Toda pasión contiene una potencia desconocida que nos vuelve seres disponibles, para afrontar entre el delirio y la sensatez, las tareas bizarras que concibe la imaginación. A su alrededor, el mundo queda intimidado, agitado por esa fuerza desprejuiciada, vital, alegre.
Así nos movíamos por calles y avenidas de los barrios del centro de Bogotá: La Macarena, Chapinero y La Soledad; por librerías, restaurantes y cantinas, abiertas al mediodía, entre el sol y el frío de la Sabana y las noches incondicionales, atrabiliarias, llenas de secretos y asombros.
Con Gonzalo Márquez Cristo (1963-2016), nos encontramos en el tránsito de esa década dura e insípida de los noventa, en la que el espejismo y el fetiche del consumo y el capital imperial eran la marca del triunfo de la época. Era un amigo inigualable, niño grande, alto y un tanto escuálido, de melena rojiza o negra alborotada, quien como pacto de complicidad, desplegaba una sonrisa pícara en su rostro, enmarcado por una barba rala.
Esos fueron los años en los que dio inicio a un proyecto editorial como partícipe de la fundación de la revista cultural Común Presencia, que mantuvo durante varios años como la ventana indómita de donde salían y se reflejaban —desde diversas latitudes— destellos desconocidos de la poesía, búsquedas y encuentros, con una propia y exigente visión, a la que llamó, la «aventura esencialista».
Gonzalo, en un estado festivo y permanente de ansiedad, lo arrollaba todo a su paso. Su palabra aguda e inesperada, era un instrumento poderoso de reflexión y réplica.
Las noches se convirtieron en ámbitos sin tregua, donde como editor participé en la armada y diseño de la revista. Nos reuníamos en su apartamento, provistos de paquetes de cigarrillos, uno o dos frascos de Néctar, y en un proceso alquímico y embriagador de lecturas en voz alta, propuestas, altercados y decisiones, preparábamos hasta el amanecer los números de la revista, junto a la poeta Amparo Inés Osorio, quien transcribía lo que por fin los tres habíamos seleccionado: Francis Ponge, Shopia de Melo, Olga Orozco, Mark Strand, Claude Michel Cluny, o poetas de México, Brasil, Colombia. En esas jornadas insomnes, también participaron los poetas Jorge Torres Medina, Mauricio Contreras Hernández, y ese entrañable editor que se llamó Julio Jaramillo.
Apocalipsis de la rosa, su inicial libro de poemas, fue publicado en 1988 y fue saludado por el poeta Roberto Juarroz, con estas palabras: «Me parece un valioso ejemplo de lo que debe ser la poesía». A su vez, Roger Munier, dijo: «Su poesía fuerza la intimidad de los dioses».
En ‘Raíz de vuelo’, uno de los poemas de ese libro, dice:
Un intercambio de heridas
puede revelar el enigma:
mi pacto con la sorpresa/ aún no ha sido perturbado.
Giro en torno de la noche/ oyendo llorar a quienes
han abierto la gran puerta,
y si el cadáver
persiste en su pregunta
solo el vacío puede detenerme:
inventor del alma feliz…
Mi sueño es único o antiguo
—la historia del fuego
es cantada por el agua—
y como nadie puede despertar
en tu presencia, no soy
rehén de los espejos.
En Apocalipsis, establece las claves y la búsqueda de un lenguaje escueto que precisa los límites en que nos movemos, y en un afán metafísico impregnado de mística —en cuanto entrega y desciframiento— señala la esencia que nos constituye.
Seguirían títulos como La palabra liberada (2001) y Oscuro nacimiento (2005). En 1992, publicó Ritual de títeres, ese «recurso del olvido», como llamó a esta obra. En 2015, un grupo de pintores realizó una exposición excepcional en homenaje a este autor, con obras centradas en la lectura personal de la novela. En 1998, dio a conocer El tempestario, un breve volumen de relatos cargado de magia y poesía, uno de sus libros más íntimos y personales. Como editor, recopiló, en una bella edición La casa leída (1996). Con La pregunta del origen, obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot en 2007.
Como periodista, Gonzalo Márquez logró que la entrevista adquiriera una estructura audaz e inteligente, al permitir más allá de las palabras, descubrir la raíz creadora del pensamiento del entrevistado. Con Amparo Inés Osorio, encontró en sus países de origen o en citas y encuentros inesperados las respuestas de Emil Cioran, Octavio Paz, Roberto Juarroz, Jean Baudrillard, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Antonio Ramos Rosa, Eugenio Montejo, Juan Goytisolo, Olga Orozco, Lawrence Durrel, Roger Munier, Carlos Fuentes, Casimiro de Brito, Mario Vargas Llosa, Bernard Noël, Fernando del Paso. Alfredo Silva Estrada, Álvaro Mutis, Franco Volpi, Hans Magnus Enzensberger, Ernesto Sábato, Antonio Gamoneda y José Saramago.
En Grandes entrevistas de Común Presencia (publicado en 2010), Gonzalo Márquez nos deja un legado periodístico, sin igual y espléndido, junto con la edición conmemorativa del periódico virtual Con-Fabulación100 en 2009.
Márquez, fue un ser cosmopolita, no solo por la visión totalizadora de lo que significa la cultura en el mundo contemporáneo, sino por el encuentro que estableció con creadores de diversa procedencia, para mostrar la esencia humanista de la palabra como expresión poética.
Estuvo en Ecuador, en encuentros memorables, leyendo su poesía en Quito y Cuenca, invitado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, el Gobierno de Pichincha y el Ministerio de Cultura. En esas ocasiones compartió con los jóvenes y creó vínculos que solo son posibles a través una poesía signada por la sensibilidad y el presagio.
Con una dedicación inusual como editor independiente, fundó la colección internacional de literatura Los Conjurados, con más de 120 títulos, en ediciones cuidadosas y acompañadas con obras luminosas y surrealistas de artistas como el maestro Ángel Loochkartt, Jim Amaral, Armando Villegas, Pedro Alcántara, Jacobo Borges, Fernando Maldonado o Sergio Trujillo Béjar, a quienes promovió con ensayos introductorios, en un lenguaje vigoroso y directo y con una concepción del arte lúcida e innovadora.
Gonzalo Márquez Cristo, después de sufrir una enfermedad arrasadora, murió en Bogotá el 24 de mayo de 2016. Y la vida nos sacudió y sacude con su fragilidad. Este lector voraz, poeta, periodista y prolijo editor, dejó su huella —como la ruta de un cuestionamiento incesante— para encontrar una esperanza que jamás podrá humillarnos.