcan un declive: el aire impregnado de un olor a infierno, el silencio extraño, los cientos de cuerpos esparcidos entre yuyos y mangos putrefactos. Los trazos como huesos descubiertos y, sobre el marfil inmóvil, una nube de moscas que flota sobre una piel ennegrecida. La incisión captura el momento en que la claridad de la trampa se volvió una luz imposible. Como el sol al mediodía. Tiene que respirar y va a la ventana. No mira hacia afuera sino a un horizonte interno donde rememora la columna de humo que lo alertó hace semanas y que lo empujó, esa mañana de agosto, a salir de la casa y a no detenerse hasta ver lo que ahora retiene la lámina de cobre. ¿Cómo pudo ser posible que alguien diera la orden de cerrar las puertas de un centro comercial en llamas? ¿Qué podía tener en la cabeza el que condenó a muerte a cuatrocientas personas que quisieron escapar del infierno y no pudieron porque todas las salidas estaban selladas? ¿Cuándo va a parar de escarbar tras todas las formas que tomó la muerte en Ycuá Bolaños? La rata continúa royendo, perfora los ojos de Pablo, antes de llegar, sus dientes desesperados. La técnica que utiliza no permite retractarse, y con un paño limpia el cobre. La lámina es cruda y en ella aún se extienden las llamas sobre las cubiertas de los automóviles antes de que explotaran. Retiene con la estopa el extraño aliento de las respiraciones, unas contra otras, antes del colapso de los vidrios; es ahí cuando la rata se cansa —busca un rincón— y se vuelve una gasa en su cerebro. El miedo paraliza el tiempo: lo hiende.

*

Gabriela puede ver el grito congelado de Pablo mientras pasa nuevamente frente al taller. Quisiera preguntarle por los grabados pero él ni siquiera se percata de su presencia. Aunque pareciera llevar adelante dos o tres conversaciones consigo mismo. Sigue avanzando con lentitud, apoyando el peso de su cuerpo sobre el bastón; cuando abre la puerta de atrás, escucha las patas deslizándose sobre el suelo de madera otra vez. Al cerrar se pregunta qué podría ser. Sale a la calle; al pasar en el taxi el día de su llegada, le pareció que Asunción apenas había cambiado. Lo va a comprobar. La ventisca persiste. Ve aunque no escucha el rumor del éxodo. Las casas de los alrededores están abandonadas o semiderruidas. Varias de ellas cubiertas de hiedras o tapizadas de maleza. Sigue camino al río y encuentra la cafetería donde almorzaba cuando vivía en Asunción y trabajaba en una galería de arte. Entra al Bolsi y el murmullo silencioso de la calle desaparece atrás de la algarabía de las empleadas y el sonido de la cocina. El dueño ha remodelado y todo brilla; pero es igual. La barra circular, la gente mirando al vecino de enfrente mientras come, los estantes de cristal que guardan la comida. Pide guaraná, dos empanadas de carne y una porción de chipa guazú. No se percata de que come con los ojos cerrados y que lame la punta de sus dedos después de cada mordisco. Devora algo más que su recuerdo. Pide un té de boldo y mientras lo toma mira a través de la ventana. Más allá está la calle Palma. Cuando la ve, su cuerpo se tensa. Algo que ella no controla parece tomar la delantera. Paga, sale y camina en esa dirección. Su corazón da un salto y pierde un latido cuando llega. El sol ha desaparecido y el frío ha vuelto. Respira, bajando el aire a su estómago, cierra los ojos y, cuando los abre, busca el sol, que aparece un instante entre las nubes. No hay gente, ni vendedores ambulantes, ni ventas informales en las veredas, apenas un carro circulando. Los recuerdos vuelven como lapas. Entre los destellos de luz que persisten en sus ojos, distingue a un niño en una esquina, junto a una pila de periódicos. Se le acerca un perro callejero —con clavos por costillas—, el chico le lanza un palo, el animal lo recoge y lo lleva de regreso. El niño vuelve a tirarlo y el perro repite la acción. La mujer se sienta en una banca al lado del Panteón de los Héroes y, mientras lo hace, cruza el sol, persiste el viento y llega la lluvia pero no los ve. Solo ve al niño y al perro. Perdida en ellos, a la deriva por horas, obvia que nunca hay nada más que la lluvia, el viento y el fuego.

*

Comienza a oscurecer y regresa, sube por una de las calles abandonadas del centro y cuando está a pocas cuadras de Yegros, en lo que parece un garaje, descubre una peluquería. Dos sillas, un espejo, un mueble que sostiene una palangana y un reverbero eléctrico. Un hombre, de pie, ríe a carcajadas mientras su enorme barriga se sacude, otro hombre reposa desgonzado en una silla frente a él. La mujer camina más lento. El gordo saca una toalla humeante de la olla y el vaho que desprende se alza frente a ambos como una pared que se desmorona. Cubre el rostro del hombre sentado y, con precisión, descubre dos huecos en la tela, uno para la nariz, otro para la boca. Mientras el rostro se abre, saca una navaja, luego una copa, una brocha y espuma. Cuando la mujer tuerce la esquina, levanta la toalla. Imagina la cara roja, como una llaga abierta, cuando gira.