Mateo Febres Guzmán| Escritor
Un perro bueno vio cómo su primera dueña descendió a la locura. Sus nuevos amos ven cómo es cada vez más feliz, aunque ellos se rompen.
El perro había visto enloquecer a una señora en los últimos días, y se notaba claramente en su semblante tenue y taciturno había visto demasiadas cosas, que había atravesado bastante dolor espiritual. Sin embargo, era un buen perro. Sus ojos, embarnizados de una tristeza profunda, delataban ciertamente la sonrisa que tenía cuando joven. Ese lugar desconocido en el que fue cachorro y fue feliz, mucho antes de haber presenciado muy de cerca el descenso a la locura.
Hace unos días, su ama fue trasladada a un psiquiátrico, donde pasaría, si no toda, buena parte de su vida, dejando al perro desprovisto de hogar y de soporte. Vino a parar a manos de Elena casi por casualidad. Noches después de que todo sucediera, recibió una llamada de una amiga suya, pidiéndole hacerse cargo del perro por un tiempo. Era la hija de su dueña.
Aceptamos, sin mucha dubitación, y fuimos a retirar al perro, que parecía abandonado hacia la hostilidad del mundo, a formar parte de los números del azar sobre la Tierra. Creo, incluso, que temblaba.
Claro que tenía nombre, pero para qué. Como he dicho, era un perro bueno. Elena y yo nos creímos en capacidad de devolverle la alegría e hicimos todo lo que pudimos.
Luego, el perro, tan divertido y juguetón, movía ya su cola de emoción cuando lo sacábamos a pasear. A veces se tumbaba panza arriba y se movía como un ángel sobre el piso, de un lado a otro, sin parar. Jugaba a taparse con las patas las orejas y los ojos, era un tremendo compañero. Pero con Elena los días estaban contados, y los dos lo sabíamos. Desde hace mucho tiempo no teníamos qué ofrecer el uno al otro más que lo peor, tanto tiempo de declive hacia el abismo sin caer realmente, pero descendiendo.
El perro definitivamente nos unió, durante esas pequeñas semanas antes de que sucediera lo peor.
Nos encantaba oírle tomar agua, de vez en cuando lo bañábamos, y cuando dormíamos él hacía lo mismo en el piso, al lado nuestro. A veces amanecía en nuestra cama y nos despertaba con lamidas incesantes a las seis de la mañana. Las cosas iban bien. El perro nos había terminado uniendo y, a veces, raras veces, el amor parecía emitir algún débil destello entre Elena y yo. Pero las cosas siempre lucen bien justo antes de su desmoronamiento.
Empezó como un indomable dolor de cabeza, resistente a las pastillas y al descanso, y luego se empezó a trasladar a mis oídos, para posteriormente, ocupar mi cuerpo entero y mi sentido de las cosas. Pero el declive fue doloroso. Me recorría la columna una pequeña vibración, me veía en la incapacidad de conectar palabras unas con otras, y las pesadillas empezaron a colarse suavemente cada noche, al punto que preferí dejar de dormir.
Destellos repentinos de color en mis ojos, como fuegos pirotécnicos en el medio de la tarde. Fui perdiendo la cabeza con Elena al lado, y con el perro, que cada día parecía menos triste. Una mañana no pude levantarme de la cama; había estado delirando en fiebre toda la noche, poseído absolutamente por la ansiedad y la cólera. Elena estuvo conmigo todo lo que pudo antes
de querer envenenarme con cianuro el café de las cinco. Eso fue muy triste, pero es imposible culparla. Para entonces yo llevaba diez días enteros en el declive total de mi existencia, en la debacle espiritual más sustancial y valedera. No fue entonces cuando pensé que me estaba volviendo loco, fue cuando empezaron las voces, precisamente, las alucinaciones.
Elena ni siquiera lo había visto, pero fueron días completamente miserables, tanto que nada, salvo la muerte, podía haberlos salvado. El perro movía la cola cada día, y me lamía la mano. Su lomo multicolor se veía tocado por el sol. Fue muy triste cuando Elena intentó matarme, pero como he dicho, ¿quién la culparía? Tan cerca, al fin y al cabo, hubiera estado yo de hacerlo por mi cuenta.
Algunos ratos observaba unas palmeras en el medio de la calle, en el medio del departamento, unas palmeras altísimas y verdes delante del cielo acelestado. Otras veces una horda entera de vacas corriendo en estampida lentamente en las calles de la ciudad.
Me empezó a costar mucho trabajo diferenciar el sueño. Después de haber tolerado la infernal caída de mi cuerpo y de mi alma a la locura, empecé a sentir algo de placer, como era casi inevitable. Cuando miraba a Elena ya no veía a la misma Elena, era la de hace muchos años, por quien había caído hacia el amor en primer lugar. De seguro ella no entendía esos cambios de comportamientos.
Creo que se le hizo raro que luego de haber intentado matarme y que yo la descubriera, la tratara con el afecto más inconmensurable, como si fueran las primeras noches. Empezó a despreciar al perro, nunca supe por qué. Se incomodaba seriamente cuando lo acariciaba o me lamía. Ya no vislumbraba en su mirada el dolor con que lo habíamos recibido.
Ahora las voces y las alucinaciones ya no eran vacas o palmeras sino un indecible derramamiento de recuerdos, uno tras otro, en una perversa inundación del pasado en el presente.
No recuerdo haber dormido siquiera un par de semanas. En el espejo ya no había nada. Literalmente. Me miraba en el espejo y en lugar de ver mis tripas desahuciadas y los huesos de mis costillas, en completa decadencia, con ojeras y una palidez feroz, miraba un recuadro negro. Enteramente de un negro profundo, que no se dejaba casi atravesar con la mirada.
Elena y el perro estuvieron finalmente ahí cuando me recostaban en una cama con ruedas y me introducían en una especie de ambulancia. Y yo que toda la vida añoré la velocidad, me decía yo, o una de las voces. Lo último que vi fue ese par de miradas que me parecían ahora intercambiables. Ahora me encuentro en la antesala del hospicio para locos. No sé qué me espera. En cuanto a ella, las cosas se complicaban. En mi descenso a la locura había visto demasiado.
«Claro que tenía nombre, pero para qué. Como he dicho, era un perro bueno. Elena y yo nos creíamos en capacidad de, devolverle la alegria».