A lo largo de la historia, los encuentros —o desencuentros— entre las grandes figuras de las artes han suscitado mucho interés, tanto si ocurrieron como si no. Es muchísimo lo que se ha hablado sobre William Shakespeare y Miguel de Cervantes, los dos mayores genios de la literatura en inglés y en español. Vivieron al mismo tiempo y, por un afortunado desfase de calendarios, murieron el mismo día. En épocas más recientes, Witold Gombrowicz decía a una generación de escritores jóvenes que había que matar —en el sentido literario, no literal— a Borges, quien a su vez se refería despectivamente al maestro del tango Piazzolla, al que llamaba Astor ‘Pianola’. Y si de los maestros de la música clásica se trata, Europa Central y los siglos XVIII y XIX eran el lugar y el tiempo precisos para que coincidieran, aunque sea de las formas más curiosas e improbables.
George Frideric Handel y Johann Sebastian Bach fueron dos figuras imponentes del barroco, y tenían algunos puntos en común. Ambos nacieron en Alemania, en 1685, y con solo un mes de diferencia. El legado de Handel es un oratorio operístico, cuyos trabajos más conocidos son sus óperas Giulio Cesare, Rodelinda y Alcina. La ‘Misa en si menor’ de Johann Sebastian Bach es una grandiosa obra operística de profundidad, amplitud y textura. Pero hubo otro factor que unió a estos dos maestros barrocos: la pérdida visual que sufrieron hacia el final de sus vidas —probablemente cataratas—, y existe la posibilidad de que ambos hayan sido sometidos a una cirugía ocular realizada por John Taylor, un cirujano que se hacía llamar caballero.
De hecho, el caballero John Taylor escribió una autobiografía en la que se refiere a los problemas de visión de Handel y Bach. En ese texto cuenta que había visto en Leipzig a «un célebre maestro musical que ya había llegado a sus 88 años». Según Taylor, le había devuelto la visión a este anciano que, además, había sido «el primer maestro del famoso Handel». Al hacer esta referencia, Taylor acotó: «Con quien una vez pensé haber tenido el mismo éxito, pues tenía todas las circunstancias a su favor: los movimientos de la pupila, la luz, etc., pero al cortar la cortina, encontramos el fondo defectuoso por un trastorno paralítico».
El «célebre maestro musical» al que se refería era Johann Sebastian Bach. Pero lo más probable es que Bach no tuviera esos 88 años, sino 65, que era su edad cuando conoció a Taylor. Y otro error en el texto es que Handel nunca fue educado por Bach. Tal vez estos dos nunca se conocieron, a pesar de que Bach lo intentó varias veces porque era muy aficionado a la música de Handel (de la que, por cierto, tomó algunas melodías). Taylor, en efecto, trató a Bach, pero no está muy claro si llegó a operar a Handel, aunque una parte de su historia sobre el tratamiento a Bach sugiere que tal vez sí.
El caballero cristalino
John Taylor (1703-1772) era hijo de un cirujano del mismo nombre. Estudió en el Hospital St. Thomas con el profesor William Cheselden, un anatomista que influyó para que se considerara a la cirugía como una profesión científica. Taylor decidió especializarse en el tratamiento de enfermedades de los ojos, y poco después se presentaba como un ophthalmiater royal (un neologismo que el propio Taylor acuñó, para decir ‘médico de los ojos’). También decía que era el oculista del rey Jorge II y del Papa. Su lema era: «In optics, expertissimus!» (en óptica, expertísimo).
Taylor era un cirujano itinerante, pero también era —a pesar de haber recibido una formación médica— un charlatán, y solía inventar palabras para sorprender a cualquiera que quisiera oírlo. Él acuñó la expresión Qui visum visam dat, que quiere decir: «El que da la vista, da la vida». Más tarde, mezcló este lema en inglés y en latín, lo que dio como resultado una frase gramaticalmente incorrecta: qui dat videre que vivere. Buena parte de su oficio consistía en confundir a la gente. Taylor pintó este lema en la lona de su vehículo, un carruaje tirado por caballos que estaba adornado por muchos ojos pintados en distintos tamaños. Ahí atravesaba los caminos para llegar a cada nuevo pueblo, mostraba sus elixires dudosos y fingía curar a la gente que acudía a él con la esperanza de librarse de sus problemas de visión.
Iba de ciudad en ciudad, tratando a los ciegos, y si llegaba a diagnosticar que tenían cataratas (una nubosidad del cristalino que va apareciendo con la edad), cortaba, les daba purgantes y a veces les practicaba flebotomías. Las instrucciones para la recuperación eran sencillas: los pacientes debían ponerse un parche en el ojo que no se retirarían hasta una semana después. Y llegaba el momento de irse. Al cabo de una semana, el paciente descubriría las consecuencias de la cirugía, lo que solía incluir sangrados e infecciones. Según una investigación de la Universidad de Amsterdam, el caballero Taylor confesó alguna vez que cuando comenzó a practicar en Suiza, cegó a cientos de pacientes.
Las cirugías de catarata que se practican actualmente son —en la relación riesgo y beneficio— muy exitosas. Se realizan incisiones ligreras (cortes menores a un octavo de pulgada) y se coloca un implante de lente sintético en el ojo para restaurar la vista. De hecho, las cataratas son hoy la causa de ceguera más tratable con cirugía, pero en el siglo XVIII, las cosas no eran iguales. El caballero Taylor no tenía a la mano la tecnología de ahora. En aquel entonces, los oculistas esperaban a que las cataratas maduraran para —sin anestesia— empujarlas de modo que esta quedara fuera de las pupilas, y lo hacían con un gancho afilado. Así, lograban que la luz entrara nuevamente en el ojo. Sin embargo, lo que llegaba a la retina era una luz desenfocada, y el paciente aún necesitaba gafas de botella para tener, en alguna medida, una visión clara. Y al parecer, Taylor era un maestro en este tipo de procedimiento en el cristalino, ya fuera que sus pacientes tuvieran cataratas o no.
Nacido en Leipzig en 1685, Bach era un renombrado compositor de música para órgano, cantatas y conciertos. Llegó a escribir más de 1.100 obras. Su única debilidad estaba en sus ojos. Alguna vez dijo que su visión, que era mala por naturaleza, se había debilitado por tantos estudios. Sin embargo, si es que era miope —lo que era probable—, su condición no era grave, y durante muchos años fue capaz de sentarse en el órgano y solfear por horas sin necesidad de ponerse lentes. Debido a su pobre visión (tal vez por las cataratas), le presentaron al caballero John Taylor, quien lo operó dos veces en 1750. Su visión mejoró en algo tras la primera intervención, pero sufrió después de la segunda, y quedó completamente ciego. Luego contrajo una enfermedad que en los registros de la época se describe como hitziges fieber (que podría traducirse como ‘fiebre ardiente’) y murió al cabo de unos meses, el 28 de julio de 1750.
Aunque se ha dicho que Bach desarrolló una infección en el ojo luego de la cirugía, o un aumento en la presión intraocular, no está claro que la operación fuera la causa de su muerte. Una infección fatal se habría presentado en una semana, pero Bach vivió cuatro meses más.
Handel, por su parte vivió nueve años más que Bach. Entre 1705 y 1709, había hecho una gira por Italia, donde aprendió mucho del estilo operístico italiano, y donde el príncipe Ruspoli lo llamó «il caro sassone» (el querido sajón). Después volvió a Alemania, donde formó parte de la corte de George, el elector de Hanover (una autoridad que, en los tiempos del Sacro Imperio Romano Germánico, estaba solo por debajo del emperador). En 1710, Handel se estableció en Londres, donde pocos años después llegaría George, esta vez para ejercer como el rey George I de Gran Bretaña.
En 1751, a los 66 años y luego de cuatro décadas de éxito en la ópera, Handel empezó a notar ciertas molestias en su visión. Algunos especialistas le dijeron que tenía cataratas, aunque estaban hablando de los implantes que le había puesto el caballero Taylor. Sin embargo, aquí entramos en los terrenos de la especulación. Esta versión solo tiene una fuente: las memorias de Taylor, y no existen otros documentos que demuestren que Handel haya sido atendido alguna vez por el caballero, o de cual fuera el mal que le afectaba la vista.
Según Taylor, había operado varias veces a Handel. Si eso fuera cierto, entonces el cuadro era el mismo que el de Bach, y por fortuna para Handel, él sí llegó a sobrevivir varios años a la operación.
Hay cartas de Handel que revelan que su pérdida de visión no era en un solo ojo, sino en los dos. Y, lo más importante, ambas fueron abruptas. Como las cataratas no causan una pérdida repentina de la vista, lo más probable es que Handel haya sufrido, no una, sino varias veces lo que se conoce como neuropatía óptica isquémica, un mal que puede producir un infarto del nervio óptico (falta de riego sanguíneo en las neuronas que lo forman). Esto, por supuesto, causa una pérdida de función.
La parte interesante del fragmento de las memorias de Taylor que se refiere al supuesto examen de ojos de Handel nos da una pista: «… al extraer la cortina, encontramos un fondo defectuoso, a causa de un trastorno paralítico». Aquí, «cortina» es una metáfora para catarata. Si es que existió. Y si ese fuera el caso, lo que descubrió Taylor fue que el «fondo» del ojo, donde se encuentran la retina y el nervio óptico, estaba dañado por un «trastorno paralítico» que seguramente era el resultado de una pérdida repentina de riego sanguíneo, una isquemia, o infarto. En el siglo XVIII, el concepto de isquemia no estaba plenamente desarrollado, a pesar de que hacía más de cien años que se había empezado a estudiar. Por la edad de Handel, era más probable este cuadro que el de las cataratas. Además, la neuropatía óptica isquémica es más común en personas con raíces escandinavas o germanas. Handel, no lo olvidemos, era alemán.
En agosto de 1752, un diario londinense se refirió a la enfermedad: «Hemos sabido que George Frideric Handel, el célebre compositor, ha sufrido hace unos días un trastorno paralítico en la cabeza, que lo ha privado de su visión».
Luego de perder su visión, la salud de Handel fue decayendo en los últimos ocho años de su vida. Se volvió más religioso, introspectivo y silencioso. A pesar de que aún tocaba el órgano, su estilo cambió. En 1752, terminó ‘Jephtha’, su último oratorio. Su última ópera, ‘Deidamia’, se había estrenado hacía poco más de diez años, en 1741. Murió en 1759, a los 72 años, admirado como el ícono cultural que era. Como nunca se casó ni tuvo hijos, su herencia recayó en su sobrina Johanna y en algunos amigos, sirvientes y en la caridad.
Por su parte, el caballero Taylor irónicamente se fue quedando ciego y, al parecer, murió solo en 1772.