En su ensayo “Contra la interpretación”, Susan Sontag dice que más que una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte. Siempre me ha parecido una afirmación potente y reveladora porque propone devolverle a la obra su estado ontológico (ese que durante mucho tiempo fue relegado por el academicismo a una esquina del análisis): el de agenciador de sentidos. Esto implica recordar que, antes que cualquier otra cosa, el arte debe hacernos algo en el cuerpo. Pero exponernos a ser afectados, abrirnos a dicha experiencia, incluye un riesgo.
Hoy quiero escribir sobre ese riesgo que algunos artistas asumen cuando optan por hacer que su obra los atraviese en su deseo.
Pero ¿qué significa dejar que tu obra te atraviese en tu deseo? La relación entre sexo y arte es vasta precisamente porque en ella encontramos los temas más estremecedores, aquellos en donde vemos reflejado lo más frágil y violento de nuestra naturaleza; nuestros miedos, nuestras fantasías e, incluso, nuestra forma de organizarnos en sociedad. Estoy hablando, por supuesto, de la muerte, pero también de los tabúes en el ejercicio de nuestras libertades corporales. Me refiero al miedo, al horror puro, que genera enfrentarnos a la desnudez verdadera, allí en donde no hay posibilidad de esconderse.
Que tu obra te atraviese en tu deseo es, por lo tanto, la desnudez en el lenguaje.
El feminismo, los estudios de género, la filosofía y, por supuesto, el arte, han fijado su mirada sobre el cuerpo no solo como aparato biopolítico, sino también como centro de afecto en el sentido deleuziano, es decir, como lugar que es afectado constantemente por estímulos externos. Han intentado, también, derrumbar el discurso de enfrentamiento entre cuerpo y mente; dejar la perspectiva dualista y confrontativa por una monista. Sin embargo, el cuerpo siempre es y será centro de conflictos porque es un lugar de sensaciones y de restricciones.
Bob Flanagan, por ejemplo, fue un artista que nos entregó una obra atravesada por su deseo. En su caso tenemos a un cuerpo transformado en obra de arte. ¿Puede haber algo más conmovedor y escandaloso que una persona exponiéndose de tal forma ante su público? Flanagan padecía de fibrosis quística, enfermedad que lo ligó casi de forma sintomatológica a la cultura BDSM. Para lidiar con el dolor aprendió a erotizarlo y se convirtió en un performer del sadomasoquismo. Las escenas que interpretó de forma pública con su pareja, Sheree Rose, incluían laceraciones en el pene y en otras partes del cuerpo, golpes con todo tipo de instrumentos, escupitajos, etc. El documental SICK: The Life and Death of Bob Flanagan, Supermasochist (1997) de Kirby Dick recoge los últimos días de su vida y cierra con un poema que el mismo Flanagan escribió y que describe su poética:
Porque una vez mi fiebre era tan alta
que mis padres me desnudaron para envolverme en sábanas húmedas
para parar mis convulsiones.
Porque mis padres me amaban aún más cuando estaba sufriendo,
porque nací en un mundo de sufrimiento.
Porque entregarse es dulce, porque me atrae,
porque soy adicto a eso, porque las endorfinas en el cerebro
son como heroína natural.
Porque aprendí a tomar mi medicina,
porque ya era grande por tomarla, porque me la aguanto como un hombre,
porque como alguien dijo una vez: “Él tiene más huevos que yo”.
Porque es un acto de coraje, porque hay que tener agallas,
porque me enorgullece, porque no puedo escalar montañas,
porque soy pésimo en los deportes,
porque si no se usa la vara, se malcría al niño.
Porque uno siempre lastima a quien ama.
(Fragmento)
Ron Athey, Gina Pane, Regina José Galindo, Ana Mendieta, Monica Sjöö, Marina Abramovic, Hermann Nitsch, entre otros muchos, han trabajado con el cuerpo y con el dolor en el arte, pero Flanagan resulta especialmente obsceno porque nos entrega su cuerpo deseante, palpitante y excitado e, incluso, como obra final, su muerte.
¿Cuántos artistas nos entregan también su vida y su deseo en su obra, no a través de la ficción, sino de la carne? ¿Es posible que algo así ocurra en la literatura? En teatro, la obra Monte Olimpo de Jean Fabre incluye sexo en directo, pero la literatura no puede poner en escena otra cosa más que palabras. Las palabras, sin embargo, pueden convertirse en carne. Por eso la tradición de literatura pornoerótica nos muestra un peephole por donde mirar hacia lo más oscuro del deseo.
¿Y qué es la escritura sino deseo?
El cuerpo abyecto ha sido territorio del arte más descarnado porque allí habita el centro desnudo de nuestra humanidad. Aunque toda carne puede devenir abyecta, hay algunas que cargan más con el estigma: el cuerpo tatuado, el cuerpo del hombre desmasculinizado e hiperfeminizado, el cuerpo de la mujer desfeminizada e hipermasculinizada, el cuerpo trans, etc. Si decimos que Edipo encarna la abyección de la antigüedad, el cuerpo incestuoso y parricida, Bob Flanagan y los artistas que hacen arte con el deseo abyecto (sin importar lo vil o repulsivo que este pueda ser para otros) encarnan la deconstrucción de la inmortalidad del arte posmoderno: el que deviene precario por voluntad propia frente a nuestros ojos.
El performance, el body art, el land art, entre otros, trabajan con el horror de lo efímero, y esto tiene una belleza oculta: la belleza de lo que se disuelve, de lo que es intenso y termina pero, sobre todo, de lo que apunta a desacralizar el templo; nuestro cuerpo-nunca-más-un-templo. Nuestro cuerpo aparece, bajo esta luz, como un lugar bellamente doloroso, dulcemente mortal, centro de experiencias enmudecedoras y sobrecogedoras. Por ello puede que hayamos empezado a entender de un tiempo acá que el arte no es el objeto sino las manos y la mente; esas mismas que perecerán, se descompondrán y acabarán en nada. El arte nos conmueve, incluso en su carácter más transgresor, porque es la celebración de la vida y de su finitud.
Nosotros habitamos la ternura de ese contraste.