No es la primera vez que un autor ya publicado por la editorial Alfaguara gana precisamente el importante premio de esa editorial. De hecho, un poco de lo mismo pasa con el Premio Herralde (los últimos seis años todos los ganadores son de la casa). Casi siempre quienes ganan estos premios son autores ya publicados por las casas editoriales que organizan dichos concursos. Sobre este tema, el de los premios, su legitimidad, su impacto, su posible fondo en cuanto a calidad, ya se han escrito numerosas notas que circulan en las páginas de algunos diarios y blogs internacionales. El lector puede dar con ellos fácilmente haciendo una búsqueda rápida por internet. Casi siempre se trata de sospechas y comentarios que vienen y van, generando cierto desconcierto en los lectores y sobre todo en los escritores que tienen fe en estos concursos y envían todos los años sus manuscritos. El Premio Planeta, siendo uno de los galardones mejor dotados (€ 601.000) es —tal vez por ello— el más cuestionado, y enfrentó incluso la renuncia de dos de sus ganadores (Miguel Delibes y Ernesto Sábato). De algún modo, la sospecha recae sobre la idea de que la editorial debe recuperar lo invertido en el monto del premio a través de sus ventas. Por lo que, poniéndolo de un modo más cincelado, apuesta al caballo ganador. Olvidamos con frecuencia que una editorial es un negocio y no una beneficencia ni una agencia que descubre talentos (lo de los talentos por descubrir suele correr por la cuenta de algunas editoriales independientes).
Entonces el lector no puede hacer otra cosa que arrojarse a la lectura de estos libros galardonados. A mí, el Herralde no me ha decepcionado. El Planeta sí, y mucho. Y el Alfaguara en pocas ocasiones. Tampoco he leído todas las obras galardonadas, por lo que esta evaluación que realizo es parcializada y un tanto arbitraria. Leí obras de buena calidad como Chiquita de Antonio Orlando Rodríguez; El vuelo de la reina de Tomás Eloy Martínez, y Abril rojo de Santiago Roncagliolo, frente a otras que me parecieron menos interesantes.
A Ray Loriga no lo había leído antes, por lo que mi lectura sucedió desprovista de posibles comparaciones con sus libros anteriores, pero sí con algunas obras ganadoras de este premio. El problema es que cuando uno acude a la lectura de un libro que ha ganado un premio con la publicidad que este maneja, espera que esa lectura le vuele la cabeza. Y eso no siempre sucede.
Rendición, de Loriga, se presenta como una distopía (sociedad ficticia opuesta a lo deseado: utopía) que encierra «una parábola de nuestras sociedades —como reza en la contraportada— expuestas a la mirada de todos». Se trata entonces de una novela de pozo filosófico que contiene toda la fuerza de su mensaje bajo el disfraz de un relato apocalíptico y futurista.
La historia de Rendición se desarrolla en una guerra en el futuro de la que poco sabemos, con unos personajes que apenas se nos van revelando. Esta, por supuesto, es una decisión del autor: irnos llevando poco a poco por el intersticio de una guerra que lo devasta todo (como cualquier guerra) y que hace de todos los seres humanos entes anónimos, ya que la guerra no discrimina al momento de elegir a sus víctimas.
El narrador, un jornalero del campo, cazador y cuasibruto, que ascendió a capataz, se planta a relatar cómo pasó de ser criado a marido de la mujer con la que vive y con la que procreó dos hijos que ahora están en la guerra. Aparece también la figura de un niño que se internó por el patio de la vivienda, a quien ellos le prodigan rápidamente cuidados, albergándolo en su casa.
La guerra, por supuesto, ha desbaratado la normalidad de lo que alguna vez estuvo instaurado. Por eso los roles ya poco importan. En una guerra, los roles desaparecen con facilidad. Y pasan hombres, mujeres y niños a convertirse rápidamente en hijos, hermanos, padres y abuelos, por contagio, ante el desastre que está arrasando con la vida alrededor de ellos. La fragilidad hace que los hombres olviden sus membretes, sus bienes, sus oficios, incluso sus vidas anteriores.
De la mujer del narrador, de quien no sabemos su nombre, y que era su expatrona, leemos que alguna vez tuvo un marido (quien pudo no gustar de las mujeres) que falleció. Lo que nos lleva a entender que está junto al narrador —un hombre de fuerza al que ella misma educó contra su naturaleza— por supervivencia, ya que ante un mundo en guerra (donde el lector nunca sabrá mucho el porqué de la guerra, ni quiénes son los vencedores y quiénes los vencidos), donde la Tierra terminará convertida en un desierto apocalíptico, la única consigna es resistir.
Rendición, un poco a lo Mad Max, de George Miller, genera cierto enigma alrededor de lo que ha pasado con el mundo. Solo que en lugar de estar signada la realidad por la escasez de combustible, es por la escasez del agua. Casi en todas las tramas sobre una sociedad distópica se explota este recurso (basta recordar la película The Book of Eli, donde el líder de un pueblo que está en control del agua quiere además hallar una biblia para expandir su poder).
El narrador, por otra parte, nos entrega por momentos reflexiones profundas, algo que problematiza al lector, ya que a lo largo de toda su lectura, el narrador pretende exhibirse como un hombre simple, de la tierra, sin cultura y sin deseo de ella. Por lo que debemos intuir que su sabiduría llega del contacto con cada nuevo movimiento que genera un contraste con su vida anterior (la guerra, su ascenso de jornalero a capataz y de capataz a señor de la casa, sus hijos y sus hijos enviados a la guerra, el incendio y el abandono del hogar en busca de la ciudad transparente). Incluso cuando la mujer escoge leer La isla del tesoro y una biblia, el narrador —que dice «soy menos de leer»— escoge un gran atlas de la fauna mundial, para ponerse a mirar animalitos. Sí, nos queda clarísimo: él es uno de los pocos hombres que brega por ser un homo sapiens a lo natural, de cara a los instintos, dándole así la espalda al homo tecnológico y refinado.
Se ha comentado que esta novela simpatiza con obras como El Proceso (Kafka), 1984 (Orwell) y El extranjero (Camus). Puede ser. Sin embargo es imposible eludir que el lector experimenta, hasta más de la mitad de la novela, estar dentro de una de esas películas-libros-libros-películas (desconozco su orden) de ciencia ficción que han hecho tantos millones de dólares en los últimos años. Me refiero a cintas de trama insustancial como: Divergente, Los juegos del hambre y Maze Runner, lo que paso a detallar en tres puntos:
1) Siempre hay un suceso violento que está ocurriendo (o que ha ocurrido ya) y donde el espectador aterriza. Guerra, el fin del mundo, persecuciones, etcétera.
2) La realidad (antirrealidad) está siempre en otra parte de donde comienza la historia (junto al espectador). Ese es su truco. Uno está viendo un lado de la realidad que no es cierto, pero desde donde se dirigirá la historia ahora sí hacia el sitio donde se producirá la revelación.
3) La nueva realidad (en el caso de la novela de Ray Loriga: la ciudad transparente) nos mostrará la revelación que siempre (en todas las películas sucede así) se trata de algún proceso tecnológico y complejo que unos cuantos urdieron como una estrategia de manipulación a la población.
En Rendición, los tres personajes desafortunados (hombre, mujer y niño convertidos en una nueva familia), después de vagar palpando la desesperanza en medio de la guerra (algo como en Vida y época de Michael K de Coetzee), llegan finalmente a la ciudad transparente donde todo el mundo vive al descubierto. Las paredes de las casas, las duchas, los sanitarios, las bibliotecas, la cantina, etc. son literalmente transparentes. Todos observan a todos realizando cualquier actividad (desde acostarse, defecar, hasta copular). Un recurso con el que el autor está insinuando algo, sobre lo que hablaré más adelante.
En la ciudad transparente se ha creado un proceso tecnológico avanzado que obtiene de las heces fecales los recursos necesarios para vivir. Me refiero a que, básicamente, la mierda humana se transforma en el agua con la que los ciudadanos de la ciudad transparente se bañan a diario (bañarse, aunque nadie tenga olor, es una obligación vigilada dentro de la ciudad transparente), y en el fertilizante empleado para producir el alimento. El agua, por supuesto, esconde algún tipo de estimulante que genera la felicidad en los ciudadanos (el estimulante o droga nunca se especifica). Tal como sucede en Un mundo feliz de Aldous Huxley, donde todos deben tomar a diario su droga (soma) para la felicidad, por lo que el ánimo de quien deja de hacerlo se altera por completo, en Rendición el narrador se las ingenia para dejar de bañarse y eliminar así esa falsa felicidad que ha estado experimentando desde su llegada. Será de este modo como empezará a mirar el lado siniestro de esta sociedad utópica que va desenmascarándose, luciendo su distopía. Lo que hará de su final el único momento estremecedor.
Resaltando las metáforas más llamativas de la novela, tenemos una ciudad donde sus habitantes son ridículamente felices y nadie tiene olor, donde arriban los refugiados de muchas partes y pasan a ser hipervigilados y a mirarse a través de las paredes transparentes. Una sociedad donde todos beben, se bañan y comen de su propia mierda. Lo que parece ser un argumento radical, por supuesto. Pero lo que también parece más un gesto travieso y bromista que un argumento. El lector intuye que el autor nos está diciendo que vivimos embarrados de nuestra propia materia fecal. Bueno, un poco la falsa tolerancia y su revés es eso, los comentarios de odio contra los comentarios de los intolerantes. Algo que sucede (la vida llena de materia fecal) mientras nos deleitamos mirándonos las veinticuatro horas, espiándonos a través de las redes sociales. Bien, esto es y no es así. Reparo aquí en que lo que podría parecer una ciudad transparente, denunciada por Ray Loriga, en la realidad no funciona así. Las redes sociales son exhibicionismo puro, es correcto, pero se trata de un exhibicionismo de máscaras. Lo que menos puede hallarse allí es transparencia. Se usan para el ego de los unos y los otros, y para construir personajes alternos con cualidades, destrezas e incluso apariencias físicas óptimas (imágenes retocadas con Photoshop y apps que existen con ese propósito). Nadie está mirando la crudeza de la realidad del prójimo o sus momentos naturales, si algo está mirándose las veinticuatro horas allí es lo que se desea mostrar, únicamente lo que el dueño de su cuenta controla, cuelga y quiere que se admire de él. Entonces hay paredes, límites, ocultamientos y cerrojos.
Rendición es una novela sin diálogos, que por momentos se torna no demasiado lenta, sino reiterativa en lo que sucede. Casi como si hubiera la necesidad de obligar al personaje (y al lector) a dar cinco vueltas sobre lo mismo, intentando hallar un resultado distinto que no se consigue, sensación que produce la idea de un alargamiento forzado. Quizás la novela pudo resolverse en cincuenta páginas, como un cuento. Sin embargo es una novela de 210 páginas que, de hecho, maneja una diagramación peculiar. Me refiero a algo que es, evidentemente, una de sus estrategias: se ha usado un tamaño de letra de 14 puntos, y se han ensanchado los márgenes de los cuatro lados. El resultado: un libro con una marginación exagerada que hace de cada bloque de texto un pilar más delgado de lo habitual, tal vez para llegar a las más de 200 páginas que se ha considerado que debe tener la novela. Para cualquier editor es fácil darse cuenta de que no hubo modo de que el mismo documento, en formato A4, a doble espacio y con tamaño de letra de 12 puntos, haya alcanzado las doscientas páginas que necesitaba para poder entrar al concurso, según solicitan las bases; a menos que, en el proceso de edición, el original haya sido recortado en unas cincuenta páginas.
Otra de sus estrategias, que encierra una hermosa contradicción, es el autor. Reseñas y entrevistas pululan refiriéndose a su rechazo a la tecnología, a su retorno a las letras, y sobre su aspecto de rebelde pasado de años. Esta estampa del rebelde, convertido ahora en una especie de ogro beatnik que rechaza la conectividad, el mundo digitalizado, la exposición a las redes sociales (reflejo de su personaje, por supuesto) ha ido cobrando fuerza, ofreciéndose al lector como un producto incluso más atractivo que el libro. Estrategia o no, ese rasgo, el de potenciar la personalidad del autor, apareció desde el día en que se anunció el fallo del Premio Alfaguara y uno de los jurados dijo haber visto llegar a Ray Loriga desarrapado y un poco ebrio. Si este fuera un episodio de la serie Black Mirror, seguramente sería el episodio titulado «15 millones de méritos», en el que el personaje principal, que rechaza con todas sus fuerzas un sistema basado en la publicidad, termina protagonizando su propio show acerca de su rechazo a la publicidad. Como sea, no puede negarse que la novela siendo un poco un refrito de algunas cosas*, ha ubicado también en el centro de su trama al propio autor, quien como el narrador de su novela, se siente como el último hombre al natural, atípico, como el enemigo de un futuro, que exige de todos obediencia mercantil, tecnología y felicidad.
Notas
* También el libro El círculo, de Dave Eggers, habla sobre la posibilidad de una «realidad transparente» a través de la conectividad, y fue considerada una «parábola sobre los peligros de la era digital, la anulación del individuo y una síntesis de ingenio swiftiano y pronosticación orwelliana». Y fue llevada al cine este año.