Un singular interés en emergencia
Sin descartar que haya quienes rindan culto a la muerte entre sus más oscuros objetos del deseo, va saliendo a la luz el quehacer de una imponderable legión de interesados en el asunto y va ciertamente saliendo tal desde las más variopintas vertientes y perspectivas, no necesariamente macabras ni siniestras, pero sí suficientemente diversas como para no asignar al término tanatología una significación unívoca, sino para emplearlo en relación a un conjunto de innumerables expresiones, especialidades y hasta subespecialidades: la muerte como proceso biológico, los procesos de duelo, el estudio de los cementerios, el arte funerario, los géneros elegíacos, las costumbres y servicios exequiales, la muerte asistida, el suicidio, la muerte personificada, el humor en torno a la muerte, la muerte y la música, la administración de la muerte, la asistencia al moribundo, la presunta existencia de vida después de la muerte la muerte en la literatura, la muerte en la paraliteratura…
Las redes sociales, y el internet en general, han ayudado a congregar un tanto a la otrora dispersa legión de aficionados, interesados, curiosos, apasionados y estudiosos de la muerte y sus facetas, suscitando, faltaba más, la paralela conformación de grupos virtuales de nombres tan sugerentes como ‘Arte en los cementerios’, ‘Me gusta pasear en los cementerios’ o nuestra Red Ecuatoriana de Cultura Funeraria, que, desarrolló los pasados 26 y 27 de octubre en Quito un encuentro de discusión, disertaciones, recorridos y actividades complementarias. En un extremo de esta auténtica taifa, bandal o balumba no faltan los curiosos y noveleros, lo mismo que en el otro los académicos y especialistas con un interés más decantado; unos y otros congregados por una realidad que, a fin de cuentas, es inexcusable, tanto como para no tomarse muy a chiste la afirmación según la cual el índice de muerte equivale fatalmente a una muerte por persona.
Primeros acercamientos
Conforme fui avanzando en el estudio del pasado, la historiografía francesa me interesó de manera especial; ocasión anecdótica hubo en que al aludir a una polémica entre historiadores franceses y británicos, se nos refirió que los primeros acusaban a los segundos de hacer una historia de monarquías, suscitando la inmediata réplica según la cual los franceses, en cambio, hacían una historia de menstruaciones, imputación que no fue mal recibida por los galos sino incisivamente contestada: «En la historia, después de todo, han habido más menstruaciones que monarquías», tal como sucede con la muerte y otros temas densos, y al parecer extravagantes, o por lo menos curiosos, pero que —si hay rigor de por medio— pueden y deben ser asumidos como objeto de legítima indagación y escrutinio: nada en el fondo tienen de extraños, y, aunque su bibliografía no esté disponible en el quiosco más cercano, el estado de la cuestión deja en claro la existencia de una reflexión en crecimiento al grado de perfilar una especialidad que no deja de convocar adherentes.
Si quisiera referir un primer contacto personal con la literatura de este campo, recordaré cuán significativo, y determinante, fue el hallazgo, en una librería de Riobamba, del libro Muerte, cultos y cementerios, de la colombiana María Eugenia Villa, no por ser una obra maestra, pero sí por delinear un campo de estudio por demás cautivante y complejo; algo después vinieron lecturas como Morir en occidente, del célebre Philippe Aries, sin obviar El hombre ante la muerte, otro clásico de su autoría, y un repertorio de títulos que no excluye nombres de autores ecuatorianos como Fausto Aguilera y su Glosario técnico del sector funerario, Carmen Sevilla Larrea y su Vida y muerte en Quito, Jorge Moreno Egas y sus tomos dedicados a inventariar vecinos de Quito cuyos restos yacen en la catedral, y un etcétera no muy largo pero sí heterogéneo que, de momento, se cierra con la Historia de la muerte en Quito, de Javier Gomezjurado, cuya prestancia para hablar de la muerte no cabe poner en tela de duda.
Pero los libros, siendo altamente importantes, fueron solo una entrante al mundo de la tanatología, término que no veo adecuado restringir a los pobres alcances del diccionario: el vivir en la Guayaquil, calle de funerarias y cortejos de Riobamba, fue sembrando en mi periplo el apego por un ámbito que para muchas personas hasta se figura nefando y obsceno; en lo personal, me he hecho a la idea de que si una carrera universitaria me encontrara cursando, no tendría mejor ceremonia de graduación que mis propias exequias, o mi propia muerte sin más, prefigurada desde ya en una de mis primeras cédulas, lo mismo que en las innúmeras muertes de parientes, vecinos, desconocidos, mascotas… a las que me ha tocado, de cerca o de lejos, asistir. Las visitas a cementerios, qué más podría esperar, no fueron sino ocasión para descubrir nuevas y fascinantes expresiones del hecho tanatológico, así como el reverso y los meandros más íntimos de sus respectivas poblaciones o ciudades; no debió, pues, estar del todo errado quien aseveró que no se llega a conocer en realidad una ciudad si no se visita también su cementerio.
Recorriendo cementerios
Mi afición por los cementerios nació en el de Riobamba, cuya historia con el tiempo llegué a esbozar en un trabajo con el que he pretendido llenar algunas lagunas y alertar ante un poco de hablillas y creencias no sustentadas en documentos o aseveraciones plausibles. Llegué algo después a recorrer también cementerios extranjeros, monumentales muchos de ellos, sin que el interés que suscitan sus intimidantes mausoleos fuese menor que el de los más ruines y austeros sitios de sepultura, cuyos contenidos, a fin de cuentas, no se diferencian ni aun en los casos en que el inefable polvo que alberguen fuese polvo enamorado. Mochila al hombro llegué a Yaruquíes a captar los vestigios del llanto cantado, otrora frecuente entre los indígenas del lugar y sus proximidades; un paseo a Patate, un recorrido por Colta o una visita a Alangasí… de pronto resultaban ocasiones propicias para visitar sus cementerios, lo mismo que una estadía en Ibarra, Ambato, Cuenca, Loja, Guayaquil, Macas… y sin duda Quito, la ciudad generosa, a cuya vivencia de la muerte quisiera dedicar un trabajo que, siguiendo la senda abierta por aportes previos, me ayude a explicarme y a entender mejor las implicaciones de la muerte, así como a compartir con los lectores un colorido material que desde hace lustros ya vengo acopiando.
No he recorrido aún Pere-Lachaise ni Montparnasse pero sí Chacarita y Recoleta, Cristóbal Colón y San Diego, Almudena y Praga y algunos más, incluyendo los tenebrosos osarios de Lima y Sedlec o algunos ataviados cementerios de Los Ángeles y Hollywood; el peregrinaje por cementerios, qué duda cabe, es tarea que se empieza pero nunca se acaba; no ha faltado quien documente con imágenes y relatos las historias de estos y otros sitios de enterramiento, como no falta entre nuestras ilusiones la eventualidad de continuar de romeriante con la esperanza de que la vida y las fuerzas nos sean suficientemente pródigas como para dejar un personal testimonio de estas erranzas por los dominios del sueño eterno, y no es por ponerme cursi, pero si de evocar la muerte se tratara, es innegable que esta impregna nuestra cotidianidad al punto de no sernos ajenas las ocasiones como la de un ya viejo comercial de televisión que, al promover la compra de seguros funerarios, invitaba a portarse ‘vivo’ y a no dejar pasar ‘ni muerto’, la oportunidad de prever los propios funerales.
La muerte: sus lugares y sus objetos
Siendo la muerte tan común como el suspirar, no ha faltado quien monte museos en torno a ella y sus instrumentos: en Barcelona, lo mismo que en Viena, Madrid o Boston, se muestran al público colecciones de carrozas, sarcófagos, ornamentos y más objetos afines. En nuestro medio, que yo sepa, no existe emprendimiento comparable, pero no por tal se han dejado en la penumbra a viejas carrozas y carruajes como los expuestos, siquiera a guisa de muestra, en Latacunga, Cuenca o Ambato. Las funerarias y marmolerías, a su manera, no dejan de ser repositorios en cuyos rincones, de vez en cuando, se hallan rarezas, como un féretro lujoso y de gran tamaño en que desde Estados Unidos llegó un cadáver, siendo necesario su reemplazo para poder realizar la inhumación en una bóveda convencional, sin que los deudos quisieran llevarse a casa el aparatoso primer contenedor. Los cementerios, más allá de sus propios fondos, se muestran habitualmente rodeados de floristerías, salas de velación, talleres de elaboración de lápidas y hasta sitios de comidas en cuyas inestables clientelas pululan los dolientes.
El vínculo que cada tanatólogo, o interesado en serlo, tiende con la muerte y sus lugares tiene innumerables cauces de expresión: si al aficionado le basta con hacerse de calaveritas de tagua o resina, o con tomarse fotografías junto a sepulcros de celebridades, el adherente con mayor recorrido va decantando su vocación mediante tareas de documentación fotográfica, dialogando con colegas de las más recónditas latitudes, localizando esos raros pero no del todo inalcanzables libros en torno a la muerte, o, de una vez, sumergiendo su humanidad en los arcanos archivos en los que en múltiples ocasiones solo entre líneas de legajos y testamentos es posible merodear en torno a los entresijos de la muerte y sus connotaciones.
No falta en este espacio el acopio de figurillas evocativas y aun el acarreo de souvenirs traídos desde los mismos cementerios: bien puede ser una piedra depositada en las losas de las afueras de Jerusalén o un portavelas de vidrio de esos que, casi nuevos, se amontonan en los cementerios europeos. El repertorio de cachivaches, imponderable como el que más, supone objetos tan disímiles como estampas, folletos, toda una variedad de recuerdos repartidos en misas, y, para los más osados, los juguetes, muñecos, arbolitos de Navidad, banderas y otras ofrendas por demás comunes en cementerios norteamericanos, y todo esto sin necesidad de robar y profanar, pues basta acercarse a determinados rincones en que estos se acumulan para ser desechados dejando en claro que todo esto puede llegar a ser tan efímero y pasajero como la más frondosa cosecha de rosas.