Como en una farmacia, tendremos las mentiras perfectas y diversas, rotuladas para las enfermedades más fantásticas del entendimiento y del alma.
Roberto Arlt, Los siete locos
Para los fans de la animación alabada por la crítica, Ghost in the Shell era un anime filosófico, un thriller futurista y un clásico de la ciencia ficción japonesa. Hoy es solo una reciente superproducción protagonizada por una semidesnuda Scarlett Johansson. Cuando una película o libro de culto son adaptados a un formato comercial y masivo, suelen multiplicarse, como un virus, las protestas de los acérrimos abogados de lo original. La nueva versión hollywoodense, así como el filme japonés, sirven como un pretexto para preguntarse por el carácter de fármaco (por llamar de algún modo al uso de ficciones y categorías de pensamiento que buscan tranquilizarnos ante el vacío existencial o, en este caso, ante lo irrepresentable) que puede llegar a tener el cine o nuestra cultura en general.
¿Qué efecto busca este fármaco, contra qué ejerce su acción tranquilizante?
Para empezar, habría que señalar que una de las cuestiones más sugerentes de Ghost in the Shell (en todas sus versiones: manga ochentero, celebrado anime noventero con sus secuelas, series de televisión, colección de videojuego o el live-action de este año) tiene que ver con un replanteo de la supuesta dualidad mente/cuerpo. Un tema que, al menos en una disciplina tan autorreferencial como la Filosofía, desataría una discusión que podría ir desde Platón —o antes—, pasando por Descartes (a cuyas meditaciones le debemos el título de la franquicia, a partir de la crítica que le hace Arthur Koestler en su libro The Ghost in the Machine), hasta la biopolítica.
Parecería que estos temas supuestamente tan serios y abstractos poco tienen que ver con una película llena de persecuciones, disparos, procedimientos policiales y androides desnudos; pero la virtud de las versiones japonesas de Ghost in the Shell es que en realidad se plantean y trabajan el asunto mente/cuerpo en términos filosóficos. Aunque es comprensible, puesto que apunta a otro tipo de consumo, el reciente estreno dirigido por Rupert Sanders (Blancanieves y el cazador), se va por lo fácil, aligera la carga filosófica y prefiere destacar la acción, pero, de todas formas, la masividad de esta cinta seguramente permitirá que muchos foráneos al anime de culto se acerquen a las más sofisticadas versiones japonesas.
Pese a sus esfuerzos visuales por hacer saltar al espectador a una metrópoli ciberpunk «más siglo XXI» que todo lo antes visto, el nuevo filme de Paramount Pictures resulta monótono, incluso decepcionante. La mayor Motoko Kusanagi, la protagonista, es un cyborg perteneciente a Sección 9, un grupo policial especial. Su cuerpo es en realidad una carcasa biotecnológica reparable (shell) en la cual ha sido implantada una mente (¿humana?) o, como la llaman para no zanjar categóricamente la distinción entre mente y alma, ghost. En el anime de 1995, su misión es encontrar a Puppet Master, un ciberterrorista que al final resulta ser una forma incorpórea de inteligencia artificial (asentada en un cuerpo femenino pero con voz masculina) cuyo objetivo es fusionarse con Kusanagi para convertirse en una nueva (¿superior?) forma de vida. En contraste, la versión de 2017 intentó acoplar varios de los villanos de la franquicia en un solo personaje sin que el resultado sea tan impactante como ver a la mayor Kusanagi enfrentándose a un ser que impulsa la pregunta por los límites del ser.
En este mundo, el cuerpo humano puede ser ‘aumentado’, ‘mejorado’ o completamente reemplazado por implementos cibernéticos, y la ciudad, como espacio de transformación humana y tecnológica, tiene un rol decisivo: el manga original de Masamune Shirow se desarrolla en un «extraño conglomerado-Estado corporativo llamado Japón». El nuevo filme ocurre en una megalópolis que no aporta la misma riqueza conceptual del anime.
La ciudad en el filme de 1995 puede entenderse justamente como una carcasa (shell) en la que sus habitantes fluyen como si se tratara de la electricidad que la anima. La ciudad aparece como un caos multicultural de viejas y nuevas tecnologías, como una serie de estructuras conectadas a través de puentes y dispositivos tecnológicos. En medio de la película surge una especie de interludio, pues se detiene la acción justo en uno de sus momentos más críticos. El discurrir del thriller llega a una pausa que nos permite observar esta metrópolis, inspirada en Hong Kong y sus conflictos poscoloniales de identidad, con un detenimiento que invita a la apertura. En términos del teórico del cómic Scott McCloud, entramos en una relación visual ‘de-aspecto-a-aspecto’ en lugar de al tipo de relación —privilegiada por el cómic estadounidenses— ‘de-acción-a-acción’. Este anime, en ese momento y de ese modo, nos sugiere ‘estar ahí’ en lugar de ‘llegar a algún lado’. Es decir, el filme plantea una serie de relaciones no lineales que tienen que ver con el hecho de habitar un espacio en permanente transformación que, a la vez, impone una transformación al habitante.
La experiencia del espacio y la identidad como construcciones humanas (condicionadas por construcciones previas), plantea que ninguna construcción es neutral. La ciudad ha sido construida por humanos y, a la vez, por gobiernos, industrias y corporaciones. La identidad y la idea de ser humano han sido condicionadas por una serie de variables lingüísticas, culturales, de género, de clase etc., que aunque no son enteramente propias, tampoco son extrínsecas a la persona. ¿Con qué metáfora visual resume esta condición el filme japonés? La capacidad que tiene Kusanagi de volverse invisible (que en la película de 2017 no es más que un efecto visual volcado a la acción) sirve en el anime para que podamos ver, a través de su cuerpo invisibilizado, a la ciudad que enmarca y atraviesa su ser: no hay un afuera total, y no hay un adentro que no esté imbricado con el afuera.
Si la ciudad es como un cuerpo, es posible entenderla también como una red de interacciones, que no necesariamente la completan sino que la desbordan. Del mismo modo, el anime plantea también al ser humano y posthumano como la interrelación continua y desbordante entre lo corporal, lo tecnológico y lo que la tradición cultural occidental ha desterrado al terreno de lo incorpóreo: alma, espíritu, soplo divino, etc. ¿Por qué calificar de desbordante aquella interacción?
La propuesta de la tan citada película de 1995 (cuyo concepto y estilo visual fueron determinantes para que luego se lanzaran series más mainstream, como Matrix), implica complicarse la vida e insistir en esas preguntas, ante cuya falta de respuesta, hemos construido religiones, filosofías y, por supuesto, campeonatos de fútbol. Es decir, discursos y rituales que idealizamos y que pueden otorgarnos algún sosiego, pero que, en el fondo, son tan solo metáforas humanas, demasiado humanas o, tal vez, metáforas humanoides y nunca demasiado humanoides. En efecto, el ser humano no puede sino darle forma y marco humano hasta a aquello no-humano. Un ejemplo es, precisamente, el lenguaje, pues en el momento en que hace posible usar constructos lingüísticos como la palabra ‘no-humano’, se esfuerza por capturar esa otredad irrepresentable en una red lógica, lineal, convencional. En fin, todas estas metáforas-fármacos permiten que nuestro cuerpo-mente se hinche de supuesta gloria, se recargue de impostado conocimiento o aspire al eterno «más allá». No obstante, más acá de estos sofisticados autoengaños que suelen adquirir el mencionado carácter cultural cuando se olvida —o cuando se quiere olvidar a voluntad— su ancla entrampada en la ficción, están las preguntas que ni siquiera Google ha sido capaz de responder:
¿Es posible definir la vida? ¿Podemos responder con certeza qué es la mente? ¿Una máquina que cuenta con la facultad de pensar y que adquiere un cuerpo, también está viviendo? ¿Si la memoria de alguien es trasladada a otro cuerpo, la identidad se conserva? ¿Si a un robot se le implanta una mente, es más que una simple máquina? ¿Si una mente es traducida a información digital, puede esta ser hackeada, manipulada y adulterada? ¿Un cerebro humano aislado de la cotidianeidad corporal es como una computadora? ¿Qué es lo que sucede si una máquina empieza a desear o soñar? ¿Cuál es la diferencia existencial entre lo construido por medio de información y lo producido, como el ser humano, por medio de químicos? ¿Actúa mejor un dibujo japonés o Scarlett Johansson?
Esta última pregunta, tras amagar las otras de manera estratégica, nos permite volver a la película. Ghost in the Shell, decíamos, puede comprenderse como una pregunta abierta acerca de la dualidad mente/cuerpo cuando la biotecnología y la informática se entraman con el devenir humano. Así, mientras el anime de los años noventa no se ubica ni en la posición optimista respecto a la tecnología, con su consigna del avance tecnológico como potenciación favorable de la naturaleza humana, ni tampoco en la posición apocalíptica, con su satanización del avance tecnológico como mecanización inhumana, dominio tecnológico y destrucción del espíritu humano; 20 años más tarde, Hollywood decide, olímpica y cartesianamente, volver al siglo XVII. Así, entre golpes y trucos de acción computarizada, se esfuerza por decir que es la mente/alma la que casi de forma exclusiva define lo humano. «Cogito, ergo sum» (pienso, luego existo) o, en otras palabras, «quédate con la premisa religiosa y haz que la protagonista se vuelva un superhéroe digno de DC Comics cuya madre es capaz de reconocer en otro cuerpo». Lo que importa aquí no es que un cyborg sea o no capaz de contar con alma o mente, sino que sea la idea de ser habitado por un alma, por el concepto de alma, la que consagre la dignidad humana de un cyborg que, por lo demás, piensa, siente, vive y sabe.
El filósofo Roberto Esposito piensa que es la reinvención permanente de su propia naturaleza la que define lo humano. Es decir, no existe la «naturaleza humana» puesto que no existe algo específicamente natural que defina lo humano, menos aun cuando la tecnología incide en esas transformaciones. El problema es ver la tecnología como algo exterior a lo humano y creer que la naturaleza humana es algo cerrado cuando incluso el lenguaje puede ser comprendido como una técnica, y la vida, como un mecanismo de supervivencia. O como le dice Puppet Master en el anime original a Kusanagi, antes de fusionarse con ella: «Todas las cosas cambian en un ambiente dinámico, tu esfuerzo por insistir en lo que eres es lo que te limita».
Sin embargo, la nueva película, 20 años después, se vuelve conservadora y hasta podría decirse que religiosa, se apega a la identidad asentada en la mente/alma y prefiere, si no olvidar, al menos ubicar en un segundo plano tanto al cuerpo como al poscuerpo tecnologizado. Para esta película, la sociedad de los cyborgs no es una distopía, sino una utopía en la cual la superpolicía no solo representa el bien sino que, además, se acerca a la infalibilidad. ¿Un recrudecimiento de las fuerzas represivas y la amenaza militarista en plena era Trump? La película de 1995, por el contrario, no representaba al planeta de los cyborgs como utopía, pero tampoco asumía una visión apocalíptica o distópica del futuro. En esa versión de Ghost in the Shell, el universo planteado está más cercano a la heterotopia postulada por Michel Foucault, es decir, a aquel tipo de realidades o lugares que asumen un carácter dinámico en el cual los significados y los sentidos son cambiantes y si no logran escapar a la norma, por lo menos la exceden. Además, este tipo de alusiones se hacen de una manera sutil: la música del anime, por ejemplo, quiere simular una especie de marcha nupcial referida al inevitable matrimonio entre el humano y la máquina.
Un problema de la nueva película es que no deja de tener una comprensión binaria y postula la relación cuerpo/mente justamente como una relación dualista, como una polaridad clara. No obstante, las consecuencias civilizatorias de las mutaciones tecnológicas afectan a lo humano (como compuesto dinámico incapaz de separar la mentalidad de la corporalidad). Lo que sucede es que intentamos entender el mundo desde unas categorías y una lógica que la informática en su revolución más profunda está socavando. La lógica binaria es algo que empezó hace tres mil años y que en la tradición de Occidente fue conformándose como logos griego, principio de no contradicción o también como principio de identidad: A no puede ser a la vez B sin dejar de ser A. Este marco de pensamiento sirve menos como una forma de acercarse a la realidad y a lo otro, y más como una forma de hacer que encajen en esas mismas categorías dicotómicas. De ahí la idea de lo desbordante. Nuestra formación cultural condicionada por el binarismo se queda corta a la hora de explicar la revolución informática que estamos viviendo y de la cual este tipo de filmes son consecuencia.
Es justamente de esta crisis de los paradigmas tradicionales de pensamiento de lo que se ocupan las escuelas deconstruccionistas con autores como Jacques Derrida o Gilles Deleuze, cuya idea de rizoma, por ejemplo, está muy ligada a la idea de red. Una de las operaciones que permite la informática contemporánea es romper con la idea de la diferencia nítida entre la realidad y lo aparente. Idea que, además, supone una valoración de lo real por encima de lo aparente y que, como todo tipo de oposiciones dicotómicas, se fundamenta en una posición jerárquica de uno de los términos de la relación sobre el otro: alma/cuerpo, bien/mal, mundo inteligible/mundo sensible, blanco/negro, masculino/femenino, etc. Hegel dice «la filosofía siempre llega tarde» y, en el caso de los problemas conceptuales que plantean las transformaciones tecnológicas e informáticas, esto se hace evidente también para otras disciplinas y discursos de matriz occidental. Las categorías tradicionales no alcanzan a explicar lo que está sucediendo. El asunto sería sacudirse de esas categorías que no nos acercan a la realidad sino que capturan la realidad en su red binaria de esquematismos, asunto sumamente difícil.
Sin embargo, destapemos un fármaco más. Quizá sea la categoría de otredad la que permite reubicar este problema. Los efectos de la informática, la biotecnología y la revolución digital, en general, se vuelven una especie de otro. Pero la cuestión del otro es que se nos presenta inaccesible: cuando lo queremos comprender terminamos fagocitándolo, lo forzamos a encuadrarse en nuestras categorías binarias y lo desotramos: si lo domesticamos, lo perdemos. El problema es radical, pues si, por el contrario, queremos conservarlo como lo otro, no podemos generar ningún tipo de vínculo o acercamiento.
La nueva película de Ghost in the Shell trata de comprender al cyborg, a ese otro que desborda la concepción dualista de lo humano, desde la domesticación que viene de la mano de las categorías occidentales tradicionales, desde el ejercicio de poder-saber de la mismidad occidental y sus normativas. En contraste, el anime de los años noventa permanece abierto ante esta otredad (Levinas decía no hay que ir hacia el otro, el otro viene e irrumpe, desacomoda y uno podría abrirse al desacomodamiento) y no trata de disolver su complejidad sino de visualizar sus enigmas. Esta versión hollywoodense es una muestra de la ansiedad cartesiana de querer encasillar toda esta subversión rizomática que genera la informática dentro de las variables que, sin embargo, el mundo actual rompe. Así, la informática se vuelve un chivo expiatorio: su irrupción ha generado una especie de revalorización melancólica del ser humano en carne y hueso como si fuera el sumun de la verdad y la autenticidad cuando no es únicamente la tecnología la que construye apariencia. Es una costumbre propia del ser humano el señalar algún tipo de enemigo novedoso en el cual pretende descargar todos los males y así aparentar algún género de purificación. Nuestra cultura precisa de la impostura y, no obstante, persiste una vocación casi religiosa por lo verdadero. La verdad, sin embargo, no existe ya que el lenguaje mismo es impropio, el lenguaje nos habla diría Derrida.
En fin, resulta casi sintomático que dos películas con el mismo título puedan presentarse tan opuestas, aunque sigan una línea argumental muy similar. Sobre todo si la tecnología desde 1995 ha seguido desarrollándose de tal forma que sugiere no solo las preguntas que se hacía Ghost in the Shell en el siglo XX, sino además otras distintas (como las que trata la serie Black Mirror, por ejemplo). Preguntas que, quizá por el temor o la incertidumbre que producen, hacen que el mismo filme que se abría a la paradoja y al enigma se vuelva hoy un remozado y superproducido fármaco.