El punkero de la salsa

Marginales de la música en Guayaquil

Capítulo 1

Frente a un parque de la ciudadela Simón Bolívar, al norte de Guayaquil, aún existe la vida de barrio. Hay jugadores de vóleibol, padres que transitan con sus hijos, señoras mayores que salen a caminar y jóvenes que van a la tienda de la esquina. Ahí, frente al parque, delante de un mural abstracto en las afueras de su casa, hay un hombre tatuado con muchos imperdibles gigantes colgados en su oreja derecha y con una camiseta sin mangas. Está sentado en la vereda, agarra su guitarra y comienza a entonar. De pronto, canta su última creación musical, ‘Carta’:

Ha muerto una niña, otra. La indiferencia de mis ciudadanos me espanta, me aterra / pero como no me tocó a mí, cambio de canal para ni siquiera pensar. / Los políticos de turno nos mantienen distraídos y separados. Divide y reinarás. / Mientras menos sepa de tu vida menos ganas tendré de pelear por tu causa, / por eso no nos dejan reunirnos…

Mientras canta, algunos transeúntes y vecinos lo miran con rostros tranquilos y risueños, como si fuera algo habitual. Un señor canoso le comenta a otro: «Es la plena lo que dice esa canción, lo que quieren los políticos es dividirnos». La mayor parte de la gente no se queda en toda la tocada. Pasan de largo. Al final, los que quedaron conversan con el músico y entre todos. Hay la sensación de que todos se conocen. Después de esta tocada, viene el trabajo. Pues en el mismo sitio, el cantor de los imperdibles se dedica a la venta de chuzos, arroz con moro y su salsa artesanal, llamada ‘El imperdible de Giovanni’.

Giovanni Burneo Lupino no es músico, es un punkero. No es chef, es un cocinero. No es artista, es —ante todo— un provocador. Habla con cierta presura, como si deseara recuperar el tiempo perdido. Ha estado varias veces en la cárcel por contravenciones menores. Se ha metido tanta droga que su cuerpo ya no da más. Ahora lo movilizan otras sustancias. Esas que quizás se mantienen desde niño, las del verdadero punk.

Tiene 32 años y sus tatuajes están pintados a lo largo de su delgado cuerpo: en el pecho, la barriga, los brazos, los hombros y el cuello. Son muchos. En su brazo derecho tiene una culebra de dos cabezas con estética precolombina, tatuada sin máquinas (como en la peni) por su amigo Fabrikante, músico y tatuador. Miles de millones de puntos logran una línea. Otro que impresiona es el ají que lleva en la parte izquierda de su cuello. Quizás de ahí provienen sus palabras ácidas y contestatarias.

Es un punkero que no usa el peinado cresta, pero sí trece imperdibles gigantes en su oreja derecha. Giovanni llevaba muchos en su ropa, producto de la moda punk, en sus tempranos veinte. Iba con esos imperdibles a Las Peñas (centro histórico de la ciudad) y se los mostraba a los peatones diciéndoles: «Dame un dólar y me atravieso una de estas huevadas en la oreja». Lo miraban con sorpresa, y le daban el dólar. «Querían verme lo que hacía. Quizás sea el morbo lo que los motivaba a pagarme, indudablemente yo estaba contento por recibir mi dólar, tomar mi trago y hacer cualquier diablura. Llegué a tener 17 agujeros. Ahora ya se me han cerrado algunos. Tenerlos aquí de manera perenne me recuerda lo que fui y lo que no quiero volver a ser. Los imperdibles me sirven para no perderme más. Nunca más».

Ha dirigido tres bandas. La primera se llamó NAPA (Nacidos al podrido animal); luego, Giovanni y la escoria, y finalmente —la que aún se mantiene—, Los Apuestos. Su composición musical ‘Nadie hace nada por nadie’ surge para denunciar las acciones de algunos presentadores de televisión que realizan ayuda social con propósitos vanidosos antes que humanitarios.

Nadie hace nada por nadie

y si dicen que lo hacen es mentira

porque si lo hicieran se quedaran callados

y no fueran alardeando de sus actos.

A menos que le muestres un billete

aunque sea un favor de a paquetes

porque antes que la amistad está el billete…

Hoy, Giovanni intenta ser crítico con lo que acontece y le acontece. Antes, al escribir sus canciones, se dejaba llevar por sus fetiches y apetencias delirantes: sexo, drogas, alcohol y la búsqueda de dolor en el cuerpo. «Por eso mis tatuajes, mis imperdibles y la tonta costumbre que tenía de romperme la botella en la cabeza». Ahora su camino es otro. Quiere movilizar pensamientos que generen acciones para que surja un cambio social. Piensa que señalar al punk como música protesta es una redundancia. «El punk es la necesidad de hacer estallar el descontento. Es destrucción reconstructiva. Es una forma de vida. Es una actitud que no se da a notar a partir del peinado cresta ni del aretito en forma de candado. Quiero reacción social y creo que es necesario ahora más que nunca».

Su historia musical empezó a los 8 años, cuando su madre le obsequió un cassette de los Beatles y se enganchó con ‘A hard day’s night’. Un año después murió su padre, y todo cambió. Cambió de colegio, cambió de ciudad, cambiaron los amigos, cambió su nivel socioeconómico. De estar en una de las escuelas más caras de Guayaquil, pasó a una escuela dentro de una azucarera en Marcelino Maridueña (Guayas). Desde niño sentía que no encajaba. «De pequeño con mi hermano no teníamos amigos. Él era un tipo obeso. Yo, un chico feo y dientón. Nadie quería jugar con nosotros. Estábamos repletos de apodos». Regresó a Guayaquil después de un año. Pasó por varios colegios. Apareció su banda favorita de la infancia, Desarme. Estos punkeros contestatarios y colombianos fueron su primer referente. Había un amigo que escuchaba punk y hacía skate. «Él me pasó un cassette de esta banda. Recuerdo que me dijo: “Escucha esto que es de verdad”, y así fue, porque Desarme es una de las bandas punkeras con más activismo social en el universo del punk en Latinoamérica. Recuerdo haber pensado así quiero que sea mi música. Giovanni guarda silencio como si se diera el tiempo para enunciar algo significativo. Sonríe y completa: «Y sí, en eso todavía estoy, pero ahora lo veo con más claridad».

Todos los cambios de un colegio a otro no ocurrieron solo por razones económicas. Los primeros tres años de secundaria los cursó en un instituto fiscal. «Durante ese tiempo, el trato era bien violento con mis compañeros. Casi todos los días me iba de puñete. El rechazo que sentía de esa gente y la muerte de mi padre hizo que quizás comience a consumir droga». Cuando la economía de su mamá mejoró, pudo cambiarlo a un colegio particular, de clase media alta, en una zona residencial al norte de la ciudad. Pero ahí, a él y a otro compañero les encontraron marihuana en los bolsillos. Al año siguiente, le negaron la matrícula. «Yo era muy relajoso, ya me habían condicionado si no cambiaba mi conducta. Al final, negarme la matrícula era una forma de expulsión. De ahí pasé a otro colegio trucho. Las instituciones educativas son un desastre. No sirven para enseñarte nada, sino para obedecer y seguir los patrones enfermos del sistema». Los últimos años los cursó en otro colegio particular cerca de su casa en La Garzota, al norte de Guayaquil. Y consumía con más frecuencia, pero había aprendido a tener más cuidado. Ahí nadie lo descubrió. Se sentía astuto y marginal. «No reniego de mi pasado, pero sé que hice tonterías. Sentía que no encajaba y mis consumos eran una vía de escape. Me convertí en un adicto profesional». No encajar le movilizó algunas interrogantes. Se preguntaba: ¿Por qué todo esto? ¿Por qué tanto cambio? ¿Por qué tanta violencia? ¿Por qué aceptar o rechazar a alguien por su apariencia? Las respuestas no las tenía con claridad. Sin embargo, empezó a crear una respuesta, consigo mismo, utilizando su cuerpo como un camino para la exploración en las drogas duras. Tenía 21 años y estaba convencido de que la base, el polvo, el crack y la heroína eran el camino del punk.

Su consumo fue excesivo y violento. Se encontraba escuálido en cuerpo y palabras. Llegó su decadencia. A inicios de 2007, solía merodear descalzo por La Alborada y pedía plata. «Robé algunos adornos de mi madre para consumir. Me sentía perdido. Llegué al extremo de quedarme en la calle inconsciente. Me subía a los techos. Merodeaba en la basura. Si no fuera por mi hermano, quizás no estuviera vivo. Él me ayudó cuando decidió internarme en dos ocasiones en una clínica de rehabilitación». De todos modos —dice— el problema no es el punk. «Muchos asocian este género como vía de drogadicción y no es así. “El problema es la música que escuchas”, me decía la gente». ¿Qué gente? «Cualquier hijo de puta que me veía en ese estado. Somos duros, sí, por eso el sistema utiliza sus artimañas y nos hace creer que el punk son las drogas duras. Eso no sirve para nada más que para entorpecernos. Somos las cloacas para las mentes cuadradas. El punk es visto como un impulso para destruir todo y en cierta manera es así, pero eso es incompleto».

Él ve al punk como una mezcla de varias palabras que pasa por la rabia, denuncia, realidad, carne y sudor. Le gusta su pinta con tatuajes e imperdibles y, prefiere al Giovanni de ahora, es consciente de que él no sería quien es si no fuera por su recorrido. «Si bien ahora no consumo drogas duras no significa que esté recuperado, sino que ahora hay objetivos y algo sé de cómo hacer para llevar mi lucha a otro lado. Entonces otra realidad es posible. Los caminos se construyen y si un decadente como yo salió de esta, significa que cualquier persona puede hacerlo. Yo soy otro Giovanni y hay algunas cosas que debo enmendar».

Una de esas cosas es la relación con sus hijos. Es padre de dos, y cuando habla de ellos, le cambia la voz. Aparece un halo de tristeza. Hace diez años no vive con ellos. «Ellos y su madre vieron algo de mí que me arrepiento». Sin embargo, sabe que en algún momento se van a dar las causas y condiciones para tener una charla profunda con sus hijos. El mayor tiene 13 años y se llama Vincenzo. Le puso ese nombre en honor al nieto de Vito Corleone, el protagonista de El padrino. El menor tiene 11 años y se llama Giovanni Anselmo. En algún momento no había comunicación con sus hijos porque ellos no querían verlo. «Y yo no hacía nada para cambiar esa situación, pero ahora todo es distinto. No converso tan a menudo con ellos, pero las pocas veces que nos vemos, estoy ahí, atento a sus necesidades». Las necesidades de Giovanni no solo son familiares y artísticas, sino también políticas.

Con su novia actual han creado un grupo político y ciudadano que se llama ‘Espacio abierto de ideas’. Tienen una página en Facebook y muchos participantes. Ahí se plantea que el arte y la cultura son la solución al caos. «Creo que vivimos en un caos porque la insensibilidad de los ciudadanos es tal que si te roban no salen a ayudarte, sino a esconderse. No importa si los políticos roban con tal que hagan obras. No hay que hacer ninguna actividad fuera de tu casa si antes no gestionas un permiso municipal. Una vida así es una vida de caos y la única manera de combatirla es salir a las calles a apropiarse de lo que es de uno y a brindar arte y buena cultura». Es un grupo que toma pequeñas iniciativas de diálogo con el objeto de generar acción social y apropiarse de los espacios públicos de una manera ética y ciudadana. «Es decir, en principio hay que repensar sobre nuestros parques, nuestros espacios públicos. Ese sitio donde uno camina es tan tuyo como mío. ¿Quién no quiere un evento artístico, educativo y afectivo donde se estrechen las relaciones sociales y el acto de compartir con el otro?». Ya han realizado varios eventos, desde discusiones en cafeterías, bares y teatros hasta eventos comunitarios de música, poesía, pintura y comida en sus barrios.

El último evento se realizó el 17 de junio en el barrio de Giovanni. Hubo música, comida, pintura, exposición de fotos, venta de libros, lectura de poesía, cuentos y pequeñas obras teatrales. «No era cumpleaños de nadie. No se celebraba ninguna fecha conmemorativa. Queríamos tomarnos nuestro espacio con respeto para que disfruten todos los vecinos y amigos del barrio, y los que no eran del barrio también. Todo sucedió con mucho respeto y aceptación. Hubo niños, señoras, amigos y padres de familia. Nuestro evento fue precisamente eso, la conformación de un ambiente familiar en un espacio público». Al evento asistió su amigo Fabrikante, músico y tatuador que no se puso a cantar ni a hacer tatuajes, sino que ejerció de cuentero y los niños quedaron muy enganchados con sus relatos. El evento duró todo el día y asistieron alrededor de 200 personas. La gestión cultural quizás sucede con tanta espontaneidad gracias a la relación que ha creado con sus vecinos, que son también sus comensales, los que le compran los chuzos, el arroz con moro y su salsa imperdible. Son los clientes gracias a los cuales mantiene su ajustada economía.

De pequeño se quedaba colgado viendo programas de cocina. Jugar con los alimentos que tenía al alcance e improvisar en sus preparaciones es algo que hacía con su abuela, y más adelante, fue jefe de cocina dentro de la clínica de rehabilitación, donde sus comensales eran los otros adictos. Estudió para ser chef, y aunque le faltan un par de módulos para concluir, prefiere quedarse así. No desea el título. Cocinar le da calma y sobriedad. «Esta salsa que he creado, ‘El imperdible de Giovanni’, es producto de todo este recorrido». Sus ingredientes frescos, como la albahaca y el perejil; sus ingredientes secos, como el tomillo, romero y canela; más el aceite, el vinagre de manzana, la sal marina y la miel la hacen una verdadera explosión de sabores; una buena salsa punkera.

Todos los días saca su parrilla y una mesa pequeña sobre la que coloca un mantel con bodegones. Está justo afuera de su casa, en la ciudadela Simón Bolívar, donde vive junto a su madre y hermano. Toda la pared externa de su casa es un gran mural abstracto, lleno de líneas, recuadros y colores pasteles. Al frente hay una cancha y unos jugadores de vóleibol atentos a su partido. Pone a asar los chuzos que son de chorizo con un trozo de cebolla perla y dos rodajas de verde. Los embadurna en varias ocasiones con esa salsa imperdible. El combo es arroz con moro. El moro es de lentejas. Encima de la lenteja cae el queso rallado. La música punk sale de una grabadora noventera que hace funcionar a través de cassettes. Los comensales del barrio son los vecinos, los jugadores, las personas que transitan, los amigos que caen. Uno tras otro. Todos parecen conocerse. Algunos le dicen: «¡Oe, flaco!, ¿aún te queda? Dame solo un chuzo». Otros. «Pilas ahí, dame dos completos». Cada vez que le piden un combo, Giovanni salta por una ventana cuadrada hacia adentro, donde hay una olla arrocera y el grafiti gigante de una calavera. Abajo, a manera de sentencia, está pintada una frase: «Menos selfies y más libros». Toda esa decoración es suya. Giovanni pinta y hace grafitis dentro y fuera de casa.

Sirve el moro, vuelve a saltar, pero esta vez hacia fuera, para completar el plato con el chuzo. Aquí no hay brochetas, la comida es criolla, su salsa es gourmet. Él conversa con todos, habla del barrio, de política, de la apropiación del espacio público, de música, de cine, de religión, de la venta de su salsa en lugares aniñados. Hay un señor, de alrededor de unos 60 años, que dice ser uno de los primeros surfista que estuvo en Montañita, hablando con un coetáneo, vecino de Giovanni. Él afirma que hay que tomarse los parques, las calles y todo ese espacio y llenarlos de arte. El vecino responde que para eso hay que pedir los permisos respectivos, Giovanni discierne y dice que eso es lo que las autoridades nos han hecho creer. Esto es nuestro, no de ellos, aclara. Ni si quiera ellos son los responsables de este espacio sino nosotros. La cálida discusión continúa con respeto. El ambiente es colorido. Ya son cuarto para las nueve de la noche. Todo empezó a las 18:00. Todo sabe a casa. Todo se ha vendido.

Continuará…

En la próxima edición: Fabrikante, capítulo 2