Que el último puerto del Caribe sombree y se proyecte en las páginas de la literatura y la música no sorprende a nadie. Que el cliché aparezca para empalagar ciertos gustos, tampoco. Aun así, haciendo fintas entre el mito y la realidad, se puede rastrear un camino de palabras y un pentagrama que dé cuenta de este espacio cuasi mítico; que permita visibilizar lo que un puñado de voces ha producido pensando en Guayaquil.
La ciudad de los poetas
Aunque natural de Guayaquil, nada dijo sobre el puerto el poeta Xacinto de Evia, compilador de Ramillete de varias flores poéticas (1675), como nada dice su coterráneo Antonio Bastidas. Pero grabados en la mente de hornadas de estudiantes están los versos que le dedica al puerto en el siglo XVIII el mayor poeta de la Colonia, Juan Bautista Aguirre, en las décimas que compuso para Breve diseño de las ciudades de Guayaquil y Quito. Dice en la parte concerniente a la urbe costeña:
Guayaquil, ciudad hermosa
de la América guirnalda
de tierra bella esmeralda
y del mar perla preciosa,
cuya costa poderosa
alberga tesoro tanto
que con suavísimo encanto
entre nácares divisa
congelado en gracia y visa
lo que el alba vierte en llanto.
No hay menciones a lugares precisos sino a las costumbres de los habitantes, que salen muy bien parados en la comparación que elabora el poeta con una fuerte dosis de humor. Más adelante, para celebrar las gestas de independencia, el gran neoclásico que fue José Joaquín Olmedo escribió en 1821 la Canción al Nueve de Octubre, gesto pionero de canción patria, y que erróneamente muchos llaman el Himno a Guayaquil. Cuatro años más tarde editó La victoria de Junín, que incluye versos que se han sido convertido en lugar común; el poeta confiesa la fuente de su inspiración:
Siento unas veces la rebelde Musa,
cual bacante en furor vagar incierta
por medio de las plazas bulliciosas,
o las risueñas playas
que manso lame el caudaloso Guayas…
El puerto adviene como un faro de vocación por la libertad.
En el modernismo, Medardo Ángel Silva transita las callejas de su ciudad, asiduo asistente de espacios académicos y al espectáculo de la nocturnidad. Construye con palabras una arquitectura de la urbe pasando revista a barrios, cantinas y personajes en ‘Aguafuertes y óleos a la ciudad de Santiago de Guayaquil’. En ‘Mi ciudad’ admite reminiscencias provincianas en las calles:
Se encuentra mi ciudad circundada de cerros
y si sobre los cerros la corva luna brilla,
en los patios ululan tristemente los perros
el vagamundo espectro de la diosa amarilla.
Y más adelante, en ‘Malecón nocturno’, parece fascinarse por las escenas lóbregas y decadentes.
Transita por la calle Villamil, el puerto, el barrio San Alejo, hasta detenerse en los fumaderos de opio del barrio de la Quinta Pareja:
Los roídos faroles, con lenguas amarillas
de luz, lamen las calles; y en todas las chinganas
mujeres cenicientas de chupadas mejillas
excitan los rigores de las bestias humanas.
En Poemas de Hugo Mayo, la voz más conocida de la vanguardia nacional concluye con el poema ‘Guayaquil ayer y hoy’; es texto en el que se remonta a los tiempos de la fundación y brinda un recorrido por hitos como la independencia y un homenaje a poetas del puerto. Allí leemos:
¡Guayaquil, algo se incendia en tu cielo
mientras el sol se desmaya!
¡Guayaquil, fulgor de estrellas en pleno!
Clímax, vigor, fortaleza,
Astillero primicerio,
envidia de similares.
¡Guayaquil, raíces son de tu vida
los manglares del Salado!
Parece que las imágenes del Astillero fueron las que más impresionaron a algunos poetas locales y foráneos. Jorge Carrera Andrade dedica dos poemas al puerto; el primero pertenece a Boletín del clima (1928), y se titula ‘Promesa del río Guayas’. Ahí leemos:
En tu orilla, de noche, deja huellas
la sombra del difunto bucanero,
y una canoa azul pescando estrellas
boga de contrabando en el estero.
El otro es de Dibujos de ciudades (1930):
Hablan del sol los portales
las canoas de la ría
y el Astillero sin nadie.
Sólo una silueta blanca
su pregón lanza en el viento.
La luz pinta las persianas.
Se siente el aroma del golfo, se percibe el ajetreo laborioso que despierta las márgenes del Guayas.
Tomás Pantaleón fue un lúcido poeta enamorado de la forma, ingratamente olvidado por pares y lectores, y dedicó algunas de sus páginas a la ciudad puerto, como en ‘Yo te canto, ciudad’, en el que escribe:
Te digo Guayaquil, y nueve letras
hinchan mi corazón cuando las nombro.
Eres mi patria y mi blasón, mi escudo.
Si me quieres pequeño me reduzco
si me quieres gigante, me acreciento…
no por mis propias artes, ¡que soy nada!
sino por el poder de tu palabra.
Por otro lado, Rafael Díaz Ycaza publicó en Botella al mar su ‘Guayaquil en la noche’ con aire desencantado hasta el dolor:
Dura flor de excrementos
agria y pelada mano
sin leche ni ciruelas de ternura
para los que perecen en la marca de lodo,
bajo la soledad maldita sea
Ciudad: ¿cómo te hicieron enemiga?
Arroja la coraza de engañar y la maza
de golpear a los niños,
ciudad estremecida,
hija de la sonrisa, bestia pura del alba.
En su Canto General, Pablo Neruda bosqueja un mapa libertario del continente; y en su canto XXVII se refiere al Guayaquil que fue espacio para la entrevista de dos grandes americanos en 1822:
Cayeron las palabras y el silencio.
Se abrió otra vez la puerta, otra vez toda
la noche americana, el ancho río
de muchos labios palpitó un segundo.
San Martín regresó de aquella noche
hacia las soledades, hacia el trigo.
Bolívar siguió solo.
Las circunstancias, la procedencia, el porvenir de cada silueta son marcados a fuego en el enorme poema.
Cantos desde todas partes
El gran Paco Tobar García, el loco Tobar para algunos, bautizó a Guayaquil como la Casa de las Iguanas, y su versión del puerto fluctuaba entre la ría y el Salado. Hay dos momentos de su producción poética en relación a la ciudad: la una se lee en ‘Elegías del Daule’, en Ebrio de eternidad, y es un aire de reposo del que se halla en su lugar («hoy te dicto en la calma un testimonio/ de mis pasos por la orilla»); la otra, en su etapa postrera, cuando a través de los 56 poemas de Voces su discurso se vuelve escueto, aunque igual de denso, y demuestra sorpresa ante las cosas:
en el manglar, una garza solitaria;
frente al estero, un hombre,
una pasión
—el ansia de volar o de volver:
nada te extrañe, entonces, soy yo mismo,
pero el cielo ha cambiado de lugar.
En 1983, Filoteo Samaniego asume un proyecto importante al unirse al grabador Galo Galecio para producir Oficios del río. Llama la atención un momento del libro en que se poetiza la revuelta del 15 de noviembre de 1922:
Fue negar al hombre, como negar al río,
cuando el hombre desvió sus sendas y sus gestos
y mezquinó su mano, su risa y su saludo.
Hay un despertar de la población que es asumido y volcado en los renglones que siguen:
y murió en la mueca del espanto:
muerte de fecha absurda,
que amaneció con hambre, con gritos, con protesta.
Las consecuencias de la jornada sangrienta se inmortalizan:
Vagaron por el río, muerte y vida,
como hermanas o amantes,
unidas al cuerpo de la orilla;
avanzaron hacia el fondo del mar,
dominio del olvido.
Flotaron, en la noche, cruces sobre cada nombre,
y nadie aprendió tanto nombre sumergido
Solo y vencido noviembre junto al río,
herido por siempre en el costado.
Es un texto que debería desempolvarse para su lectura y estudio.
Uno de los que han devenido poeta de culto en el país es David Ledesma Vázquez. El poeta siente que las cosas golpean sus sentidos, hay una distancia entre el sujeto enunciador y la cotidianidad urbana. La discusión giraba en su momento sobre el arte y su papel en la sociedad, y percibimos su obsesión por la evasión de un espacio en el que no encaja, por el desasosiego y el viaje, como en ‘La ciudad’, de Los días sucios (1960), poema en el que notamos una visión apocalíptica:
La ciudad nos asfixia.
La ciudad nos aplasta.
Las casas se abren sitio a empellones.
Y el cielo enorme.
Duro.
Despoblado.
Colgando de los techos.
De los árboles.
Como un enorme trapo sucio.
A trechos rompiéndose. Incendiándose impasible
con las primeras altas luces de la noche.
La ciudad de Carlos Rojas González en Apuntes para conformar un texto (1990) es excusa para recuperar mitos urbanos y el escenario se abre tras levantarse un telón que permea realidad y fantasía para lograr que el lector se afinque como privilegiado espectador:
Y el parque se reinstala a las 2 p.m.
bajo una techumbre ardiente
detrás de matorrales destartalados
aparece Clarita
un gorrito-bonete de los años cuarenta
la locura es así de tierna cuando no se la limita.
El céntrico parque Centenario después del mediodía es proyectado como feudo, como antro, como país autónomo poblado por locos y gandules.
Julio Pazos Barrera gana el premio Casa de las Américas en su edición de 1982 con Levantamiento del país con textos libres. Se trata de un libro que celebra las pulsiones identitarias y los ritmos de la tierra; leemos allí ‘Medardo Ángel Silva ofrece frutas de la costa’:
El malecón.
Garúa de invierno.
El calor sube de los rincones.
Papaya
Zapote
Mamey
Las barcazas de viejas han cogido raíces.
La lluvia ha podrido el bijao.
El calor quema las nubes.
Es el puerto de principio del siglo XX el que asoma por estos versos, pero es también uno que podemos identificar sin problema en nuestros tiempos.
Hernán Zúñiga Albán ha pensado la ciudad desde lo que denomina el barroco guayaco, amalgama multidiscliplinaria en la que intervienen las artes plásticas y la poesía. En 1984 da a la imprenta el poemario Crónica de cartón, que sirvió de base para su serie de grabados Chamberos. Hay una evidente intención para recuperar líricamente elementos varios que provienen de la basura, de los detritos y la ligereza consumista de muchos de los habitantes de la ciudad. Las denominaciones autóctonas tanto de un oficio como de sus entornos sociales hacen que el poema de Zúñiga sea sólido y honesto.
De las sombras emerge otra
La alusión política en Agustín Vulgarín (Cuadernos de Bantú) vadea el cartel y se adhiere a la avanzada y transmite el panorama urbano:
Mientras tanto sacúdete
la atracción solar y de la luna dan lugar
a deformaciones periódicas en la tierra
la calle dieciocho. El gato negro
la puerta de fierro
Que los fenómenos ópticos se encuentran en un frasco de alcohol
Toda esta puerca ciudad del diámetro de tu mundo político
cultural social
Sexual
que tanto joroba y joroba
y que aguanto a tu lado hasta reventar.
La ciudad y el otro se imbrican con la conciencia que transita la ciudad.
Fernando Nieto Cadena es quizá el más guayaco de los poetas aunque se considere actualmente ecuamex tras su migración a México hace 30 años. Por tanto, la Guayaquil de los poemas actuales de Nieto es una ciudad evocada; ya no existe. Su poesía, caótica, reproduce lo que para él es la urbe, entre lisuras e informalidad al punto de que ha sido llamada poesía malcriada; por ahí andan el béisbol, la salsa, los lupanares, el argot.
El otro Fernando es Artieda, que suelta sus pasos por la ciudad llena de personajes marginales y habla popular; recuperando el mito de Julio Jaramillo en ‘Pueblo, fantasma y clave de Jota Jota’. Una ciudad entera llora a uno de sus hijos más queridos a través de este texto polifónico que, a su vez, rinde excelente cuenta de la forma de llevar luto, una de las muestras de comportamiento de un colectivo que proponen ante el lector la idiosincrasia del lumpen guayaco.
Jorge Martillo, cronista y poeta, cruza la ciudad desde su perspectiva de peatón, como en ‘El sur’:
perdida la brújula se marchita la rosa de los vientos
si no hay sextante no existe rumbo que valga
y solamente queda ir al sur
el puerto es una piel de elefante
un colmillo de marfil
un cementerio extraviado en la memoria
faroles que amantes y ebrios redujeron a la ceniza
pasos: la nada me viaja como una hoja de coca
apacigua la desesperación y el cansancio
Le interesa recalcar una evidente atmósfera decadente de la urbe.
Eduardo Morán, desde Muchacho majadero, había participado de la hueste de autores que proporcionaron un aire fresco a la lírica nacional. En Los lugares maliciosos (1998) aparece ‘Guasmos’, poema en que hay un testimonio duro de la realidad:
Sector Las Malvinas. Sombras pasan
ondulantes, amarradas a unos cuerpos
que obstinadamente viven
dándole cuerda a la esperanza.
Cierra esta galería Marcelo Báez, que en Puerto sin rostros dibuja una geografía que combina lugares físicos y simbólicos:
en las lomas de esta ciudad con cuerpo de iguana
sólo queda el lenguaje
se escribe sobre lo que no se puede tener.
La ciudad puerto, como un crucigrama de luces extintas, se retuerce entre el estero Salado y el río Guayas y es objeto de múltiples textos que la confinan, realzan, resaltan. Y lo seguirá siendo porque a su misterio de gentes se fusiona el misterio de las palabras y los sonidos.