«Yo lo he visto todo», cantaba Björk en Bailar en la oscuridad, antes de quedarse ciega. «He visto los árboles, he visto la hoja del sauce bailando en la brisa, a un amigo asesinado por un amigo […] He visto lo que escogí y he visto lo que necesito, y eso es suficiente, desear más sería avaricia». La habitada dice «Lo vi todo y —esa línea— asevera una mentira». La idea de verlo todo, de haberlo visto todo, que puede ser divina o nihilista remite a la idea del registro, de la memoria. ¿Cómo se registra la vida que habitamos? Leer poesía provoca siempre la sensación de que nunca se lo ha leído todo, porque no es posible, incluso a partir de un mismo sentimiento o evento, repetir una imagen. La poesía se lee, para una lectora amante del género como yo, desde un lugar particular, desde un afecto particular. Me gusta entender los textos líricos a partir de preguntas de trabajo. En este caso, me parece que La habitada se pregunta: ¿Qué significa habitar la vida? ¿Qué significa registrar aquello que se habita? ¿Es posible registrarlo?
Vivimos en la época del registro. Se registra en las redes las banalidades de nuestra vida en las que —a veces— hacemos ascender lo insignificante. Se registra —en tiempos de la cámara, del mal de archivo— los hechos, los eventos, al punto de no tener tiempo para procesar o revisar lo que hemos registrado. En contextos institucionales, se registra como forma de evidencia. Si no se ha registrado, no existe. Los algoritmos registran nuestra actividad, nuestras búsquedas, las lícitas, las ilícitas, las publicaciones del pasado y nos las devuelven a veces de formas sorpresivas. En mi caso, hay eventos que no recuerdo haber registrado. Y hay registros que preferiría no recordar. Las imágenes, las cámaras, registran nuestra vida, a pesar de nuestros deseos. Todo el tiempo hay cámaras que capturan nuestra imagen sin preguntar, sin que lo sepamos, incluso «por nuestra seguridad». La habitada dice, por ejemplo, «yo queriendo ocultarme y las fotografías apadrinándolo todo».
Registro de la habitada me ha hecho regresar a Michel de Certeau y sus nociones sobre la historia como registro. Él reflexiona sobre la historia como ciencia, sobre el historiador, pero me parece que sus ideas sirven para pensar el tema del registro lírico de una historia personal. Registro de la habitada remite a la idea de este autor del registro de la historia, entendiéndola como un no-sitio, como una atopía, en el que el historiador separa el «tiempo propio» de un «tiempo muerto»: es un tiempo que se resucita, podríamos decir que se reencarna, que se habita desde un presente. Mientras De Certeau (2003) dice que «escribir es construir una frase recorriendo un lugar que se supone en blanco, la página», pero que no lo está, porque está cargado de presente, Andrea inicia su texto con un epígrafe que dice «la página en blanco es el verdadero espejo del hombre», de Jean-Luc Godard. Y sabemos que la página no registra un reflejo de lo que ha sido ese tiempo, más bien nos puede devolver un ideal, nos puede devolver un monstruo.
La historia, sigue De Certeau (1993), se formula también desde la demanda de «hacer habitable el presente», ya que «los vivos deben calmar a los muertos» (De Certeau, 2003); como cuando La habitada dice: «hemos escrito y hemos vencido a la muerte, hemos escrito y hemos remendado migajas de la memoria en las avenidas del sol y la tráquea de un tiempo». Cuando leía Registro de la habitada, me quedó la sensación de leer una suerte de génesis, en el que La/la Habitada/habitada intenta (re)fundar su(s) historia(s), construir(se) un mundo de palabras, porque «en el Principio era el Verbo […] y el verbo era Dios». Podríamos escribir entonces su nombre, a veces, con mayúscula, porque por momentos es una voz prácticamente divina que controla, una voz que ordena a estas «niñas o muchachas adiestradas», que en ciertos momentos califica como hermanas, otros como diosas. Y otras veces, con minúscula, porque deja en manos tan pequeñas, tan inexpertas, tan frágiles, la responsabilidad del registro de «La Historia»: «¿qué podríamos hacer las muchachas sino registrar el blues del agua? «Hay que adorar el querer de las niñas. Brindarles animales a los cuales deben decapitar con el abrazo caliente de humores». También podríamos escribir su nombre con minúscula, porque a veces estas niñas, Nneka, Cecile, Ivonne, Ana, Caterine, parecen desobedecerla, tener una agenda propia para escribir el registro, que la habitada no puede controlar. Por otro lado, el texto presenta el registro como una forma de transformación. Así como existe una novela de formación, uno siente que Registro de la habitada es un poema de formación, en la que la habitada nos llama a «desconfiar de la materia que no transmuta», en el que las niñas, las muchachas creen que, a través del registro, pueden transformar el tiempo en otra cosa.
La escritura historiográfica crea ausencias, decía De Certeau. ¿Qué es lo ausente en esta escritura? En ese sentido, cuando la habitada dice «mi deseo es un significado averiado», uno se pregunta ¿qué significado no lo está, en la medida de que nunca se logra asir el sentido de lo que registra, en la medida en que siempre se fracasa al transmitirlo a otro? O ¿qué significado del pasado no lo está, si está releído desde el presente? Dice la habitada: «No fue cierto que eran mejores los años suaves». Y tal vez, desde el presente, eran duros. También dice esa expresión popular: «Cuando éramos felices y no lo sabíamos».
Existe una imposibilidad del registro. Cuando la voz dice: «Escribo sobre cualquier superficie», uno siente un texto que está escrito en una caja de arena de niños, en la superficie del agua mientras llueve: las imágenes se desvanecen debido a su complejidad, como en este caso: «Eso fue escrito en nuestros mentones y eso que parecía un ensueño, un pájaro sostenido en la cumbre, no era más que una incendiaria visión de fe: así se presentaba el poema y así amuralló la primigenia de la carne imaginal». La habitada no puede encontrar los significantes adecuados para el registro, como cuando dice: «Yo no sé proseguir ante el desfallecimiento del poema, tampoco ellas saben cómo continuar la elaboración de una imagen dulce en su lamentación de partos». En un momento, su registro dubitativo dice: «pernoctan/pernoctar/persisten/resistir», sin saber si decidirse por un verbo o un sustantivo, si darle al evento un carácter estático o dinámico.
Así como registrar el pasado es complejo, el lector debe ir advertido: es un texto difícil. Debería tener advertencias, como las que se hacen sobre ciertos medicamentos y el manejo de maquinaria pesada, como si todos fuésemos por allí tomando Valium y manejando tractores. Es en la repetición de la lectura que se vuelve legible y que las metáforas van construyendo —aunque sea con la fragilidad de una pirámide de naipes— un proyecto sobre el tiempo. Y sobre el tiempo propio.
De Certeau (1993), sobre el historiador, dice: «no hace la historia, lo único que puede hacer es una historia»; «recordar», como dice la habitada, «como cáscara de la objetividad». Por ejemplo el siguiente registro:
Proyecto: Inventarios Inmateriales
Arquitectura doméstica de los años.
Compuesto por los libros
1. Recopilación de recuerdos
2. Fabulación de recuerdos
3. Postales varias desde una misma ubicación geo referencial
4. Detalles ínfimos de la vida y objetos circundantes de A.C.G
Y aclara: «Aquí (en esta parte) levantarse y llorar, llorar terrones y recordar olores de ocho años». «Aquí llorar y ahumar, el recuerdo de los juegos innobles, las torturas a los primeros amigos de la infancia». También podríamos mirar nuestros respectivos pasados y hacer acotaciones, y dirigirlos como si fuesen una obra de teatro.
La novela, la poesía, posibilitan otro decir desde una «estilística de los afectos» (De Certeau, 2003) que permite recuperar los afectos perdidos, recuperar los afectos con los que, desde el presente, se habitó ese pasado, pero paralelamente, el lenguaje no alcanza para hacerlo, como cuando indica: «El vómito del lenguaje, en aquello que se escapa está construido el sujeto».
Lo que además para De Certeau «no tiene sitio» en la escritura historiográfica es el cuerpo. El sujeto-cuerpo que enuncia la historia, se silencia. El silencio del cuerpo-enunciador se «llena» en cambio con otros cuerpos: la historiografía implica hacer «hablar al cuerpo que calla» (De Certeau, 1993), en la medida en que se habla de cuerpos muertos. En una guerra. O en una revolución. O simplemente muertos. Esa operación que alude a esos cuerpos, los «resucita»: De Certeau dirá que la historiografía es «el trabajo de la muerte y trabajo contra la muerte». No significa que no existan cuerpos en esas historias, sino que estos cuerpos son «fabricados», son «citas de cuerpos». El otro como fantasma, como perteneciente a un pasado diferente, puede valorarse, honrarse o condenarse y finalmente es necesario enterrársele, para dar pie a otra historia. En este caso, la metáfora del cuerpo también está presente, como aquello que finalmente no puede decirse, como cuando dice la voz: «Teman a las palabras/ son el límite del cuerpo». Está el cuerpo de la habitada, el cuerpo habitado, como aquello que no puede —pero intenta— ser nombrado, habitado de palabras, deshabitado de órganos, un no-cuerpo como dice la voz: «Sobre el cuerpo lo imaginario inhibe, sobre el cuerpo, las palabras no se dan abasto para resignificaciones». Se puede deshabitar un cuerpo, deshabitar una vida, deshabitar un tiempo, como se deshabita una casa. En ese sentido, lo habitado, como metáfora de lo que se toma, de lo que se apropia, pero también de lo siniestro, de las voces que nos habitan sin comprenderlas, es una de las sensaciones que dejan estos poemas. «Se requiere, dice la voz, de un cuerpo para el exilio». Por supuesto uno siempre puede exiliarse en el lenguaje y asumir en ese exilio de palabras casi cualquier forma. Y esa palabra-forma es a la vez insuficiente.
Por último, ¿qué registro queda en el lector de un poema? La poesía se lee, para una lectora amante del género como yo, desde un lugar particular, desde un afecto particular. En mi caso, queda una cadena de hermosas palabras inventadas en mi memoria como: «azulecernos las cejas». Tampoco había pensado en lo hermoso que es el plural de fémur: fémures. Quedan imágenes registradas que evocaré al habitar momentos específicos, como hago con otras que a veces repito como una oración, por ejemplo:
1. «Aquí, personas que no conozco, me peinan. Dividen los cabellos de mi cabeza como se dividen las aguas para el paso de los justos. En cada caudal se diseña un tugurio de trenzados y fantasmas», para jornadas de angustia.
2. «Simple es mirarnos en los banquetes sabiendo que nada podría crecernos», para ciertos reencuentros.
3. «Recen para que sean perdonados sus actos (los buenos/los amargos) recen para que las bifurcaciones del tiempo no agobien con sal a sus madres». O: «He aquí una verdad: la muerte es solo una edad del cuerpo», para el final de todas las cosas que uno después sabe que se sentían como El Final, con mayúscula, pero era un final con minúscula, no más.
4. Y definitivamente, dos de mis favoritas: «Aquí no hay vida que llene los pómulos», y esta: «Yo animal evoco una lágrima», para tantas noches de domingo.
Ojalá estas imágenes sirvan también a otros, aunque sea fallidamente, aunque sean prestadas, para registrar nuestras formas, siempre particulares, de habitar la vida.
Bibliografía
De Certeau, M. (1993). La escritura de la historia. Jorge López Moctezuma, trad. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 3ª edición revisada.
_____ (2003). ‘La historia, ciencia y ficción’, ‘La ‘novela’ psicoanalítica. Historia y Literatura’ y ‘Lo ausente de la historia’ en Historia y psicoanálisis. Alfonso Mendiola y Marcela Cinta, trad. Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, pp. 1-22, 41-61 y 115-123.