Despertadores y otras criaturas intocables

Un hombre elegante es alguien que ha perdido su dosis de orfandad. Ha dado con su padre en los cuidados, en la profundización, moderna, triunfal y energizante, de la fachada.

No puede concebirse fachada sin riesgo. La fachada es lo que se deja ver. Pero solo dejamos ver lo que llevamos por dentro; es por ello que siempre la mujer del César aparte de parecer buena, lo será. Nuestro mejor disfraz es el que nos delata, el que nos desnuda. Dos seres humanos desnudos, entreverándose con ansiedad, en complemento babélico, ¿no son acaso el significado y su significante?

Para escribir, y lo comprenden los «antologadores» de Despertar de la Hydra, Juan Romero Vinueza y Abril Altamirano, hay que ajuararse como para la mejor de las citas, como para cumplir la mayor de las encomiendas. Recordemos que el mejor cartero viste de frac. Su tarea es estoica, y hay que cumplirla a cabalidad. El mejor cartero sería aquel que infringe la ley, abre el sobre, corrige la ortografía, la caligrafía, reescribe una carta lapidaria, una carta confesional, y evita que los verdaderos besos que se enviaron por medio de ella y que son el alimento de los fantasmas, sean hurtados en el camino. El mejor cartero es el que jamás cumple con su labor, pero que al incumplirla la adosa de sentido, magia, de una voz que se parece a la de Dios. Nuestros autores de Despertar de la Hydra son el vivo ejemplo de estas elegancias.

Siempre hace falta más pasión y talento para contar lo que nos ha ocurrido en las noches más oscuras y los días más soleados. En los 29 cuentos de Despertar de la Hydra, podremos dar con pasión, talento, y hallaremos en alguna línea un espejo.

Un hombre elegante es alguien que te enseña en sueños tu mala postura.

¿Exotismo? ¿Caduco? ¿Resultado de un proceso de ocultamiento en el cual un país como el Ecuador se ha sentido no solo imbuido sino a gusto durante demasiadas décadas? La elegancia es una alegoría para poder hablar de manera disimulada respecto a una problemática política, social. Esta función alegórica, o del alegorista, de los que hay varios entre nuestros autores de la presente selección de narradores, nos indica de manera muy interesante cómo se puede realizar un alejamiento estratégico respecto a la cultura imprimiéndole el efecto de la extrañeza para reconocer desde una relativa distancia lo que ocurre en un mundo demasiado familiar, pero al mismo tiempo niega la diferencia del otro lugar y ocupa este dispositivo como recurso de ocultamiento. La elegancia es afín a la estética no solo como un viaje por el cuerpo que cuenta lo que le ocurre (quien viste, cuenta sus desventuras; quien pinta, lo hace por igual), sino como un viaje empleado para descargarse de su propia cultura. La elegancia es catarsis, que en términos teatrales significa esa liberación de emociones mediante un modelo estético.

Hombres y mujeres temerosos, arriesgados, que indagan en las profundidades del alma como si estuvieran buscando tesoros, a sabiendas, en cambio, de que lo que ahí hay son problemas, pleitos, olores nauseabundos, escatología verbal y espiritual, y que todo eso deviene escarmiento puro. Que han buscado tesoros basados en un mapa impreso en tinta invisible. Tesoros enterrados en una isla móvil cuya desternillante misión es desconcertar, modificar la noción del norte. Al parecer a estos tesoros apuntan las novísimas voces de la literatura ecuatoriana. Voces cada vez más directas, que al parecer descreen un tanto del hiperverbalismo propio del barroco o neobarroco, del encantamiento merced a figuras retóricas y prefieren, se decantan por imágenes más sanguíneas, pornográficas o que delatan la ruindad que a todos los seres humanos ata o, por lo menos, imanta. Sí, al parecer el destino de la narrativa ecuatoriana es un mapa más parecido a un laberinto que es una línea recta y eterna antes que a un edén particular donde las flores de múltiples colores y los arcoíris no solo hacen presencia, sino que son la razón de existir y que nos tientan a bailar en corro, sonrientes, patéticos. Al parecer nos hallamos sumidos en la desesperanza, en la fidelidad de que nadie va a leer nuestras ficciones, y que el imaginario de esta región del orbe seguirá siendo por y para siempre el imaginario de nuestros abuelos, y que para vengarnos de esa carestía en la más excelsa de las artes, que es leer (que además es el más virtuoso de los títulos: lector), arremetemos contra el no-lector con enjundia, armados hasta los dientes con palabras soeces y palabras descastadas, embadurnándonos de imágenes desmedidas más afines al conde Donatien Alphonse François antes que a la placidez y a la concordia, a la contemplación de un objeto deseado o ponderado y la sumisión de quien mira ante su magnificencia. Al parecer, la dialéctica apunta a un blanco y no deja de dar en él hasta que lo ensangrienta completamente, de pies a cabeza, y muchas veces, al parecer, ese blanco es el blanco del ojo del no-lector, al que enceguece de una buena vez. Al parecer, escribimos para escribir, y no hay mayor elogio, ¿no desarrolló la misma práctica Kafka, o John Fante, o Faulkner, o Hemingway, o Flaubert?

Y aunque todo lo antedicho no peque de falso, sea grato para nuestras letras (pues al escribir para los no-lectores estamos escribiendo para el futuro, para el arte, para nuestra esencia que es nuestra ausencia, para la creación, minuciosa, detallada, obsesa de un lector ávido y vivaz), no abarca lo que los escritores de hoy, ecuatorianos —lo que quiere decir universales— hasta la médula, alcanzan con su escritura. Porque es evidente, y con Despertar de la Hydra queda remarcado, subrayado, encursivado, que también hay pausa, que los temores naturales, que la dicha que propina la petite mort y que acarreamos desde toda la existencia, siguen siendo móvil y detenimiento de nuestro pensamiento, de nuestro acto y de nuestra palabra. Hay rencor, es cierto, pero brota del amor; hay inmundicia, que barremos de un escobazo desembarazando tinteros.

Para ejemplo, esta ambiciosa antología del cuento ecuatoriano de autores nacidos en las décadas de los ochenta y noventa, veinte años marcados por la generación X, los devaneos del rock, el punk, el rap, por cambios bruscos en las políticas mundiales, por el advenimiento del omnipresente Internet, por las cosquillas de todos por sus warholianos quince minutos de fama, por la proliferación de la lectura en los jardines universitarios y la incineración de los cánones, por la apertura sexual y las proclamas de igualdad de género que se han convertido en camuflaje de género, en honestidad de género, en prosperidad de los géneros. Por estas y otras facetas que el mundo ha vivido en aquellos veinte años que nos recuerdan a Michael Jackson con la misma intensidad con que nos recuerdan a Kurt Cobain. En esos años en que la muerte empezó a ser comprendida, y ya sabemos que lo que comprendemos deja de ser temido, deja de causarnos bochorno y acomplejamiento.

Despertar de la Hydra, seleccionado por Juan Romero Vinueza y Abril Altamirano, nos da un paneo de 29 plumas, nacidas entre 1980 y 1996, que han incursionado en esta onerosa y rica tarea de escribir. ¿Escribir no es acaso tener un laberinto y un hilo? Y cada uno de ellos ha resuelto edificar su propio laberinto, acomodar en su centro al Minotauro y entrar a jugarse la cara contra él, pero no del todo desarmados, sino con la frente limpia y desenrollando un hilo con la cautela de quien se esconde en el clóset de la mujer amada para verla soñar a sus anchas, aguantando la respiración, moviéndose con sigilo, inventándose los sueños ajenos.

Y sí, han inventado varios sueños impropios que con una astucia que se entrevé («entrelee») en sus relatos, nos los ceden, con esa convicción de que si no nos enceguecen por lo menos torcerán nuestra mirada.

Adquieren una botella, la vacían primero, piensan en lo bonito que sería uno de esos barcos de filigrana y colección adentro de ella. Escriben, ¡eh ahí al barco! La avientan al río. Alguien la recogerá. Alguien irá en su socorro. Este sorteará bestias inmundas, desfacerá entuertos. Al cabo, todo se sellará con un beso largo y apasionado y el intercambio de otros fluidos. Cuando el héroe, el rescatista le diga «¡Levántate, vamos a la realidad!», el otro solo pensará en vaciar otra botella y preferiría mantenerse un tanto muerto, de nuevo.

De esta estirpe son estos cuentos.

Podemos afirmar que el masoquismo es parte fundamental de la creación literaria, si no es masoquismo, llamémoslo con entereza exorcismo. ¿Lugar común?, por supuesto; ¿innecesario mencionarlo?, en lo absoluto.

El masoquismo es la entrega en cuerpo y alma, y a veces en futuro, a la labor personalísima a la que uno se ha encomendado, algo así como el amante que a lo Lord Byron recorre estepas, desiertos, purgatorios, hielos en busca de su premio. Con el masoquismo conseguimos reunir nuestros propios pedazos desperdigados por el trayecto. Hay una cualidad a la vez hilarante y desconcertante en la vigorosa práctica masoquista, en la que se llama al olvido, a la desmemoria total, «un monstruo enorme de ingratitudes», por lo que, más ansiosos de lo que se esperaría, nuestros escribas propenden a valorizar a la memoria, a darle un talante más riguroso, a jugar con ella y convertirla no en luz solar sino en lámpara de neón que titila en la noche, como si se estuviera muriendo de miedo o de frío. Porque el frío es más que una constante en estos relatos, sus personajes parecerían suplicar a las alturas, en primer lugar, que existan, y, en segundo, un abrigo. Y de súbito sucede lo contrario, en lugar de encontrar algo que los cobije o un buen samaritano que los recoja de su tedio o de su ignominia, alguien atenta contra ellos con una daga entre los dientes y chapas en una chaqueta de cuero.

Entonces surge el desasosiego. Palabra criminal, odiada por todos. Palabra tatuada a fuego en la frente de los hombres y que las arrugas del tiempo lo que procuran es distorsionarla, trazar sobre ella o «muerte» o «vida», según cómo se viva o se muera en este mundo y sus alrededores, o, mejor todavía, tachar con sutileza de miniaturista, el incauto prefijo.

Sueños y cachivaches. Crímenes y tabaco. Algunos dólares por besar el tobillo de una monja. Árboles a los que se mira como el seleccionado, del que saldrá la madera de nuestro féretro, del que colgaremos y patalearemos entre sobresaltos, como si tuviéramos tres ojos. Y hay más, mucho más.

En varios de estos cuentos, el «él» se ha escindido en dos: por una parte, hay algo que contar, es realidad objetiva tal como se da al punto ante una mirada interesada y, por la otra, esa realidad se reduce a una constelación de vidas individuales, de subjetividades, «él» múltiple y personalizado, «ego» manifiesto bajo el velo de un «él» de apariencia. En el intervalo del relato se oye, más o menos con precisión, la voz del narrador, ora ficticia, ora sin máscara. Esta es la demostración fidedigna de lo buenos lectores que son nuestros escritores. Esto demuestra que hay un Kafka oscilante encima de estos relatos que personalmente, por su formalidad compositiva, por su diafanidad, por la cual navegan cuerpos acribillados por gánsteres, por las varias capas de reminiscencias cinematográficas, por los temas en que el alcohol se multiplica al igual que las traiciones y en los que abundan lolitas carteristas y desamparadas que se han dibujado con impericia una lágrima sagaz a milímetros del párpado, en que alguien pretende jalar el gatillo y ajusticiar a mansalva al del espejo, me parecen provenir de las páginas de la McSweeney’s, en vista de que sus ecos son notoriamente estadounidenses, y en vindicación de esa nación, de la cual hay siempre que separar a su cultura de su sociedad, tal como nos ha aconsejado invariable y reiteradamente Eduardo Milán, diremos que si algo tiene es narradores, y revistas para narradores, y lectores de narrativa, y metanarradores, y programas radiales de narración que conducen Philip Roth o Paul Auster, y a catedráticos estupendos de narrativa y a Moby-Dick chapoteando entre sus páginas.

Es difícil distinguir hasta qué punto tienen carácter novelesco los numerosos «recuerdos de infancia» que en los últimos años han publicado los escritores ecuatorianos, bien sean narradores, poetas o incluso ensayistas. Suponemos (quizá es un mero espejismo) que tal predilección obedece a las consabidas cortapisas o restricciones que otros temas encuentran en el ambiente; pero lo cierto es que ese retorno a los firmamentos mágicos de la infancia (que aunque no se vean con claridad en estos relatos, preexisten) están ahí como está la muerte en la espada, es un fenómeno general en las letras actuales. Parece que los hombres se consideran viejos o insatisfechos de su época, y se desquitan recorriendo de nuevo, con la dulce complacencia de la añoranza, los caminos de su propia niñez o de la infancia de los personajes que inventan o recrean, unas veces con verismo y gallardía, otras recurriendo en lamentables deslices pseudopsicológicos.

Cosa no ajena sucede con las remembranzas de la pubertad. Se habla con frecuencia de nuestros dislates, de nuestra primera eyaculación, de la vez aquella en que no pudimos soportarlo más y le metimos mano a la tía suculenta. No es el mejor de los temas por abordar, pero hay que reconocer que no existe tema malo, y que la forma, el encanto y las maneras casi terminan por justificarlo todo.

Aparte de que esto es un leitmotiv, en estas páginas se puede encontrar algo que vivifica o justifica a las letras de cualquier región, de cualquier persona: la trama. Las noches son un entramado magnífico, la niebla, ese tono arenoso que adquiere la playa desolada cuando no hay bañistas ni cuerpos esculturales y solo un ser a pantuflas busca con un detector de metales baratijas extraviadas, y hay peces que mueren en la orilla y lo que menos se nos antoja es entrar al mar que por fin parece lo que es: gris, falto de luz, el territorio perfecto de piratas y escritores. Nuestros autores bucean por las profundidades y de pronto se percatan de que no cuentan con escafandra alguna, que no hay tanque de oxígeno ni aliento. Y en ese desaliento es en el que hallan una respuesta, una manera de respirar con el aliento de los peces.

La multitud de recursos empleados en los presentes cuentos es un factor seminal en la propia creación del ecuatoriano que está estirando su cabeza en el muro, a ver qué hay del otro lado de la cerca. En uno de los presentes relatos la desfragmentación es contundente cuando todo este es ¿narrado? en base de interrogantes. OuLiPo, los dadaístas, un golpe de dados presentes. He aquí que el argumento también proviene del estilo. Que la clase da soluciones. Haber aprendido indica qué no se debe repetir. «Estilo: una prostituta ciega castiga a sus clientes reemplazando sus ojos muertos con espejos. Los limpia a diario. Su esmero por mantenerlos brillantes y en el lecho es casi una reminiscencia espartana. La contratan por curiosidad, primero. Luego, ella se cotiza. Cuando en medio del embrollo carnal ellos la ven, no pueden, ya no saben dejar de amar».

En otros de estos relatos hay exceso de retornografía, un eterno retorno que parece círculo vicioso. En alguno, un hombre cuenta las balas de un tambor de su pistola, como si deshojara margaritas. En un país en el cual no corren las cabezas ni de las estatuas, la mirada para interrogarnos por tantos años de indiferencia a las letras y construir un futuro siembra raíces con el cuento. Las plantas necesitan raíces y flores para vivir. Diríamos sin pretensión que las plantas son los cuentos y sus raíces, sus autores. Las flores, los lectores.

Vemos, risueños, cómo se aborda la humanidad de los personajes, algunos desmedidamente ecuatorianos, de los paisajes y de los escenarios y también a la moral de los tiempos donde están situados, y sentimos cómo estos relatos son procreados, nacen, crecen y se transforman en todas partes y al mismo tiempo, como un ser mutante, una suerte de golem, que proclama su libertad y, para ello, apela al camaleonismo. Estos relatos se convierten en vivo modelo de nuestra realidad, aunque sean planteados desde el extremo opuesto, desde el envés de la realidad. No mueren, van de un sitio a otro. Cazan.

Un despertador es el sonido de una alarma, el canto de un gallo, la primera ráfaga de luz que ingresa por nuestros ojos y nos encoge la cara. Un despertador es también el ansia, el apetito por hacer lo que se planeó el día anterior, o el Nervo de que se nos venga de manera inminente lo predestinado, lo que no podemos evitar así huyamos de nosotros mismos, así nos cambiemos de nombre, de nacionalidad, de mujer e hijos, así finjamos abducciones o invisibilidad. Un despertador es una criatura que reposa alerta, con los ojos inyectados de sangre, en nuestra esquina más extraña, ahí, donde el basural lo camufla y de súbito salta sobre nosotros al vernos pasar y sale disparado hacia ningún lado, tapándose la boca de tanta risotada incontenible. Y regresamos a casa, por fin, desechos, las manos temblorosas, y empezamos a escribir, y nada puede contra lo que ese desencantado nos causó. El despertador, esa bestia efímera que nos abre los ojos, que nos muerde las uñas cuando nos hemos desdentado a trompadas con el gorila de la discoteca más barata de la ciudad. El despertador se parece en todo a nosotros, y nos duele su similitud, por eso escribimos entonces, agónicos siempre, para que otro yo surja pletórico y nos derrote al fin.

Cuando tanto se habla de juventud en los relatos contemporáneos, es lógico que más de uno gire en torno a un sentimiento que por regla general alcanza su plenitud sublime en la edad juvenil: la amistad. En casi todos nuestros cuentos de Despertar de la Hydra son el amor y el sexo, cuando no la melancolía y el descontento, los que adquieren la mayor importancia en el alma infantil o adolescente. La amistad, o el cariño fraternal, que tanto se le parece, intervienen con lógica asiduidad, pero quedando en segundo plano, donde no necesitan análisis profundos, equilibrados o precisos, sino que se convierten en lo que fluctúa entre líneas. Y a veces asistimos a disparates psicológicos, a malentendidos peligrosos que los actuales cuentistas no escatiman, pues a veces se exagera, ¿para verlo mejor?, el sentimentalismo y se confunde con la auténtica fraternidad humana. Pero eso mismo ocurre en la vida, en una vida llena de autopistas finisemanales donde detenerse a leer es un crimen menor que a veces no se nos es sobreseído.

Aquí no falta, entre mil amarguras y suciedades, el amor sublime, eterno, paraíso e infierno a la vez, que todo lo juega a una carta, y palpita entre las páginas, al doblar sus esquinas en pro de sorpresas, la inmensa nostalgia de la pureza; si no, véase cómo se cuida del ritmo, da la bella impresión de que mientras algunos de estos relatos eran escritos, su creador silbaba las palabras, la connotaba, las sublimaba por encima de las miserias que el mismo amor ofrece.

Todo artista es político por antonomasia. Por antonomasia pedimos también que las vacas se aparten, que la vida es corta. No hay cortes de manga a la política, pero es curioso cómo sus representantes son expulsados de estas páginas, de estas historias. No hay burguesía o burguesismos, ni improperios, más clásicos en autores de los setenta, en contra de alguna religión. No hay filias y en cambio cunden las fobias. Nuestros autores han viajado al fin de la noche produciéndonos impresión duradera con el torbellino de sus abismos sin fondo, en procura de la grandeza de un círculo dantesco. Es probable que no exista mayor elogio. Despliegan una virulencia caudalosa hasta lo atronador. Nos mienten con sobriedad, tales infundios deben considerarse como símbolos más que como gratuitas calumnias de intrigantes o resentidos. Sí, en estas páginas, resumen de dos generaciones lectoras, se nota el «desacomplejamiento» del que nuestros jóvenes se han visto ungidos en los últimos años. Sus diálogos mundanos en torno a la mesa, aunque se trate de escribas de poderosísimo verbo, tratan de ser producción fiel de palabras que nunca pronunciaría un diplomático servil y galante o una princesa incrédula y desdeñosa, portadores de refinadas alusiones y de punzadas exquisitas, y en esas omisiones hay una connotación de burla, esa mezcla de rencor y de desdén, hacia las viejas aristocracias, que era la misma, valga anotarlo, que usaban esas mismas aristocracias para juzgar, desde su orgullosa altura, a quien les ha permitido seguir viviendo y desplegando sus vistosas plumas.

No se muestra aquí, aunque eso sea imposible, el fervor por desentrañar la realidad nacional. Es probable que ya no estemos predispuestos a ella, que la realidad es muy volátil y que nadie, en palabras de Faulkner, está preparado para soportar demasiadas dosis de realidad. Por estas voces amanecen nuevos ritmos que trae la evocación de antiguos maestros que nos envuelven con una música sensual y que, si aplacan el sonido de las maracas, es para hacer una denuncia de las injusticias que padecen nuestros pueblos pero de manera sesgada, sin temor, sin alusiones, que es como mejor son dichas las cosas, como van a resonar durante días en el tímpano del escucha, del opresor que no sabe qué conciencia intrusa es la que roe su tan terca corteza cerebral.

Forjadores de criaturas protegidas por fuerzas extrañas. ¿Sus propias fuerzas? En un fragmento de uno de estos cuentos, la antiheroína (de las que hay muchas) ata flores aromáticas, sanadoras. Compra un huevo de gallina runa. Extrae el jugo de algunas de esas flores y lo mezcla en una botella de plástico. El aroma es magnífico. Se lava las manos a diario, luego del baño, con ese mejunje. Prueba su inexplorada habilidad de curandera. Usa como conejillo de indias a su débil y risueño hermano menor. Le promete que le limpiará todos los males. Con los primeros residuos de sus ramos florales, arma una corona que le sienta de maravilla. Le es consustancial ese tipo de sabidurías ancestrales. Al igual que la danza, a la que al practicarla eleva al nivel de arte. Resuelve vestir solo con flores. Las flores se marchitarán —supone— mientras mi cuerpo absorbe, se alimenta de sus gracias. La historia cobra vuelo cuando su clientela empieza a incrementarse. La antiheroína adopta otra pose. Su vestimenta se vuelve viral, moda, la usan por las calles y ella se siente extraña, aunque también satisfecha. ¿Hay algo que emocionaría más a una femme fatale que ser virus, la razón de la muerte de todos los hombres?

Hay ocasiones en que parecería que los sentimientos dependen de un grande esfuerzo para ser emanados, para fluir. No obstante, de igual manera parecería que en ciertos momentos, estos sentimientos tienen la capacidad de reproducirse por sí mismos, sin mayor empuje ajeno a ellos y a su esencia o naturaleza. Si nos referimos así a los sentimientos, debemos referirnos a su vez a quienes los tienen, o quizá sea más conveniente decir, a quienes saben exponerlos ante los demás con ardides encantadores y patrañas suntuosas, o con exquisito regusto helénico y auténtica ansiedad estética.

En épocas como las actuales, tan escasas en lírica y pasión carnal de la contradicción metafísica del amor, que nos permite una declarada rendición; en estas épocas aciagas en las cuales rompemos (y a veces incluso con pedantería manifiesta de por medio) los espejos de las metáforas y comparaciones que siempre han servido para abrir momentos de licencia en los cuales manifestar la lúcida conciencia reprimida; en estos tiempos en que tocar la carne misma ya no es como tocar la naturaleza, sino simplemente una imitación de la carne, y en que ya no se alude en medio de la pasión a la carne real, sino en todo caso al caos, al oprobio, al embuste, al plástico, rescatar autores que puedan ser considerados del pueblo, que en sus propios manifiestos declaran su nombradía a favor de la gente simple y feliz, resulta casi un exabrupto. Estos, nuestros forjadores de criaturas protegidas por fuerzas extrañas, suelen evitar los arrebatos sentimentales pero los aluden, los ven de reojo, que es como se debe ver el escote resplandeciente o al eclipse enceguecedor. Para eso son peritos. Cuando sienten que el corazón toma una resolución o se inclina por partido alguno, respiran profundamente, lo que consideran la mejor de las tácticas de persuasión, y piensan en una melodía que habían inventado y que nunca supieron para qué momento la habían creado. Esa misma imposibilidad, la de no entonarla o usarla a cabalidad, les acentuaba el despiste, el esfuerzo que hacían por hallarla en su boca y verla florecer desde su garganta servía como aliciente, como evasión.

Hay algo, mucho, de esta evasión, en las voces chirriantes de algunos de estos personajes, pero se combina a la perfección cuando se suceden paulatinamente cambios en la estructura de los órdenes del relato. A lo largo de los cuentos, ciertas palabras se reiteran para perfeccionar una estética de la devastación. Qué devastan sino la idea del retorno, empecinados viajeros de frente como son estos que suben a un autobús en Buenos Aires, que vacilan a la muerte en una bañera, que conversan con un entrevistador que ha leído en sus obras lo que ellos nunca quisieron escribir, que preguntan y pregunta sin tregua, que desfragmentan al tiempo merced a tales interrogantes, que se despiertan con ruidos fuertes o con el tintineo de una bolsa de treinta monedas, que desprenden oscuridad de sus miradas y sus aspectos, que se han deprimido porque murió la madre de su madre o que poseen, amorfamente, trompas enormes que son la distracción de todos los pasajeros de un autobús que piensan que esa persona sería ideal para actriz secundaria de una película de zombies

No es este el primero ni va a ser el último de los esfuerzos por dejar a los ecuatorianos lectores y a los visitantes de mundos contiguos una seña de lo que queremos decir y que tan bien estamos haciéndolo, aclarando la voz con aguardiente o con jengibre, pero sí es una muestra cuyo cuidado y vigilancia nos pone en buen recaudo, nos deja tranquilos ante los embates del no-lector, que, como buen devastador, trata siempre de tener la razón o por lo menos imponerla.

La Hydra despierta con su centenar de cabezas y habla, pero no permite que la confusión de tantas bocas interrumpa la buena comunicación. No. Habla esperando su turno, emplea a una treintena de endevotados nada estándares, revelando tras cada réplica el todo del que forma parte, lo que, paradójicamente, lo ayuda a tomar conciencia de ese todo que no es y a ser otro momento que será momento de otro todo.

(¿Por qué una bestia habría de tener cientos de cabezas? Para que alguna, la más callada, la que no paraba de estar equivocada, encuentre la palabra exacta y otra halle el tono adecuado para pronunciarla).

Notas

Los autores antologados en Despertar de la Hydra son Edwin Alcarás, Daniela Alcívar Bellolio, José Aldás, Sandra Araya, Andrea Armijos Echeverría, María Auxiliadora Balladares, Juan Fernando Bermeo, Luis Borja Corral, Jorge Luis Cáceres, Andrés Cadena, Pablo Echeverría, Daniel Félix, Salvador Izquierdo, Darío Jiménez, Andrés López C., Yuliana Marcillo, Miguel Molina Díaz, Édison Paucar, Santiago Peña Bossano, Mateo Ricas Castro, Silvia Stornaiolo, Martín Torres, Jorge Vargas Chavarría, Carlos Vásconez, Max I. Vega, Santiago Vizcaíno, José Yépez, Jennifer Zambrano y Diana Zavala.