Por segundo año consecutivo y de nuevo en el estratégico mes de diciembre, los estudios Disney se ocuparon de conjugar la nostalgia infantil con la famosa guerra del espacio que, fiel a la geopolítica y a su orquestación de guerras altamente rentables, parece nunca acabar (y a la vez siempre acabar al pie del árbol de Navidad en forma de alguna nave o figura de acción). Los elogios online de quienes disfrutaron de Rogue One: una historia de Star Wars insisten en que el más especial de todos sus efectos (aunque no el más avanzado tecnológicamente) fue el haber logrado transportarlos a la niñez o, más precisamente, haber despertado su emoción por la aventura fantástica; en este caso, teñida de una convicción militarista y de una moral kamikaze que el desfogue cómico de androides parlantes no disimula.
Lo que interesa, sin embargo, es que a pocos días del estreno de Rogue One (2016), filme que narra lo sucedido antes del instante exacto en que arranca la primera entrega de La guerra de las galaxias (estrenada en 1977), muere la actriz Carrie Fisher. Su imagen, tal como se la podía apreciar en los años setenta, fue recreada gracias a un avanzado uso de CGI (imágenes generadas por computadora) en la última escena de esta película en la cual «interpreta» a la princesa Leia. Esta fugaz aparición enlaza, como si se tratara de una invitación para volver a ver toda la franquicia fílmica de nuevo en un loop interminable, a esta cinta con el inicio de toda la saga de Star Wars. En otras palabras, 39 años de altibajos intergalácticos se condensan en el cuerpo digitalizado de una Carrie Fisher que solo alcanzó a coincidir en el mundo con su doble de carne y hueso por unos pocos días más.
Habría que detenerse en ese detalle: en el joven y bien peinado fantasma artificial de Leia/Fisher, y en cómo vincula la renovación técnica con la muerte biológica.
Con la defunción de la actriz, pero sobre todo con la «resurrección» digital en Rogue One de un actor fallecido en 1994 y que también aparece en el filme de 1977 (Peter Cushing, en la película: Grand Moff Tarkin, aliado de Darth Vader y comandante de la Estrella de la Muerte, o sea, el segundo más malo de la película) se abre nuevamente el debate en torno al uso de la imagen de actores muertos en productos audiovisuales sin su consentimiento o con el consentimiento de sus familiares.
Aunque Cushing no es el primer actor-zombi capaz de competir con actores vivos1; la discusión acerca de lo que se conoce en términos legales como «derechos de publicidad» o el uso del nombre, la imagen, la voz u otros aspectos inequívocos de la identidad de alguien (derechos codificados, por ejemplo, en California, estado que innumerables celebridades consideran su dulce hogar), supone repensar no solo el dilema moral de la regeneración digital sino además el cruce fílmico-político de nociones como las de representación post mortem, actuación virtual e incluso el efecto narrativo y cultural asociado a la resurrección. ¿Qué sería, por ejemplo, del happy ending bíblico y de la fe cristiana sin la resurrección de Jesucristo?
El caso es que pensar en un casting con oficinas en el más allá o en una enorme carpeta con las estrellas del séptimo arte ya muertas a disponibilidad de los estudios de Hollywood podría producir uno que otro cambio en la industria del cine: ¿por qué no reanimar a Heath Ledger para que haga de nuevo del Guasón, por ejemplo, lanzar una serie de Netflix protagonizada por Marilyn Monroe o crear un videojuego con deportistas resucitados?
Ya otra superestrella fue resucitada por la benevolencia —y los bolsillos— de los dioses digitales en el célebre festival de Coachella de 2012. Junto a Snoop Dog, Dr. Dre y otros hiphoperos, hizo su controversial reaparición en el escenario nada menos que Tupac Shakur a modo de holograma. Tupac, proyectado por haces de luz tridimensionales, rapeó y bailó frente a miles de espectadores 15 años después de haber sido asesinado a balazos en Las Vegas. Por un momento, las innumerables teorías sobre su muerte, como la que insistía en que la había fingido para poder ocultarse, parecían volverse realidad, pero realidad digital. Su madre, quien no pudo apreciar el evento «en vivo» pero sí por transmisión en directo, dijo sentirse muy emocionada al ver a su hijo actuar y ser aclamado como si no hubiera muerto. ¿Será posible alguna vez hacer una gira post mortem de Prince, David Bowie o Juan Gabriel?
El holograma de Tupac, como era de esperarse, encendió un debate que en la actualidad se retoma a un nivel mucho más masivo con Star Wars, es decir, con Disney, firma a la cual ahora pertenece la franquicia creada por George Lucas. Sin esperar a que descongelen y revivan al viejo Walt Disney, otro animador, Ari Folman, se animó a tratar el asunto en El Congreso (2013), un filme inspirado por la novela El congreso de futurología de Stanislaw Lem que mezcla animación con actores de carne y hueso2. En esta película, Robin Wright (la coprotagonista de House of Cards) actúa como una versión ficticia de sí misma. Una actriz veterana, a quien no le ofrecen roles muy importantes (¿no hace pensar esto en Carrie Fisher?), acepta ser escaneada y vender su imagen digitalizada para la realización de películas en las que no tendrá ni siquiera que actuar y en las cuales siempre permanecerá joven.
Después de 20 años, cuando su contrato está a punto de expirar, Robin viaja al Congreso de Futurología de Miramount (un guiño a los estudios Miramax y Paramount) para renovarlo. Convertida su recreación digital en la estrella de la serie fílmica Rebel Robot Robin, la exactriz se halla en un mundo animado donde los individuos consumen químicos para convertirse en avatares imaginarios y vivir en un estado alucinatorio en el cual pueden convertirse en quien deseen hacerlo: femme fatale, héroe de acción o lo que sea. Así, Robin descubre que el estudio ha desarrollado una nueva tecnología capaz de hacer que cualquiera pueda transformarse en Robin Wright, lo que la conduce a una crisis, pues no quiere ser convertida en un producto de consumo. A la inconformidad de la protagonista se suma el ataque de un grupo de rebeldes que se oponen a la nueva tecnología. La película continúa y presenta una serie de reveses, los personajes van del mundo real al simulado y viceversa muchas veces, con la intención de que nos sintamos como esos seres animados o actuados que ya no saben si están alucinando. Al final, es el espectador quien debe decidir si puede haber una distinción entre lo real y lo recreado o entre lo que es producto del delirio o puro efecto del deseo.
Una película como El Congreso no solo plantea una preocupación por los usos posibles —comerciales y tecnológicos— de la imagen póstuma de uno mismo, sino que además articula una reflexión alrededor del culto a la celebridad. La dictadura comunista de la novela de Lem es transformada por Folman en una especie de dictadura de la industria del entretenimiento. En este mismo sentido, Antiviral (2012), ópera prima de Brandon Cronenberg (hijo del aclamado David del mismo apellido), aunque muy lejos de la pericia de su padre, lleva la obsesión por las celebridades al extremo. En este filme, el deseo de la gente común por sentir una conexión con los famosos produce todo un mercado de compañías dedicadas a vender al público las enfermedades de las celebridades para que puedan inyectárselas en la comodidad del hogar.
Pensar en el tráfico de enfermedades de celebridades para consumo privado (y enfermizo homenaje) del fan podría traer a la mente escenarios distópicos o decadentes, sin embargo, asociar las nuevas tecnologías con lo tétrico, e incluso con lo espectral, es una percepción que se ha vuelto recurrente. Es más, un procedimiento que hoy nos parece de lo más común, como usar una grabadora de voz o enviar mensajes de voz, en sus inicios podía conllevar resonancias lúgubres. Cuando Edison inventó el fonógrafo, su motivación principal fue la de poder conservar las voces de los seres queridos después de muertos. La posibilidad de que la voz de alguien pueda ser escuchada por los aún no nacidos llevaba a pensar no solo en el grabador como el primer medio técnico capaz de separar la voz humana del cuerpo vivo sino que, además, provocaba temor y fascinación ante la opción de contactarse con los muertos. Por ejemplo, en Viajes y observaciones, el escritor argentino Eduardo Wilde, luego de asistir a una exposición de inventos de Edison en Estados Unidos (1888), escribe:
«Conozco un caballero que habla sus cartas delante de un aparato y se lleva impresiones fonográficas a su casa para hacerlas copiar. Tanto adelanto sorprende y entristece. En previsión de su muerte, si yo tuviera un hijo, recogería sus primeras palabras y sus frases mal dichas en el fonógrafo para oír su voz en cualquier momento. Muchos de los muertos enterrados en el cementerio de Brooklyn continuarían hablando por los aparatos de Edison».
En esta visión espiritista de Wilde frente al aparato novedoso podía también haber incidido la gran aceptación que tenía el espiritismo entre muchos escritores a fines del siglo XIX e inicios del XX. Leopoldo Lugones y James Joyce son solo un par de ejemplos de entre todos quienes encontraban interesante el poder hablar o al menos contactarse con los muertos y, en especial, con autores muertos.
Esto nos hace ver cómo, desde la cultura del presente, la reacción frente a la nueva tecnología es siempre extraña. ¿Habría que desconfiar del modo en que juzgamos las nuevas tecnologías a medida que aparecen? La cuestión tiene que ver con el hecho de que no podemos desembarazarnos de la coyuntura histórica para entenderlas. Como reflexiona Jonathan Sterne, estudioso de la audiotecnología, el «tiempo fonográfico» es el producto de esa misma cultura decimonónica que venía de inventar el sistema de enlatado y la taxidermia. Así como Wilde asociaba el grabador con las ciencias ocultas o el espiritismo, muchos otros han tenido una determinada visión en relación a las invenciones técnicas que no es la misma que más tarde logra convocar ese mismo aparato. Por otro lado, si se revisa lo que se ha dicho desde la aparición del Internet, por ejemplo, podrían hallarse elementos que estarían más próximos a un intento de comprender el presente que a la comprensión del futuro de esa tecnología. Además, así como ocurrió con el grabador, cuando se comercializan masivamente este tipo de tecnologías, suele cambiar su uso y su sentido.
Si lo analógico, en los términos empleados por el teórico musical Nick Katranis, puede entenderse como una especie de «fosilización», es decir, como la huella física de una onda sonora y, en cambio, lo digital como una especie de «lectura» o «dibujo puntillista» de esa onda; es posible sospechar por qué (extrapolando, a su vez, lo sonoro a lo audiovisual) la reanimación digital de Cushing y ahora la de Carrie Fisher convocan el temblor de lo fantasmagórico. En efecto, el escenario digital planteado por la opción de controlar un fantasma, a un nivel insospechado por la tecnología analógica, es ya una realidad más cercana de lo que parecería.
La serie británica de ciencia ficción Black Mirror, en el capítulo ‘Be Right Back’, lleva a su consecuencia aparentemente lógica la posibilidad de comprar una simulación informática como sustituto de alguien muerto. En la serie, la protagonista pierde a su esposo y no alcanza a decirle que está embarazada. Ante un shock tan intenso, decide contratar un servicio informático que, luego de alimentarse de todas las fotos, videos, e-mails y demás archivos digitales de su esposo fallecido, produce un chat-simulador que le da la ilusión de estar chateando con su marido. Esto no es suficiente así que decide ir más allá y pagar por una reconstrucción biorobótica de su esposo que resulta ser absolutamente idéntica al muerto, pero con todos los problemas de convivencia y emocionales que implica el que nunca llegue a ser totalmente como el verdadero… El final del capítulo es tan cruel como probable.
Aunque quizá aún no sea posible la parte del robot, hoy por hoy la página eterni.me ofrece nada menos que lo siguiente: «Eternime colecciona tus pensamientos, historias y memorias, las selecciona y crea un avatar inteligente que se ve como tú. Este avatar vivirá por siempre y permitirá que otras personas en el futuro puedan acceder a tus memorias […] Queremos preservar para la eternidad las memorias, ideas, creaciones e historias de miles de millones de personas. Piensa que es como una biblioteca que guarda personas en lugar de libros o como una historia interactiva de las generaciones actuales y futuras. Un invaluable tesoro para la humanidad». Efectivamente, al igual que ocurre en Black Mirror, Eternime pretende alimentarse de datos personales para crear una simulación «inteligente», un chatbot (chat + robot) que haría posible que «la gente en el fututo pueda interactuar con tus memorias, historias e ideas como si estuviera hablando contigo», aunque ya estés muerto.
Si pensamos en la fotografía e incluso en la escritura en términos de presencia-ausencia, podríamos decir que Eternime ha descubierto el agua tibia hipertecnológica al plantear la representación textual y audiovisual como sinónimos de eternidad. Y, sin embargo, no está mal desconfiar de las reacciones frente a las nuevas tecnologías pues, para bien o para mal, pueden aplicarse en contextos que desconocemos o que ni siquiera imaginamos.
En todo caso, no se puede asegurar si será menos aterrador que improbable imaginar el enésimo viaje en el tiempo de Arnold Schwarzenegger para repetir «I’ll be back» o la segunda venida de Hitler en manos de computadoras neonazis. Por lo menos el exgobernador de California se vio forzado, ya encanecido y envejecido, a caerse a golpes a sí mismo (o, bueno, a una versión digitalizada y remozada de sí mismo) hace un par de años en Terminator Genisys.
Notas
1. Marlon Brando fue «resucitado» digitalmente para aparecer en Superman Returns (2006) así como Laurence Olivier en Sky Captain and the World of Tomorrow (2004). Asimismo, para Fast & Furious 7 (2014) se usaron técnicas de computación con el fin de incorporar la imagen de Paul Walker a la película. Sin embargo, en Rogue One esta técnica alcanza un nivel inédito al extremo de que buena parte del público no llegó a sospechar que la princesa Leia o Tarkin habían sido generados por computadora.
2. Ya no basta decir «actores reales» pues los actores digitalmente resucitados lo son, ¿o no lo son del todo? En cualquier caso, la animación ya permitió prescindir de los actores mucho antes de que existan las computadoras capaces de generar imágenes.