La cinta es candidata al Oscar a mejor película, diseño de producción, sonido, guión y canción original
En la mayoría de nuestras visiones de futuro, desde la literatura hasta el cine, la tecnología es un agente de la distopía. Quizá esto se debe a que en su raíz, la técnica es un invento humano, que en nuestra evolución nos arrancó para siempre del mundo natural del que salimos: ese desgarro inicial nos sigue produciendo miedo, a veces asco, a veces melancolía de un pasado en armonía con el cosmos y la naturaleza.
En Her, el director norteamericano Spike Jonze (El ladrón de Orquídeas, Cómo ser John Malkovich) explora las rutas menos transitadas de nuestra relación con la tecnología: la del amor entre hombre y máquina.
La película entra de lleno en el debate actual sobre la tecnología con un argumento fresco e importante: en realidad no sabemos si nuestros inventos nos hacen más solitarios, si nos desconectan de la realidad. A pesar de las continuas críticas sobre la alienación, la adicción a los aparatos electrónicos y la falta de intercambio humano directo que propicia el internet, hay muchas personas que han sentido el efecto contrario: conexión, empatía y alegría, incluso amor.
En general, han cambiado cómo afrontamos nuestras necesidades básicas, pero esas necesidades en sí no han cambiado. La soledad ha existido siempre y siempre existirá; el cariño y la empatía, también.
Quizá por esto, en Her no asoman los rastros clásicos de la distopía futurista. Situada en Los Ángeles, en un futuro cercano y creíble -según el director, muy parecido a la actualidad- los personajes se mueven en un mundo suave, pensado y diseñado para ser fácil de usar, con tecnologías ultramodernas pero sencillas, dispuestas para la comodidad. La luz es siempre cálida; todo está limpio; el transporte público funciona. Pero entre los algodones de una utopía occidental posmoderna, la gente tiene los mismos problemas para conectar entre sí, para ser humanos en una sociedad aislada por el uso invasivo de nuevas tecnologías.
Todos estos miedos y angustias se concentran en Theodore Twombly (Joaquín Phoenix, tan sublime como casi siempre), un hombre solitario, un tanto neurótico y nerdy, que no puede superar el fracaso de su matrimonio con Catherine (Rooney Mara), una exitosa pero inestable escritora. Theodore trabaja en una iniciativa de las nuevas industrias del futuro, un ejemplo del estado en el que se encuentra la sociedad: escribe cartas personales para aquellos incapaces de hacerlo, palabras de amor sincero, notas de cumpleaños para la abuela, rupturas. A menudo ha escrito para las mismas personas durante años; a veces siente que las conoce. Aparte de su amiga y vecina Amy (Amy Adams), Theodore no tiene vida social, vive aislado, yendo siempre de un lado a otro con el audífono de su computadora de nueva generación, jugando videojuegos solo en su casa.
Todo cambia cuando su curiosidad lo lleva a comprar un nuevo sistema operativo, el OS1, el primero que utiliza inteligencia artificial genuina: “no es un sistema operativo, es una conciencia”, dicen las publicidades. Cuando Theodore llega a su casa e inicializa el programa, le responde una voz femenina (Scarlett Johansson), tan natural que, asombrado, empieza a hacerle preguntas. “¿Cómo te llamo? ¿Tienes un nombre?”, le dice. “Sí, Samantha”, le contesta. “¿De dónde lo sacaste? – Me lo di a mí misma. -¿Cómo así?- me gusta como suena”.
En la última respuesta, aparentemente sencilla, está la gran diferencia: Samantha tiene intuición. Al estar programada directamente desde el ADN de sus creadores -y no sobre un código inerte- es capaz de aprender de sus experiencias, de ir expandiendo sus conocimientos y evolucionar como lo haría una persona. La conexión es inmediata: Samantha da a Theodore una mirada fresca del mundo y de sus propios problemas, mientras él la guía por las primeras experiencias de existir. Inevitablemente, se enamoran.
Ya desde el principio, es evidente la dificultad de contar una historia como esta. En última instancia, en pantalla, es la historia de un hombre enamorado de una voz. Por eso, si bien hay una enorme riqueza de temas sobre la esencia de la vida en sociedad, del ser humano y, sobre todo, del amor y cómo lo afrontamos, si la película falla en credibilidad, por bien formulados que estén los problemas, se pueden perder. En otras palabras: para que salgan a la luz todos los brillantes conflictos que se plantean, el pacto de ficción debe ser creíble.
En este sentido, el hecho de que Spike Jonze haya logrado que su maravilloso guión funcione, es el mayor logro de la película. Las escenas largas, en las que la interacción entre los protagonistas es predominantemente hablada, no se hacen tediosas, sino profundas y reflexivas. Las ideas de Jonze sobre las tecnologías del futuro son sensatas y creíbles: podrían suceder. A su vez, el diseño -merecido candidato al Oscar en su categoría- junto con la cinematografía, logran una sensación de realismo alterado pero verosímil, que funciona a la perfección con el argumento.
Pero, sobre todo, la actuación de Joaquín Phoenix lleva el peso de la película. Con una sensibilidad descomunal, que denota una comprensión profunda del personaje, muestra mediante gestos simples, inflexiones de voz y pequeños detalles, las vicisitudes de estar enamorado y vivir en una paradoja.
‘Her’ es una película que causa polémica y es exactamente eso lo que la hace grande. En los foros las opiniones ya están divididas: o es una de las mejores películas que se han hecho, o el pacto de ficción, necesario para creerse la historia de amor, no es creíble. El primer tipo es mayoritario pero todos debaten, y aquí está la clave. Como dijo el propio Joaquín Phoenix, “cuando vi el corte, instintivamente quería hablarlo con alguien. Es inusual encontrar una película que te empuja a conectarte con alguien y comunicarle tus ideas”.