Entre la utopía y la distopía: la ciudad cantada

A lo largo de su historia, Guayaquil ha sido cantada y representada con un sinnúmero de visiones que se acercan a la definición de dos estructuras discursivas: el registro romántico y el realista, como señalé en ‘Trópico en clave de sol’, publicado en EL TELÉGRAFO en 2013.

En el primer registro, es notoria una visión empalagosa que retrata imágenes de una ciudad sublimada. Son canciones ‘emblemáticas’ que, al cabo de décadas, se han convertido en himnos de la guayaquileñidad: ‘Guayaquil de mis amores’, ‘Guayaquileño’, ‘Guayaquil, pórtico de oro’, entre otras piezas que por su contenido, que celebra los atributos de la urbe porteña, conectan de inmediato con la construcción social de una «identidad guayaquileña», llana y superficial, con lugares comunes al estilo de «Guayaquileño, madera de guerrero / muy franco, muy valiente / jamás siente temor» o «tú eres perla que surgiste / del más grande e ignoto mar / y que al son de su arrullar / en jardín de convertiste, / soberana en tus empeños, / nuestro Dios formó un pensil. / Con tus bellas, Guayaquil, / Guayaquil de mis ensueños». Otras, menos conocidas, pero también importantes como ‘Mi ciudad’ (con letra del empresario Pedro Maspons y Camarasa, y música del maestro Ángelo Negri), también definen el tono celebratorio: «Mi ciudad radiante y bella, / tiene un río sin igual, / tiene cerros de esmeralda / y planicie singular».

En este registro sobresale el tópico de la nostalgia, tan bien abordado por grandes compositores ecuatorianos y extranjeros. Entre estos últimos, quiero destacar el aporte de dos peruanos: la legendaria Chabuca Granda y el no menos importante Carlos Hayre, quien compuso una bellísima canción a Guayaquil a ritmo de valsecito criollo, inmortalizado con la entrañable voz de Tania Libertad. En ambos, la apelación nostálgica se efectúa desde la memoria cotidiana, por el recuerdo de días vividos en el corazón del trópico: «Quiero volver por mis pasos / en tu calle florecida / y subir la escalinata / que trepa el cerro en Las Peñas. / Quiero sentarme en la tarde / con Eloy a su ventana / entre la palabra amable, / la violeta y la nostalgia» (Chabuca Granda-Carlos Rubira Infante, ‘Guayaquil, puerto abrigado’) y «Veo los amigos que dejé y tanto quiero, / oigo melodías de pasillos que enternecen… / ¡Ay!, cómo quisiera regresar hoy día, / recorrer tus calles, mi querido Guayaquil, / los viejos portales, los bananos bajo el sol / y en las tibias noches de luna en el Malecón, / la ría del Guayas acunando nuestro amor» (Carlos Hayre, ‘Mi querido Guayaquil’).

Frente al imaginario de la «ciudad jardín» —metáfora que utiliza el crítico literario Humberto E. Robles—, es decir, la ciudad donde se modela la utopía, a partir de los referentes estéticos de la modernidad, como la otra cara de Jano se muestra el registro realista en su versión más radical: la ciudad de la distopía. En la mayoría de los casos, esta versión viene desde afuera. Se trata de la mirada externa, como ocurre en ‘La Bahía’, tema salsero de la cantante cubana Linda Leida: «Un día 11 de agosto en el Doral me encontraba / tomándome una cerveza que un amigo me invitaba / cuando más contenta estaba alguien vino y me llamó / un oficial del Modelo, del Modelo que a la cárcel me llevó / por unos billetes falsos que a mi amiga le encontró […] ¡A la Bahía, yo no vuelvo más!».

Guayaquil City’, de Mano Negra, describe una ciudad sofocante y caótica donde siempre hay sucesos callejeros que alteran la paz de los transeúntes, pese a que esto, a menudo, es minimizado: «¡Oye, pana!, ¿qué pasa por la calle? / ¡Nada, no pasa nada!».

Pero la distopía a veces no solo se fundamenta en desencuentros, sino en despistes totales que confunden tiempo y espacio, como sucede en ‘Guayaquil’, del salsero dominicano Santiago Cerón, con letra del boricua Tito Gómez. Allí, en medio de las improvisaciones que hace el sonero en el montuno, se afirma: «Yo quiero volver a Quito, / pasear por el Malecón» (¡!¿?).

Quizá el más curioso exponente de la síntesis entre los dos registros (romántico y realista) sea el trovador porteño Héctor Napolitano, al parecer dispuesto a conciliar su admiración por todo lo que desde la fenomenología significa Guayaquil: los cangrejos, el bolón de verde, Las Peñas, el Cerro Santa Ana, Barcelona S. C., con pasajes esperpénticos como el sujeto que golpea a una mujer por coqueta, en la calle (Hugo Idrovo-Héctor Napolitano, ‘Gringa loca’). Curiosamente, en el momento en que se cuenta la truculenta historia, se escuchan los primeros acordes de ‘Guayaquil de mis amores’, el himno popular de Guayaquil.

De esta forma, entre lo ‘divino’ y lo ‘profano’, su peculiar mezcla y síntesis sugiere la presencia de una cotidianidad, a la vez tierna y violenta, grotesca y sublime, en la que todo es posible (y representable) en esta suerte de barroco tropical.