El hombre que vendió su alma al blues

El escenario estaba listo. Una vieja guitarra Gibson y el público esperaban a Robert Johnson, que minutos antes había desaparecido con la esposa del dueño del bar. Cuando el blusero volvió para cantar, encontró en su mesa, junto a la guitarra, una botella de whisky cortesía de la casa. Un amigo del músico la rompió alegando que nunca se debe beber de una botella abierta. Furioso, Robert le contestó: «Nunca vuelvas a quitarme una botella de mis manos». Bebió y empezó a tocar. No pudo terminar el concierto y cayó en el piso de madera, la penumbra dibujaba su silueta agonizante. Tres días después, murió. El trago estaba envenenado. Era 1938. Tenía 27 años y su muerte pagaba una deuda que había adquirido años atrás.

Siempre le gustó la música. De pequeño tocaba la armónica y el arpa, pero nadie creía en él. Su ejecución era desastrosa. No pudo terminar sus estudios y a pesar de su poco talento, él confiaba en que lo podía lograr, que viviría de su guitarra y cumpliría su sueño de ser un músico reconocido.

Robert Johnson nació el 8 de mayo de 1911, era el décimo hijo de una familia descendiente de esclavos. Su padre los abandonó y sus sueños de músico se detendrían para trabajar en el campo y mantener a sus hermanos. En 1930, a sus 18 años, se casó con Virginia Travis, de 16. Ella esperaba un hijo, pero murió con el bebé durante el parto. La familia Travis dijo que era un castigo divino por cantar canciones del demonio. La tristeza de este hecho marcaría profundamente a Robert. Decidido, tomó su guitarra y huyó de Hazlehurst, Mississippi, para realizar su sueño de vivir de la música.

En su intento de ser el mejor del blues, visitó a varios músicos, pero lo rechazaban. Decían que era mediocre. Aun así, iba a los centros nocturnos y rogaba para que lo dejen tocar. Algunos accedían. Pese al rechazo del público, que le gritaba que se fuera, Robert siguió su peregrinaje y vivía de las pocas propinas que conseguía en los bares.

A mediados de la década de los treinta, en ese camino de persistencia, le pidió ayuda a un guitarrista, quería un consejo de alguien que vivía de la música, del blues. Pero la respuesta que recibió fue más bien una fábula que se escuchaba bastante en el entorno bohemio. Según esta historia, Robert debía ir al cruce de las autopistas 49 y 61 en Clarksdale, Mississippi, donde debía esperar pacientemente al diablo. Emocionado, fue en busca de su sueño y esperó toda la noche para hacer el pacto que lo convertiría en el mejor músico de blues de la época.

Después de ese supuesto encuentro desapareció por un año. Nadie supo dónde había estado. Cuando volvió a los bares de donde una vez lo echaron, empezó a tocar su vieja guitarra. Su técnica era impecable y su sonido, único. Nadie recordaba lo malo que era. Había nacido una leyenda en ese cruce del camino. La noche del pacto, Robert esperó horas en la fría y solitaria calle. Cuando apareció el diablo, le pidió su guitarra, la tocó y desapareció entre las sombras. Luego regresó, le entregó la guitarra con la afinación de las tinieblas y le dijo que sería el mejor guitarrista del mundo.

Parecía que la fábula era verdad, cuando Johnson empezaba a tocar, sus ojos parecían poseídos. Parecía una melodía entonada a cuatro manos. El sonido era poderoso y tocaba siempre de espalda o en penumbra. Ocultaba sus manos al público y cuando terminaba el concierto, desaparecía, como si huyera de su deuda. Tenía algo mágico, era otra persona, llevaba ahora el poder en su guitarra, una Gibson vieja, casi destruida, que nunca quiso cambiar.

Su fama se propagó entre los músicos de blues y un productor le propuso grabar sus canciones. De 1936 a 1937 grabó 29 temas, que salieron en once LP, su única discografía registrada. Iba al estudio con su inseparable Gibson y se ubicaba de cara a la pared. Se rumoreaba que era para no mostrar sus ojos poseídos al cantar, otros, que era para el efecto de la acústica. Se vendieron 5.000 copias, y aunque le pagaron poco por su trabajo, Robert sentía que su sueño se estaba cumpliendo. Él solo quería hacer blues, conquistar mujeres y beber whisky. Y esa combinación lo llevó a ser uno de los primeros del ‘Club de los 27’. A esa corta edad esta leyenda del blues dejó este mundo. El día que fueron por él, era una noche de música, en un bar y con una mujer que no era la suya. No pudo huir más de su mayor acreedor. Había dejado empeñada su alma al blues y al diablo, y sabía que su final no podía tardar demasiado, tal como profetizaban las letras de sus canciones.

Early this morning / When you knocked upon my door / And I said hello Satan / I believe it’s time to go.

[Esta mañana / tocaste mi puerta / y dije «hola, Satán» / Creo que es hora de irnos]

Robert sabía de los rumores que rodeaban su vida y poco a poco fue enfocando sus letras en narrar ese mito. Este joven blusero nunca se quedaba quieto; tomaba su guitarra y se subía al primer tren que aparecía. No estaba atado a nada, solo a su música.

Este artista pasó olvidado durante mucho tiempo hasta que las actuales leyendas del blues y del rock lo fueron descubriendo. Entre esos, Eric Clapton y Keith Richards fueron los primeros en notar el talento de Johnson. Richards insistía en que era imposible que el sonido de las grabaciones fueran hechos por una sola persona y quería saber quién era el otro guitarrista. Sin embargo, cada grabación se hacía en una sesión y solo con Johnson y su guitarra.

Muchas revistas especializadas colocan a Robert Johnson entre los mejores guitarristas de la historia del mundo junto a Jimi Hendrix, Jimmy Page, Chuck Berry y BB King. Con solo 29 temas grabados, se lo reconoce por ser capaz de despertar emociones y tener un sonido propio. Fue, de hecho, el primero en utilizar el slide, la técnica en la que un tubo de metal se desliza sobre las cuerdas para crear sonidos melancólicos.

Robert Johnson nos ha dejado un legado importante en la música, y aunque fue olvidado por mucho tiempo, hoy es una leyenda. Su alma blusera puede descansar en paz en alguna de sus tres tumbas donde posiblemente lo enterraron. Su talento tiene un matiz misterioso, un sonido crudo y una triste voz que se sacrificó por el blues.