El rostro desencajado de Josh Brolin (Roy), en la película de Woody Allen, Conocerás al hombre de tus sueños (2010), al descubrir que el amigo, al que creía desahuciado, da signos de estar regresando del coma, nos trasmite lástima y horror. Roy, tras varios años de ideas poco originales, decide plagiar la novela secreta de un conocido y hacerla pasar como propia, consiguiendo volver a experimentar las antiguas glorias de cuando era una promesa joven y de paso, la admiración de su nueva novia, Día. Los espectadores nos preguntamos qué es lo que hará Roy ahora que el verdadero autor está por despertar. ¿El drama romántico que es Conocerás al hombre de tus sueños se podría volver la narración de un crimen? ¿Haría Roy algo tan radical con tal de cubrir su fraude? ¿Cómo arderá, llena de tormentos, el alma de un artista completamente seco de creatividad, pero con demandas por cumplir?
Nada de lo que diré es nuevo
El escritor peruano Alfredo Bryce Echenique seguramente debe saberlo muy bien. Como es de conocimiento público, en 2009 campeó un escándalo de plagio por dieciséis artículos de varios medios escritos españoles por el que debió pagar cincuenta y tres mil dólares, según la justicia peruana. De ese golpe, Bryce Echenique, jamás se pudo recuperar del todo; se tragó la vergüenza y no tuvo más remedio que ofrecer disculpas. Echenique salió tan aporreado de ese suceso, que su premio de la FIL de literatura en lenguas romances, dado por México en 2012, debió ser entregado con muy bajo perfil debido a la desaprobación generalizada de los escritores. Y desde allí no ha publicado nada significativo.
¿Por qué un autor de más de media docena de libros plagiaría tan descaradamente? Tal vez por la misma razón que más de un crítico señaló la peligrosa similitud de la premisa entre el último libro de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes (2004) y La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata (1978), la necesidad de responder a la exigencia de una audiencia feroz. Pero bueno, García Márquez podría haber publicado con éxito la lista del mercado y habría sido bienvenido en cualquier editorial. Una vez en el centro del escenario, cuesta mucho hacer silencio, o peor, aceptar que ya no se tiene más que decir, que se agotó la voz. La fama suele ser muy tirana con los artistas de quienes se espera siempre obras brillantes de la misma talla de sus glorias pasadas.
He utilizado los ejemplos de dos escritores latinoamericanos de best sellers, pero lo cierto es que sus situaciones no tienen la misma premisa. Lo de Alfredo Bryce Echenique fue desesperación y lo de García Márquez, cansancio. Tal vez un punto medio lo pueda ilustrar el caso de Federico Andahazi con la novela ganadora del planeta en el año 2006 El conquistador. El argentino fue acusado de robar la idea de la obra Los indios estaban cabreros de Agustín Cuzzani, elaborada en 1958, a lo que Andahazi contestó con mucho sentido común acerca de que dos autores pueden escribir diferentes textos acerca de náufragos en una isla, y derivada de esa idea, ambos se toparán seguramente con muchos puntos de coincidencia sin que Lost o La Isla de Guilligan tengan la intención de copiarse el uno al otro. Andahazi se tomó la situación con humor y reiteró la idea de Borges, acerca de que no hay más que un puñado de temas dando vueltas por las cabezas de todos los humanos. Pese a su desempacho, Federico Andahazi fue objeto de dos investigaciones judiciales, de las que bien salió librado. Tal como parecen indicar estos tres casos, los límites entre el plagio, la influencia y los parecidos son bastante borrosos y ni las leyes pueden distinguirlos con claridad.
Historias que harían sonreír a Borges
Pero no es lo mismo ni es igual. El académico quiteño Wladimir Chávez ha dedicado muchas horas de investigación al tema del plagio. En su ensayo El plagio literario postmoderno: tradición, ilegitimidad y nuevas tecnologías (2013), indica que plagiar es sinónimo de querer borrar por completo la autoría, por lo tanto, lo define como una forma de robo; pero que parecía ser una práctica muy extendida en las formas más antiguas de la literatura. Proveniente de las vertientes orales, los clásicos de la literatura occidental no pareciesen pertenecer a un autor definido. No en vano se piensa que Homero fue un recolector de historias y no precisamente el autor de los cantos épicos que se le atribuyen. Wladimir Chávez cita el simpático caso de un concurso de poesía en Egipto, en el siglo II a. C. donde el famoso Aristófanes, fue desenmascarando uno a uno a los participantes mentirosos, al demostrar que recitaban textos que no les pertenecían.
Al parecer con la llegada de la imprenta y con el arribo del concepto de la autoría individual, el asunto empezó a ponerse cada vez más serio entre el siglo XVII y XVIII, hasta que con la creación de la industria editorial, la dimensión del autor se puso a la par de la de su obra; pero es ahora, en el siglo XXI en que la posmodernidad está en boga, en que los límites del creador y su producto se vuelven a desdibujar; más aún con la llegada de la internet donde la circulación de material anónimo y mal atribuido están a la orden del día. Porque así como hay obras que despiertan codicia, hay ciertos textos de los que nadie quisiera hacerse responsable. Algunos lectores seguramente recordarán el poema viral, llamado ‘Instantes’, cuyas primeras líneas rezaban: «Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría de cometer más errores»… y bueno, atribuido consuetudinariamente a Jorge Borges, a Gabriel García Márquez y a Mario Benedetti, pero cuya cursilería rebasa el estilo de cualquiera de los tres, por lo que, pese a querer atribuirlo a tan nobles padres, sigue buscando todavía a su creador real.
Wladimir Chávez también se refiere en su estudio a los hipertextos, categoría analizada por Gérard Genette en su libro Palimpsestos (1981). Estos son textos que hacen alusión a otro texto fundamental y con el cual se alimenta y se potencian; pero no persiguen otra intención que rendir un homenaje a sus creadores o continuar con su obra. Pienso, entonces, en la cantidad de demandas que deberían colocar los herederos de Augusto Monterroso cada vez que un escritor utiliza la línea: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí», para dialogar con este microcuento, dándole más de una forma divertida. No están interesados en hacerlo porque han entendido que ese relato dejó de ser de un solo autor para pertenecer al territorio de la imaginación universal.
En cambio, María Kodama, quien tiene todos los derechos sobre las obras de Borges, piensa diferente. Como también es conocido, no se ha tomado muy en gracia la aparición de dos libros que se apropiaron de la literatura de Borges y la ‘intervienen’ con desenfado. El primero de ellos es El Aleph Engordado (2012) de Pablo Katchadjian, quien sumó cerca de cinco mil palabras a las cuatro mil originales en un ejercicio de destreza circense que fue penalizado con impedir la circulación del libro, en otras palabras: su muerte. Kodama reprochó el que no le hayan pedido permiso. Cuatro años después, el español Agustín Fernández Mallo, repite la proeza con El hacedor (de Borges), Remake (2016), con igual suerte. De nada sirvió la carta de apoyo a Fernández Mallo firmada por una larga lista de intelectuales hablando de homenajes y legados. Kodama volvió a insistir en que no la habían participado, por lo que otra vez pudo sacar el libro de circulación, sin escuchar razones. La ironía sobre Jorge Luis Borges, quien siempre se inclinó a favor de la reescritura como una forma de creación, se cuenta sola.
Se cree que Salieri, otro compositor de la época de Amadeus Mozart, envidió su trabajo toda su vida y que en cuanto pudo, se apropió de su obra, llegando incluso, a participar de su muerte; pero hay nuevas teorías de los historiadores quienes dicen que en realidad pudo haber sido al revés, o que el intercambio musical entre ellos enriqueció ambas producciones. Lo cierto es que el terreno del arte siempre ha sido ambiguo porque el legado y la influencia alimentan con sus raíces el tronco universal de la literatura. En lo personal, me quedo con la frase del escritor Juan Antonio Masoliver: «No me preocupan los plagiadores, sino los imitadores», su destino poco original es, definitivamente, tristísimo.