En Emboscada (2017) de César Eduardo (Quito, 1976), poemario publicado por Editorial Turbina, hay una cualidad formal que destaca: el constante uso de la figura retórica de la repetición.
Este recurso suele generar una fascinación particular: ahí está el «tam» que retumba al final de tantos versos de Boletín y elegía de las mitas de César Dávila Andrade, hermanando en el dolor y la muerte a los hombres que pueblan ese poema testimonial; o la «rosa» que se repite una y otra vez en el poema ‘Sagrada Emily’ de Gertrude Stein, en una cadena semántica que nos vuelca sobre la materialidad de la flor; o el adverbio «no» en el poema ‘Ya no será’, de Idea Vilariño, como la constatación del inminente final de la relación romántica y —sin embargo— de la persistencia del amor.
En todos los casos mencionados, el recurso de la repetición tiene al menos tres funciones: en primer lugar, marcar el ritmo del poema; en segundo, profundizar en el tratamiento de una imagen o una idea, y en tercero, ganar al lector por la constancia del recurso mnemotécnico. Si es que una de estas tres funciones se ausenta, podríamos decir que el recurso no ha logrado su cometido o que se lo ha utilizado de una forma facilona, abriendo paso a la cacofonía insulsa o al pathos divorciado del ethos y del logos.
En estos nuevos poemas de César Eduardo, el trabajo con la repetición no solo que cumple con las tres funciones que han sido aquí enumeradas, sino que además le otorga al poemario un sentido ritual, litúrgico, según el cual Emboscada propone el retorno a la tribu.
En el poema ‘Invitación a la pesadilla’, dice la voz poética:
Volvamos a ser uno solo: los mismos en el dolor, los mismos en el olvido.
Volvamos a ser una tribu cercana a la peste, el acero y el miedo.
Juntemos de nuevo las manos en torno del fuego sagrado de un sueño.
Pero no porque lo digan tus ancestros.
Los he visto: no son nada extraordinario,
No son nada extraordinario, no son nada extraordinario, no son nada extraordinario
Debería repetir cuarenta veces ‘No son nada extraordinario’. Te lo juro: ¡No son nadie!
Juntemos de nuevo los labios en torno del beso y el grito de un ángel caído,
Cualquiera, no importa, que vista talar de bacante o vestido de monja, ¡qué importa!
Pero no porque lo invoquen los pontífices. Los oigo: parlotean y babean,
Parlotean y babean, parlotean y babean, parlotean y se ensucian las sotanas.
Volvamos a ser una tribu cercana a la peste, el acero y el miedo,
Porque el necio pontifica como un cristo,
porque el sabio balbucea como el río.
El sentido que se la ha otorgado a la tribu en este poema rehúye de la lógica de las masas arbitrarias atadas a la palabra del pontífice necio o del sabio balbuceante.
Entonces, la tribu —tal como la ha planteado César Eduardo— es una especie de cronotopo: es el lugar y el tiempo de la cueva; un pasado arquetípico en el que se impone, fuera de los gemidos y los bostezos, el silencio.
Se trata de un cuestionamiento a los usos del lenguaje, que tantas veces ha sido utilizado para mentir, para reunir a la gente en torno de la mentira totalitaria; es decir, en torno de la ausencia del pensamiento.
Emboscada sugiere que le otorguemos de vuelta al lenguaje el sustrato del pensamiento profundo y se lo arrebatemos a los charlatanes a través de la poesía o a través del silencio que es su ámbito. Esa es la expresión litúrgica de la repetición; la consigna es devolverle la plenitud del sentido a la palabra.
Es una tónica similar a la de Stéphane Mallarmé, quien sostiene que hay que darle un sentido más puro a las palabras de la tribu. A este gesto de César Eduardo debe sumársele un componente político: en los poemas en los que se desdice de la patria, de los ancestros, en realidad se está proponiendo la inminente recomposición de la vida social.
Para hacer uso de un término de la filosofía contemporánea, César Eduardo está proponiendo la ‘comunidad desobrada’. Para Jean-Luc Nancy, la obra es la característica que nos uniforma, alrededor de la cual solemos agruparnos y aborrecemos y menospreciamos a quien no la posea. La obra es el anhelo de todo régimen totalitario. La comunidad sin obra entonces es aquella que va desprendida de todo chauvinismo, de todo sentido de pertenencia, la que desdice de la patria. Es la forma más compleja de la comunidad y, sin embargo, la única verdadera.
Escribe César Eduardo en el poema ‘Monumentos carcelarios’:
Toda patria es pasajera, pre-santuario, proto-infierno, limbo eterno…
La reivindicación de la poesía como el locus de la comunidad desobrada se fundamenta en el hecho de que en ella decimos:
[…] las palabras que incomodan al
que calla, que incomodan como ‘flores’, que incomodan como ‘espinas’,
que incomodan como ‘verso’, como ‘pájaro’ y ‘poema’.
Hay otro recurso que —a diferencia de la repetición, que aparece con frecuencia a lo largo de todo el poemario— César Eduardo utiliza muy pocas veces en Emboscada: el encabalgamiento.
Como se sabe, en el encabalgamiento, el final del verso no coincide con el final de la idea. Para Giorgio Agamben, este «constituye el único criterio eficiente para distinguir la poesía de la prosa».
El filósofo italiano se plantea un cuestionamiento en torno al final del poema: dado que el encabalgamiento es la característica que distingue al poema de la prosa, entonces qué pasa con el verso final del poema, en el que obviamente el encabalgamiento ya no es posible. El final del poema —dice Agamben en un texto titulado, precisamente, El final del poema— es el evento en el que se declara una emergencia poética.
En el ensayo que dedica Agamben a esta reflexión no se llega a resolver el asunto del final del poema. Al menos no de una manera absoluta. Lo que hace es referirse a un caso específico, el de Dante Alighieri, y observar cómo, para el autor de la Divina Comedia, este asunto se remedia (en su caso, el verso final se hermana con el verso inmediatamente anterior a él a través de la rima, cayendo juntos en el silencio).
Uno de los pocos encabalgamientos que trabaja, por su parte, César Eduardo en Emboscada, aparece en los dos últimos versos del ‘Poema comunicativo, de la emoción o la experiencia, en contra de un crítico literario (escrito en 15 minutos)’. Parafraseando a Agamben, quiero entender cómo este recurso plantea una emergencia en la poesía de César. El final de este poema reza:
¡Pero qué estupideces te digo, mi hijita querida!
Como si el cuerpo propio se pudiera prestar de alguna manera,
Como si el propio cuerpo no fuera también algo ajeno,
Como si tú pudieras ser mía o de cualquier otro…
Estas palabras tan pobres, pequeña, las digo temblando,
Porque he confundido el amor con la angustia,
Porque un cerdo en la esquina se desgañita insultándome,
De camino al camal del olvido y la sombra,
Sin apenas conocerme, sin apenas escucharme, sin apenas comprender
Apenas una letra de mi vómito y mi voz,
Que son lo mismo. Y me dio miedo
De ser un cerdo también y morirme mañana,
Sin pedirte que me prestes el lugar de donde miras
El lodazal de incomprensiones, mi Clara Isabel,
Que abona esta tierra
En que floreces…
Aquí César Eduardo contrapone la figura de la hija a la del crítico literario cuya única labor ha sido la de lanzar basura sobre los demás.
En el encabalgamiento del final se menciona el elemento de la tierra que unirá las dos figuras: la del cerdo (o el crítico) en su lodazal y el lugar de la flor (o la hija). El último verso —«En que floreces»— no va pegado al margen izquierdo como los del resto del poema, sino que va centrado y, a diferencia de lo que ocurre en el resto de los poemas del libro, estos dos últimos versos son muy cortos.
César Eduardo deja asentado en su «Arte poética» que le gustan los versos muy largos y se reconoce heredero, en este sentido, de Lezama Lima.
Me he detenido sobre las características de este encabalgamiento porque ahí está aconteciendo la diferencia, está aconteciendo lo no anticipado, está aconteciendo la recuperación del lenguaje para la poesía. La flor y el cerdo aparecen en un mismo poema, vinculados por la tierra, pero también por la palabra del poeta.
Este contrapunto nos remite otra vez a la reflexión sobre el lenguaje, que es la materia prima del discurso del crítico que ofende, pero también es la materia prima que permite dar cuenta del encuentro con la hija. Esa tierra compartida por el cerdo y la flor es el lenguaje mismo. El encabalgamiento que nos presenta la imagen de la niña floreciendo en la misma tierra en la que ha hozado el cerdo es el momento culminante del poemario porque nos devuelve a esa característica que Agamben y tantos otros pensadores han referido como la única que distingue a la poesía de la prosa. Ese es el instante en el que la palabra de César Eduardo se instaura en la esperanza.