Como un periodista le preguntara a Francisco Sánchez Gómez de dónde venía su nombre de artista, el guitarrista andaluz respondió: «Mi madre se llama Lucía. Yo soy Paco de Lucía»; lo que no significa que Ramón de Algeciras, su hermano mayor, fuese hijo de una dama bautizada con el nombre del primer puerto español y quinto de Europa.
José Monje Cruz era, como yo, natural de San Fernando. En su caso, de San Fernando de Cádiz; en el mío, de Colchagua (Chile). Un tío suyo, al verlo paliducho, delgado en extremo y de piel blanca como el papel, lo apodó Camarón. El municipio de San Fernando, en la Isla de León, está unido por un tómbolo —accidente geográfico sedimentario— a Cádiz. La Isla de León, en la bahía de Cádiz, se separa de los municipios continentales de Chiclana de la Frontera y Puerto Real por el caño de Sancti Petri, brazo de mar que va desde la bahía por el norte hasta el Atlántico por el sur.
Para el artista, el nombre que lo hizo célebre —parcialmente toponímico— le cayó de cajón: Camarón de la Isla. Si va por ahí preguntando por José Monje, lo más probable es que no lo conozca nadie. Pero el gitano Camarón de la Isla grabó en Londres, en 1989, con la Royal Philharmonic Orchestra. A su muerte, el 2 de julio de 1992, fue enterrado en San Fernando, acompañado de una verdadera marea humana, una multitud de más de cien mil personas.
La prensa de Madrid describió el entierro: «Corrían desde la comitiva batiendo palmas y gritando olé, olé. Muchas personas lloraban abiertamente, otras arrojaban claveles blancos y hubo más de un desmayo. Ante el desconcierto policial, los gitanos montaron su propio dispositivo de orden, que tuvo que abrirse paso a patada limpia».
En mi niñez sanfernandina nunca supe cómo se llamaban el ‘Pat’e catre’ ni el ‘Párate bandío’, y debo precisar que ninguno era músico. Comerciante, el primero; policía el segundo, nunca les escuché un riff ni un arpegio y, hasta donde sé, el único elemento musical que jamás practicaron con elegancia fue el silencio.
Hay oficios en los que la chapa sustituye definitivamente el nombre. Los toreros son una maravilla de creatividad en la materia. ¿Cómo adivinar quién se escondía tras un apelativo tan luminoso como ‘Armillita chico’, y que antes de él hubo dos ‘Armillita’, su abuelo Juan Espinoza y su padre Miguel? A Pedro Gutiérrez Lorenzo todos le conocen como ‘El niño de la Capea’. Hubo que esperar el matrimonio de su hijo Pedro con Paulina, hija de ‘Armillita chico’, para enterarse de sus nombres oficiales.
Margarita Carmen Cansino, una incendiaria pelirroja que iluminó los años dorados de Hollywood, en la década de 1940, ni era pelirroja, ni se llamaba Margarita: la posteridad la recordará como Rita Hayworth. Su volcánica sensualidad hizo que la prensa de la época la apodase ‘La diosa del amor’. Junto a Frederick Austerlitz, hizo un par de comedias musicales que fueron grito y plata. La cartelera los anunciaba como Rita Hayworth y Fred Astaire.
En el cine todo es ilusión. Bernard Herschel Schwartz, nombre que no te dice nada, fue Tony Curtis. Jeanette Helen Morrison es conocida como Janet Leigh y, más recientemente, Helen Mirren se llama en realidad Ilyena Mironov. Volviendo a la música, si nunca compraste un CD de Reginald Dwight debe ser porque en la carátula del disco figura como Elton John.
Entre los gigantes de la literatura también suele haber chapas. Pablo Neruda se llamaba Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto, y Gabriela Mistral fue bautizada como Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga. Truman Streckfus Persons, uno de los más reputados escritores estadounidenses del siglo XX, se hizo famoso como Truman Capote. Henri Beyle decidió llamarse Stendhal, y un centenar de otros pseudónimos, por odio hacia su padre.
En el Liceo de San Fernando me explicaron que Amandine Aurore Lucile Dupin, baronesa Dudevant, fue una escritora francesa conocida como George Sand; pero no que fue una resuelta partidaria de los criminales que asesinaron la Comuna de París.
El genio más relevante de la pintura del siglo XX recibió el nombre de Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz y Picasso. Pero le bastó el apellido de su madre para alcanzar celebridad universal.
Entre los malandrines, William Bonney pasaría inadvertido si no se hubiese hecho famoso como ‘Billy The Kid’. Hay otros. Accenture, una empresa que es oro en barras, fue creada en un paraíso fiscal, Bermudas, antes de mover su sede a otro paraíso fiscal, Irlanda. Su nombre deriva de accent y future, para significar la esplendorosa visión de sus creadores. De ese modo ignoras que es una emanación de Andersen, empresa de auditoría, servicios fiscales y jurídicos con base en Chicago —una de las Big Five junto a Price Waterhouse Coopers, Deloitte Touche Tohmatsu, Ernst & Young y KPMG—, que disimuló, entre otras, las estafas de Enron. Condenada por la justicia, Andersen recurrió al cambio de chapa.
Los papas, una vez elegidos, adoptan otro nombre por una razón teológica fundamentada en la Biblia: Dios les cambiaba el nombre a quienes les encomendaba una misión (como hace el MI6 con James Bond) como, por ejemplo Abraham o, sin ir más lejos, San Pedro, cuyo nombre era Simón.
Nacido Ippolito Aldobrandini, Clemente VIII, 231 papa de la Iglesia católica(de 1592 a 1605), no le hizo honor al nombre elegido. Tal vez porque sucedió a Inocencio IX. Bajo su papado se cometió uno de los más sombríos crímenes del catolicismo: la captura, aprisionamiento, tortura, juicio y asesinato de Giordano Bruno, que se llamaba en realidad Filippo, y fue —además de dominico— un brillante astrónomo, filósofo, matemático y poeta italiano. Sus teorías cosmológicas superaron el modelo copernicano. Decía que el universo es infinito, que contiene infinidad de estrellas y muchos planetas habitados por seres inteligentes. También afirmó que en el universo no hay ni ‘arriba’ ni ‘abajo’, sino posiciones relativas de objetos celestes que se mueven unos con relación a otros, y que no hay ‘creación’ sino simple transformación de la materia. Esas y otras descabelladas teorías le ganaron el encono de la Santa Inquisición y tuvo que poner pies en polvorosa.
Cometió el error de regresar a Venecia, donde la Inquisición lo encarceló en mayo de 1592. En adelante, su vida se resumió a la prisión, las torturas, y los vanos intentos de la Iglesia por hacerle abjurar de sus convicciones. Tras más de siete años de prisión, acusado de blasfemia, herejía e inmoralidad, fue condenado a la hoguera por herético, impenitente, pertinaz y obstinado.
Al escuchar la condena, dirigiéndose a sus jueces, les dijo: «Tenéis más miedo vosotros que me condenáis, que yo que voy a morir». Como respuesta le cortaron la lengua. Murió estoicamente, sin exhalar un grito, no sin antes rechazar al sacerdote que quería darle a besar el crucifijo.
Una estatua, erigida en el lugar de su muerte en junio de 1889, por suscripción internacional, exalta su figura como mártir de la libertad de pensamiento.
En cuanto a Ippolito Aldobrandini, la posteridad guarda un piadoso silencio.