Fernando Nieto, la salsa y Guayaquil

La poesía de Fernando Nieto Cadena (1947-2017) no se puede entender sin dos presencias que atraviesan buena parte de su obra lírica: la ciudad de Guayaquil y el género de la salsa como totalidades discursivas de la experiencia del sujeto urbano en la década de los setenta.

Así también es posible pensar en el derrotero que Nieto Cadena marcó en su inicial magisterio: Sicoseo, un taller de intelectuales y artistas que decidió apostar por el lenguaje callejero, popular y marginal del puerto, como una actitud de cuestionamiento a los decires acartonados de los escritores «oficiales», comprendiendo —como ellos lo hacían— que este peculiar registro de habla también era legítimo, más allá de los diccionarios y las encopetadas academias de la lengua.

Desde la expresión coloquial de sus poemas, Nieto Cadena se desplaza como un flaneur del trópico, registrando olores, sabores y, sobre todo, sonidos en una ciudad erotizada, al ritmo de la última palabra de la sonoridad afroantillana: la salsa, que en los años setenta ya coleccionaba acólitos fieles, como el mismo ‘gordo’ Nieto, consagrado como estaba a la lectura, la música y la poesía.

Observando a la distancia y en perspectiva, podemos afirmar que la obra de Nieto Cadena se divide en dos partes: antes de su autoexilio y después de él. Indudablemente, es 1978 el año en que se marca la ruptura, un quiebre existencial que le hace decir, años después, y casi en secreto: «Te voy a contar un cuento. / Hubo una ciudad que no conoces / que casi desconozco / su nombre es el mismo de antes pero ya no es la misma ciudad».

El tono nostálgico que se aprecia en estos versos de la segunda etapa, que van dirigidos a una ciudad innombrable pero jamás distante, enigma de soledad y tiempo, contrasta con la frenética declaración amatoria que el poeta despliega a lo largo de sus primeros textos: «A fin de cuentas esta es mi ciudad / es mi barrio engrupido que llevo entre recuerdos / sueños. / Esta ciudad es mía sin apellido sin tránsfuga / maduro, guineo y verde / Guayaquil nunca pierde / este es mi rincón mi pedacito de camote que no me desampara».

Guayaquil es mujer-madre, hembra en todo el sentido del deseo —consciente e inconsciente—, un lugar seguro adonde siempre se llega después del naufragio, tras la estación final del desvarío: «Ciudad ciudad / ya no te siento pegada y gris en mis costillas / no te encuentro un rincón para sentarme / perdí los planos donde estaba tu axila / olvidé tus reglas nocturnas / humedecí mi piel con otros arrebatos. / Ciudad ciudad / no se puede contigo / no hay manera de poseerte / volveré a intentar / apenas pueda».

Por eso, en el acto decisivo, «mejor dicho, en el momento de la verdad, ñaño» —como dirían los sicoseadores—, hay que darle duro, «… muy duro con ella y sin descanso / Que no alce la cabeza / que no se atreva siquiera a suplicar / que pierda la voz […] duro con ella duro muy duro hasta molerla / que reviente la puerca la maldita la increíble / que explote la tremenda la copulante la insidiosa / Duro con ella hasta encontrarla ausente y descreída / duro con ella con esta absurda torpe y loca poesía».

Absurda, torpe y loca, así es ella, así es Guayaquil, así es la poesía. Y el mejor canal para agitar las pasiones es la música sabrosa, con un solo de timbal como el de ‘Sonido bestial’, de Richie Ray y Bobby Cruz, o el coro de Adalberto Santiago, Yayo, el ‘Indio’ y Marcelino Guerra en ‘El paso de Encarnación’, con la Orquesta Harlow: «cambia el paso que se te rompe el vestido».

En ese deambular de tiempos y espacios siempre se llega al mismo lugar: el barrio, cualquiera que este sea, sin importar la ciudad. Así lo enuncia el poeta: «Me basta un pregón de timbales / Mi nostalgia se enreda a la sombra de mis primeros pasos / atrás de mí queda un barrio a oscuras / miro correr a la gente / darse golpes / saludar con esos modos que en la escuela llaman vulgares / admiro esa forma nada sutil de apodar a los amigos / atrás de mí tengo retazos de una infancia que se rasgó los ojos / que tuvo en los asombros su disfraz / una infancia que se quedó esperando otra canción en la rokola de la esquina».

La voz del barrio, el habla de la calle, el giro idiomático de la esquina están presentes en la obra de Fernando Nieto Cadena, pero no solo allí. La búsqueda de un lenguaje propio también lo siguieron sus compinches asiduos al Montreal. Ellos, los ‘sicoseadores’, crearon un «identi-kit» cuyo objetivo era:

Representar-testimoniar-clarificar esa vida ordinaria y común de lo mejor de nuestra sociedad. No nos referimos a la crema y nata de los celestinajes sociales; nos referimos a eso que un tanto peyorativamente los providencialistas llaman pueblo.

Así reza la presentación del primer (y único) número de la revista Sicoseo, que apareció en abril de 1977 y tuvo como «consejo de redacción» a Héctor Alvarado, Fernando Artieda, Fernando Balseca, Willington Paredes, León Ricaurte, Hugo Salazar Tamariz, Guillermo Tenén, Edwin Ulloa, Raúl Vallejo, Jorge Velasco, Gaitán Villavicencio, Solón Villavicencio y por supuesto, al alma y cabeza del grupo: Fernando Nieto Cadena, el poeta guayaquileño que recordaremos siempre.