Sin telones rojos ni butacas, veinte niños que están por entrar a la adolescencia salen a montar su primera obra de teatro en un salón de eventos en el centro comunitario Hogar de Cristo, en la vía que cruza el “canal de la muerte”, en Monte Sinaí, un sector de Guayaquil tan grande como el Guasmo, pero que no es reconocido en su totalidad como zona urbana.
Han cambiado un poco el texto de Historia de la muñeca abandonada, una propuesta dramática del español Alfonso Sastre. Las protagonistas son dos vendedoras de globos. La una quiere copar todo el terreno para no tener competencia y hace que una pequeña le pinche con una aguja los globos a su adversaria.
La niña, que a cambio de globos piensa que será divertido dañarle la mercadería a una vendedora, le contó su plan a sus dos amiguitas. Las tres dejan botadas sus muñecas de trapo para divertirse pinchando globos.
Amparito, una niña dulce con trenzas largas y vestido rosa, encuentra a las muñequitas en el borde de una verja con los brazos rotos y casi sin alma. Piensa rescatarlas y le cuenta su plan a la vendedora desplazada. Ella le aconseja llevarlas donde Remendón, para que las intervenga con sus hermanitos y así las muñecas puedan volver a tener vida.
Después de una operación exitosa, las muñequitas vuelven a tener alma, y Amparito se las entrega a sus otras dos amiguitas. En el camino, las niñas que botaron a las muñecas ven a sus juguetes con nuevas dueñas y quieren pelearlas, a pesar de que las habían abandonado.
Ni Amparito ni sus amigas quieren dañar a las muñecas y asumen su derrota para no hacerles daño. Como en un mundo paralelo, en el que se puede determinar la justicia por los sentimientos, la historia falla a su favor.
“Las cosas pertenecen a quienes las mejoran: el niño, al corazón que lo ama, para que crezca bien; el coche, al buen conductor que procura que no haya ningún accidente; el valle pertenece a quien lo trabaja para que nazcan de la tierra los mejores frutos”, dice el inicio de la obra original, citando a Bertolt Brecht.
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A comienzos del año pasado, la Corporación Hogar de Cristo y la Universidad de las Artes (UArtes) a través del Departamento de Vínculo en la Comunidad, tuvieron un primer acercamiento para empezar a hacer teatro en Monte Sinaí. Hogar de Cristo quería montar una comedia musical, pero para Marcelo Leyton, quien dirige esta actividad desde la UA, propuso un diálogo permanente en un proyecto por etapas, con el fin de crear primero un grupo y una obra de teatro.
En marzo abrieron un taller intensivo con 40 jóvenes, niños y niñas de la comunidad. María Miranda, Tatiana Magallán, David Oviedo y Allison Chóez se enteraron por la mamá de una amiga de la mamá, por un cartel o por un amigo del barrio que se abriría un taller de teatro cerca y ellos, tímidos, extrovertidos o no, decidieron inscribirse porque siempre quisieron actuar, aunque no hayan tenido claro qué era el teatro.
“Realmente había mucha motivación para continuar. El teatro comenzaba a tener otro sentido. Por eso en junio abrimos un segundo taller para consolidar la grupalidad, pero en vista del comienzo de clases, el trabajo de algunos de ellos o el asumir responsabilidades familiares no permitieron que la mayoría continúe. Quedaron algunos, otros se fueron y otros nuevos ingresaron”, cuenta Leyton sobre el proceso de este grupo que de 40 quedó en 20, los que ahora llevan la bandera del Gran Teatro de Monte Sinaí.
Allison, que en esta obra hace de la niña rica que pincha globos e incita a sus amigas a hacerlo con ella, luego de dejar botada a su muñeca, quiere cumplir dos de sus sueños: ser actriz y bióloga marina. Sabe bien que el hombre sabe más cosas del planeta exterior que de las especies que habitan la profundidad del mar. Aunque piensa que ser actriz posiblemente cope todo su tiempo, está segura de que quiere ir más allá de lo que sabe de la vida en el océano y encontrar nuevas especies a las cuales nombrar.
María, que hace de Amparito y rescata a las muñecas, es tímida, le cuesta hacer amigos fácilmente. Pararse frente a otros niños y grandes para hacer este papel, a pesar de que se sentía cómoda como siendo una niña tierna y buena, la enfrentó a perder el miedo. Pensaba que el teatro era aprenderse un guion y lanzarse a hacerlo frente a un público. Con este taller descubrió que hay ejercicios para perder el miedo. Ahora, como sus compañeros, piensa en el teatro como una forma de encuentro, como la unión de gente que está en la misma búsqueda.
De grande quiere ser psicóloga, pero piensa que este grupo en el que ahora hacen teatro puede seguir creciendo. “Creo que hay que continuar presentándonos para seguir perdiendo el miedo. A veces lo que más se teme es la reacción del público. Pensamos: ¿qué dirán de mí, les habrá gustado? Uno, como no sabe, se deja llevar por el qué dirán, pero creo que sí se puede perder el miedo. Con el teatro te liberas, improvisas, puedes liberarte de algo que te da miedo y en el escenario te puede salir”.
Tatiana, que hace de la vendedora que incita a la niña rica a pinchar los globos de su competencia para quedarse sola en la venta, no tiene problemas con hacer amigos fácilmente. Los ejercicios corporales que ha practicado en este taller le han servido para otras cosas, por ejemplo, para representar a alguien malo. “¿Mamá, yo soy mala? ¿Por qué tengo este papel?”, le preguntó a su madre cuando tuvo que asumir su rol de vendedora en esta obra. En los ensayos entendió que a veces hay que salir de la zona de confort para actuar. “El teatro -dice- tiene que sacarte de ti mismo”. Si no pudiera dedicarse a la actuación sería psicóloga porque le gusta ayudar a los demás a resolver sus problemas, o tal vez estudiaría administración porque es buena organizando a los demás.
David Oviedo empezó a cantar en un concurso de la escuela. Cuando se enteró de que iba a haber un taller de teatro en Hogar de Cristo, un poco cerca de su casa, se entusiasmó y poco a poco se fue dando cuenta de que el proceso de la actuación es algo más que salir en la televisión.
“Desde que descubrí el teatro me ha encantado, quiero ser un gran actor y creo que en este grupo debemos seguir para desarrollarnos más, que todos podamos compartir, en el teatro podemos perder el miedo, uno poco a poco va perdiendo la vergüenza. Ahora creo que el teatro es un poco de unión, es un arte en el que todos podemos estar”, dice quien interpreta a Remendón en la obra de Sastre.
Para Marcelo Leyton, cada integrante del grupo es un mundo muy singular. “Cada uno de ellos tiene dificultades muy complejas, propias del medio, pero al mismo tiempo en este espacio nos damos la oportunidad de pensarlos de otra manera, sus dificultades son desafíos creativos que permiten ensayar nuevas formas para enfrentarlos. En esta etapa de proyecto hemos desarrollado un sentido de pertenencia, una manera de valorarse desde una actividad creativa, y de a poco vamos generando futuras vocaciones… El teatro siempre será una actividad que transforma y es transformadora”.
Piensa que al teatro que se hace en Ecuador hay que descentralizarlo. Considera que, al menos en Guayaquil, las propuestas teatrales de la ciudad se encuentran predominantemente enmarcadas en una geografía: el centro.
“Las propuestas siguen teniendo el patrón del teatro de los grupos independientes de los 80, 90. La representación y la palabra siguen teniendo mayor resonancia. No existe el riesgo en la búsqueda de otros espacios, otra geografía, de tal manera que se habla de formación de público desde los mismos espacios establecidos. Hay que formar públicos en otros espacios, en otra geografía, con otros temas, como la ciencia. Ya es hora de que sintonicemos con la transdisciplinariedad, la tecnología y la búsqueda de otros lenguajes…”. Este Gran Teatro de Monte Sinaí es una posibilidad de encuentro fuera del centro.