Hace algunos cuantos años, estaba por escribir una reseña del libro Relato de un náufrago, publicado en 1970 por Gabriel García Márquez, para una revista que hacía poco había salido en el ámbito universitario. Se trata de una de sus obras más importantes, ya convertida en un clásico para la literatura latinoamericana, que después de haberla leído me habían nacido por esos días las ganas de hacerle una reseña, un comentario, algo que refleje mi admiración por su notable prosa. Pero las circunstancias hicieron que no pudiera realizar esta reseña, quedando como tantas otras cosas pendientes en el tintero.
Pero mi admiración no se detuvo allí, meramente en lo literario. Recorriendo su largo itinerario biográfico, me encontré con algunas aristas más que interesantes que servirían para potenciar la mirada que ya tenía sobre él, como su amistad con Fidel Castro en pleno auge de la Revolución cubana; su labor periodística en Prensa Latina, fundada por Fidel y Ernesto ‘Che’ Guevara en junio de 1959 y dirigida por el periodista argentino Jorge Ricardo Masetti; su relación con el escritor argentino Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre (1957) y considerado el precursor del género de no ficción, con quien integró la redacción inaugural de la agencia de noticias; y su inclinación hacia el socialismo desde una particular perspectiva. Estos rasgos ideológicos hicieron que me acercara aún más a García Márquez y descubriera que en muchas de sus líneas estaban impregnadas esas nobles ideas sobre el socialismo y la militancia que promulgaba más allá de las fronteras de su prosa periodística y literaria.
Mi memoria, sin embargo, no se queda en este breve recuerdo. Cuando transitaba la adolescencia en la escuela media, allá por la década de los noventa, conocí por primera vez la obra del escritor colombiano y los umbrales literarios que me llevaron a saber de él fueron Crónica de una muerte anunciada (1981) y el extraordinario Cien años de soledad (1967), obra que me mostró que existía un lugar maravilloso llamado Macondo como si fuera un libro de geografía fantástica:
Cuando se hizo experto en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete.
Cien años de soledad
A partir de allí conocí un universo mágico donde conviven pantanos y selvas y un río infinito plagado de historias. Conocí a José Arcadio Buendía —el fundador de Macondo— y a un sinfín de personajes que comenzaron a habitar en mi imaginación, a recrearla. Eso generaba Gabo, como pocos autores latinoamericanos y del mundo podían hacerlo.
Pero no me voy a detener en las anécdotas, solo señalar algunos puntos personales al azar que me acercaron a uno de los escritores más grandes que haya dado América Latina. El brillante oficio de escritor no hubiera sido nada sin el de periodista que combinaba con magisterio, como si fuera una sola cosa, como si él hablara de lo mismo. El periodismo tiene algo de ficción, algo de realismo mágico, siempre y cuando esté bien narrado y no falte a la verdad, y Gabo era un maestro en estos menesteres. Aunque su faceta puramente narrativa fue la que sobresalía en el vasto relieve de su cartografía literaria.
Uno no deleitaba solamente la imaginación cuando recorría las páginas de sus cuentos y novelas; uno deleitaba todos los sentidos de un modo muy singular. Se percibía el sabor de lo que escribía como un cocinero que prepara los platos más deliciosos. Lo que escribía García Márquez se sentía en el paladar, se podía saborear en cada historia, en cada descripción, en cada viaje que emprendían sus personajes tan vívidos al inventarlos con la fuerza de sus manos. Aquella creatividad se saboreaba y eso es —quizá— uno de los efectos más formidables que tiene el realismo mágico sobre sus lectores, es como un trance que despierta la imaginación dormida. La memoria tiene estas cosas. Guarda imágenes, sonidos y sabores. La obra de García Márquez tenía todo eso y más. Lo condensaba de una manera excepcional.
En suma, Gabo fue un cocinero de las palabras, uno de los mejores que ha concebido nuestra región; y que sin duda nos seguirá deleitando sin importar el paso del tiempo y acompañado siempre por el devenir de cada generación que se encuentre con sus libros y sus historias.
Lo que hizo Gabriel García Márquez fue algo más que el hecho mismo de escribir, de inventar y reinventar historias. Lo que hizo fue arte, porque solo los artistas tienen la virtud y el talento para crear algo que revolucione todos nuestros sentidos. Y eso fue Gabo: un artista de las letras por sobre todas las cosas.
Por ello tuvo sus recompensas. Muchas y bien merecidas, sin objeción alguna. Pero la más importante fue el Premio Nobel de Literatura que recibió en 1982, que no solo lo premió a él, sino a la literatura de toda una generación que cambió la manera de ver a nuestro continente en el mundo. Fue más que un boom. Fue el Big Bang que dio origen a un nuevo universo literario.
Gabo ya se había ganado la posteridad y los laureles de un escritor consagrado a escala internacional. No tuvo que romperse el alma buscando algo que ya tenía. Pero en su derrotero de vida siguió escribiendo, siguió pensando, siguió imaginando…
Y a pesar de su frágil estado de salud, él decía que estaba muy bien, mejor que nunca, listo para volver al ruedo. Siempre tuvo un buen sentido del humor que lo mantenía de pie frente a las adversidades. Tenía un espíritu y una voluntad que no se marchitaron con el correr de los años. Pero la tarde del 17 de abril de 2014 su cuerpo dijo basta. El río Bravo fue testigo de una despedida imposible. Era el eterno adiós a uno de los mayores escritores contemporáneos que parió Nuestra América. Su último aliento escribió una sonrisa sobre su rostro, tan prístina y solemne como su vasta obra que guardamos en la memoria.