Cuando la selección alemana saltó a la cancha del estadio Azteca para jugar la final del Mundial de 1986, sus jugadores no llevaban el uniforme blanco habitual (con el que quedaron campeones, por ejemplo, en Italia ’90). Ese día sus camisetas eran verdes. Y como el sentimiento nacionalista en México es una cosa seria, hubo rumores sobre que el color lo habían escogido para ganarse el apoyo de los espectadores. Pero eso no es cierto. Durante años se ha contado la historia de que el verde es un homenaje a la selección de Irlanda, que fue la primera que le aceptó a los alemanes una invitación a un partido de fútbol luego de la Segunda Guerra Mundial, en 1951. Y tampoco es cierto. El primer amistoso, según los registros de FIFA, luego de la Guerra, fue contra Suiza, un año antes que contra Irlanda. La verdad es mucho más sencilla y menos heroica: el color de la Asociación Alemana de Fútbol (Deutscher Fussball Bund) es el verde, no por ninguna bandera, sino por el color del césped.
Algo parecido ocurrió hace poco, cuando un periodista del diario inglés The Guardian publicó una nota en la que relataba cómo en un viaje por Buenos Aires se había encontrado con la historia detrás de la pintura negra de los postes en el mundial Argentina ’78. Los videos de la final muestran los goles que marcaron Mario Alberto Kempes y Daniel Bertoni para la selección local y Robert Rensenbrink para Holanda. En las cuatro anotaciones (el partido acabó 3-1), se puede ver que los postes de las porterías tienen una pequeña línea negra en la parte de abajo. Según el periodista inglés, un parrillero le había contado que en esa época trabajaba en el estadio de River Plate, donde se jugó la final. Ahí, silenciosamente, con sus compañeros le habían pintado el negro en recuerdo de las personas desaparecidas y torturadas durante la dictadura, que gobernaba el país mientras se desarrollaba el mundial. En Argentina se hicieron eco de la nota y pronto aparecieron las personas que la objetaron, recordando que pintaban el palo como una guía para distinguir si la pelota había atravesado la línea de meta, y que los colores eran los del equipo local (en River juegan con camiseta blanca y pantaloneta negra).
Hay una razón por la que se hace sencillo creer todas estas historias: porque el fútbol está lleno de gestos. Y algunos de los más interesantes ocurren afuera del partido.
En 2005, la selección de Costa de Marfil se clasificaba por primera vez a un Mundial de fútbol. Las imágenes mostraban a los jugadores reunidos en la cancha, celebrando. Entonces, Didier Drogba, el delantero del Chelsea y líder de la selección, se dirigió a las cámaras, porque tenía algo importante que decir. Costa de Marfil llevaba cuatro años en Guerra Civil entre fuerzas oficiales y rebeldes que habían tomado el control en algunas partes del país. «Ciudadanos de Costa de Marfil, del norte, sur, este y oeste, les pedimos de rodillas que se perdonen los unos a los otros. Perdonen. Un gran país como el nuestro no puede rendirse al caos. Dejen las armas y organicen unas elecciones libres». Poco después, Drogba convencía al gobierno de que se permitiera que un partido de la selección para la clasificación a la Copa Africana de Naciones se jugara en Bouaké, una de las ciudades ocupadas por las fuerzas rebeldes, en señal de buena voluntad para solucionar el conflicto.
Poco antes del mundial Sudáfrica 2010, Coca-Cola, uno de los auspiciantes oficiales, difundió un comercial en el que recordaba cómo veinte años atrás, en Italia ’90, el camerunés Roger Milla corrió a celebrar un gol bailando junto al banderín del córner. Luego de eso, las celebraciones se volvieron cada vez más elaboradas: En EE.UU. ’94, Bebeto le marcaba a Holanda y se ponía a mecer los brazos por el nacimiento de su hijo; un nigeriano se daba triples mortales luego de marcarle un gol a Suecia en Corea-Japón 2002; y Jaime Iván Kaviedes se sacaba de la pantaloneta una máscara de Spiderman, en homenaje al fallecido Otilino Tenorio, compañero de la selección.
Otro que había aprovechado esos momentos de entusiasmo fue Sócrates Brasileiro Sampaio, más conocido como el ‘doctor’ Sócrates. En la selección, Sócrates era compañero de Artur Antunes Coimbra, Zico. Y aunque fue parte de una generación de brasileños que nunca pudo levantar la Copa del Mundo aunque era uno de los mejores equipos de los ochenta, Sócrates era un grande en su país: en plena época de represión y de dictadura militar (que controlaba también a la selección brasileña), era la cara de un club que había decidido horizontalizar todas sus relaciones: desde el utilero hasta el presidente del club, todos tenían voz y voto en la toma de decisiones, por ejemplo, sobre quién se contrataba, las horas de las concentraciones y la libertad para expresar opiniones. Era la democracia corinthiana —reconocida como el mayor movimiento ideológico del fútbol en Brasil—, y estaba ocurriendo en un país en que se habían suspendido las elecciones. Cuando terminaba un partido, los jugadores del Corinthians, se sacaban el uniforme y se quedaban con camisetas en las que se leía la frase «Diretas Ja!» (elecciones directas ya).
En los cines de Ecuador se está exhibiendo Contragolpe, un documental que sigue el camino de Independiente del Valle (IDV), de Sangolquí, por la Copa Libertadores 2016, en la que se convirtió en el tercer equipo ecuatoriano en alcanzar la final. De forma paralela a los partidos de eliminación directa, en el país se vivía el drama del terremoto del 16 de abril que afectó sobre todo a las provincias de Esmeraldas y Manabí. El club anunció que iba a donar las taquillas de sus partidos de local, y en el documental se ve cómo algunos de los jugadores interactúan con la gente afectada. De gestos como estos está lleno el fútbol, si queremos ver por fuera de la cancha.
Celebrar un gol es universal: lo hace quien marca, grita su hinchada, la gente se vuelve feliz. Cuando un equipo gana, suben las ventas de los periódicos que lo llevan en portada. En ese sentido, el fútbol puede funcionar como la música, y como la música, es capaz de reunir a montones de personas que no tienen nada que ver entre sí, y conectarlos. Siempre a través de sus gestos.