La semana pasada hablé sobre las autoridades en la lengua, esas a las que solemos recurrir cuando tenemos una duda, y las que establecen la norma de lo que debe hacerse y decirse, y lo que no. Como comenté, siempre se ha considerado a la Real Academia Española (RAE) como la máxima autoridad, sin cuestionarnos sobre esta. Además, la RAE, con sus documentos, ha logrado establecer una especie de hegemonía en la lengua, apoyada, claro, por siglos y siglos de pensamiento colonialista.
Cada vez que sale una nueva publicación de la RAE suele haber revuelo. Recordemos cómo, apenas se publicó la vigésima tercera edición de la obra principal de la Academia, el Diccionario de la Lengua Española (DLE), en 2014, todos (con los medios a la cabeza) se avocaron a buscar las palabras que se habían aceptado. Somos cándidos, pensamos que el hecho de que la RAE acepte palabras las convierte por obra de magia en elementos vivientes, pero esto es algo tan naturalizado que no nos damos cuenta. Lo mismo sucedió cuando vio la luz el Diccionario panhispánico de dudas, o las nuevas Ortografía y Gramática. Son obras de referencia, sí, pero también debemos leerlas con cuidado y pensar que su visión está, de todas maneras, un poco sesgada por la autoridad del español ibérico que se establece en ellas.
Aunque desde hace algún tiempo, la RAE y las academias de la Lengua americanas han insistido en el carácter panhispánico de sus obras, todavía persiste aquello de usar como referencia el español ibérico. El DLE y sus definiciones están enfocados y basados en las acepciones aceptadas del otro lado del Atlántico; las acepciones americanas son aceptadas como eso, americanismos. Es verdad que en el DLE ya se incluye la marca propia de España, para resaltar algunas palabras que solo se usan ahí, pero no es esa una gran revolución. La revolución, por ejemplo, hubiera sido dar mucho más valor al Diccionario de Americanismos, que la Asociación de Academias de la Lengua Española (Asale) publicó en 2010. Este diccionario, según la página de la Asale, «constituye un repertorio léxico que pretende recoger todas las palabras propias del español de América. Contiene 70.000 voces, lexemas complejos, frases y locuciones y un total de 120.000 acepciones». Seguramente pocos saben acerca de esta obra, que fue un trabajo largo y sostenido en el que participaron lexicógrafos y expertos del idioma de América. Incluso existe, desde 2013, una edición en línea en la página de la Asale, que no se consulta con tanta asiduidad como lo hacemos con el DLE.
Dar más valor a este diccionario, que reúne las acepciones que se usan en América, y a todos los otros diccionarios nacionales y americanos que no son obras ‘académicas’, sería, en realidad, dar valor a la lengua que camina por las calles de nuestro continente, hacer una revolución como las que nos convirtieron en naciones hace dos siglos. Es un poco paradójico que hayamos logrado la independencia de España hace doscientos años y todavía no podamos desligarnos de ella cuando se trata de la lengua. No sugiero una ruptura, pero sí definir los espacios, pensar la lengua desde nuestro continente, desde nuestros países, desde nuestros espacios como usuarios autónomos y creativos.