En conversación con Delia Pin, Jenny Quirola y Angélica Parra
Dice una leyenda popular que al final del arcoíris se encuentra una olla de oro; otra de parecido tenor advierte que cuando el arcoíris aparece es porque han peleado el diablo y la diabla; pues bien, ambas caben para transcribir el conflicto que enfrenta Diamara, protagonista de la obra teatral homónima que Delia Pin Lavayen presenta en segunda temporada en el Café Teatro El Altillo, situado en Esmeraldas y 9 de Octubre, en el centro de Guayaquil.
Hay una disgregación de contenidos entre lo ocurrente y simpático de las leyendas y la historia de Diamara. Si bien pareciera vivir al final del arcoíris, su mayor problema es encontrar papel higiénico para limpiar las inmundicias de su vida. Diamara es una mujer urbana que llega por las noches al tugurio donde habita y conversa con un crucifijo colgado en la pared; responde a voces que la inquieren, recuerda su día a día y su tragicómica existencia. En ese simple discurrir, la invaden los recuerdos de su infancia, juventud y adultez, y entre ellos el de un amor, un otro, «un ser que supo amar y al que aun estando muerto ella quiere», como cantaría Alci Acosta.
Reside en un pequeño espacio del que llama la atención una luz que en acompasado ritmo baña de colores cambiantes la esquina de su habitación. Es este efecto lumínico, casi aleatorio, el que me endosa la metáfora del arcoíris; sin embargo, una de las primeras acciones es la de la protagonista sentada en un inodoro descubriendo la falta y, por consiguiente, lo indispensable del papel higiénico. Así inicia la representación musicalizada en su obertura por un tema de canto gregoriano que matiza de cierta religiosidad —o por lo menos ritualidad— la historia que se va a contar.
La escena nunca abandona el contraluz, lo que convierte a todos los elementos en cómplices del crimen de Diamara. De todos modos, atisbamos poquísimos objetos que no pretenden un montaje minimalista, todo lo contrario, el ambiente está saturado de pobreza; tanta que apenas lo llenan el inodoro, un magro altar despoblado, un reproductor de música y nada más. Son accesorios escenográficos que pretenden la categoría de símbolos, pero que su fuerte significación cotidiana les impide cualquier intento de metateatralidad; tanto así que unos paños blancos salpicados de manchas rojas hacen ruido visual en la propuesta.
Y con todo lo descrito como marco y referente, comienza el viaje predestinado de Diamara hacia una vida tan accidentada que pareciera fantasiosa; sin embargo, Diamara, el personaje, es una mujer fuerte, recia, cuyo rol social podría ir desde burócrata hasta prostituta —según se opina en el foro posterior a la representación—, lo cual importa poco o nada, pues su perfil psicológico es inmutable: psicótica, esquizoide, urbana, marginal.
No se puede ver Diamara bajo ningún lente moralizante. La actriz —que también es responsable del texto— busca transgredir desde todos los ángulos la moral del espectador; y para eso nos muestra desde un incómodo semidesnudo para orinar hasta un orgasmo tan real como el mejor fingido de todos.
Siendo una, es tantas que asombra. Y asusta. El ente que la actriz construye —y la historia destruye— se deja invadir de sensaciones reflejadas en un riesgo corporal que se aplaude, y en emociones que establecen un puente entre la historia y los espectadores. Se trata de una conexión que no se puede dejar de recorrer, pues no pide permiso, y cuando uno menos lo piensa ya está navegando en las turbulentas aguas de una historia de amor y odio de la que no quisiera ser protagonista. Esta llaneza de construcción interpretativa es un punto a favor de la puesta en escena, pues no se puede negociar con la huella indeleble que la mujer va dejando en la audiencia, independientemente de cualquier reparo o aprobación. No se puede ver Diamara bajo ningún lente moralizante. La actriz —que también es responsable del texto— busca transgredir desde todos los ángulos la moral del espectador; y para eso nos muestra desde un incómodo semidesnudo para orinar hasta un orgasmo tan real como el mejor fingido de todos.
Los recuerdos son aciagos, hasta el más alegre es amargo, pues es el de ese amor que la lleva a exhibir un erotismo corporal en el que ninguna nota desafina. La voz es un fuerte pilar de la actuación, prolija dicción, impostación y ritmos que remiten a su estatus social, y control de los volúmenes, pausas, fraseos y silencios, que ayudan a construir la verosimilitud de la fábula.
Y así llegamos al foro. La actriz lo demanda con avidez. Entonces, una primera observación es la necesidad de trabajar el cierre para que la obra finalice sin dudarlo. No por ser un final abierto justifica lo indefinido del momento, al contrario, es ese tipo de finales el que más claridad debe tener para que el pensamiento comience a llenar los espacios en blanco.
Son casi setenta minutos posteriores de encuentros y desencuentros con un trabajo artesanal que, como tal, luce el mérito de lo auténtico hecho a mano. Delia se emociona y nos cuenta secretos que nutrieron el montaje… elegir como analogías de su propuesta a heroínas griegas como Medea, o marcos literarios como los de Roberto Bolaño —la obra se alimenta de su obra Putas asesinas—, lo que da cuenta de la pasión y método de una soldada teatral, militante del teatro de la crueldad, cuyas trincheras han sido la palabra, la textualidad, la semiótica escénica y la aventura.
No sé cómo mueren las leyendas como la del arcoíris, pero cuando Diamara, personaje e historia, abandonan la escena, queda flotando un aroma a identidad guayaca parecido a perfume de domingo, a sabor dulce salobre de manglar, a textura de espumilla, a ciudad, esa donde el teatro le alquila un cuartito a Diamara. ¡Váyasela a ver! Descubra usted mismo si al final del arcoíris hay oro o un inodoro presto para evacuar cualquier desecho.