El lenguaje es quizá uno de los campos en los que más se suele marcar la distancia entre lo correcto y lo incorrecto; entre lo que debe decirse y lo que no; entre la norma y lo que se escapa de ella. Todos nos hemos ubicado alguna vez en el papel de prescriptores, de policías del lenguaje, y que lance la primera piedra quien no ha juzgado a otro de ‘ignorante’ porque ha cometido algún error idiomático. Andamos, aunque nos neguemos a aceptarlo, con un bolígrafo rojo imaginario con el que tachamos todo aquello que se ve o se oye mal. Somos los dueños de la norma. Se nos hincha el pecho cuando esas ridículas listas de ‘los países que hablan el mejor español’ ubican a los nuestros en los primeros lugares. Nos morimos de vergüenza también cuando sucede lo contrario, y buscamos la lista que corrobore que somos los mejores. Citamos a la RAE como la máxima autoridad y condenamos aquello que la ‘docta casa’ condena. Hacemos del lenguaje un campo de batalla en el que gana el más ‘erudito’ y el más correcto.
Lo que describo en el párrafo anterior no es nuestra culpa, por supuesto, pues toda la vida hemos estado acostumbrados a que sea así, y las instituciones —tan normativas ellas— lo van grabando a fuego en nuestras mentes. Se nos acostumbra a no cuestionar a la autoridad, y, luego, cuando nos cambian las normas, nos rebelamos un poco pero terminamos aceptando el cambio, al fin y al cabo, las autoridades lo dicen y son incuestionables. Por ejemplo, si revisamos los primeros diccionarios o léxicos americanos, nos daremos cuenta de que muchos de ellos identificaban a lo que se alejaba de la norma como un barbarismo o un vulgarismo, y estos solían incluir a aquellas palabras o a aquellos giros que no estaban dentro de los documentos oficiales que circulaban en el continente desde España. Y muchos de estos ‘vulgarismos’ eran lo que identificaba y diferenciaba a las respectivas variantes del español de los países americanos. Solo dejaban de serlo cuando se los incluía en los diccionarios o gramáticas oficiales.
En la actualidad ocurre algo parecido, solo que las nuevas tecnologías van generando una proliferación de neologismos que es difícil normar. Debido a esto, la norma es cada vez más difícil de delimitar, se dispersa, queda corta ante tantas decisiones que hay que tomar.
Creo que el hecho de que aquello que hemos estado acostumbrados a reconocer como norma tenga necesariamente que ampliarse y ‘desnormativizarse’ es un gran reto para quienes hablamos español, sobre todo para quienes trabajamos con la lengua. Tal vez quienes solemos cerrarnos más a reconocer y a aceptar los cambios somos, precisamente, quienes conocemos mejor la norma, porque se convierte en nuestra zona de confort; sin embargo, al conocer la norma es más fácil tomar decisiones acerca de la lengua y orientarla adecuadamente para que sea más flexible y democrática. Sabemos muy bien que nadie es dueño de la norma ni de la lengua correcta, ella se construye y se moldea, se enriquece y se nutre. Quizá si pensamos menos en meterla en un molde y nos enfocamos en entender sus cambios, no sea tan complicado generar debates que nos lleven a acuerdos comunes, de los que todos nos sintamos parte y con los que estemos de acuerdo.