Richard Jiménez| Licenciado en Filosofía
Amigos, uno nunca sabe lo que le espera a la vuelta, ni siquiera sabe lo que le espera luego de un sorbo de Coca-Cola. Es como si los oyera otra vez, como si lo que pasó hubiera ocurrido esta misma mañana. Eran dos tipos con algo entre manos, creo que no fueron demasiado avispados y no se enteraron de que detrás de la puerta de su negocio, que parecía cerrado, alguien escuchó sin querer lo de afuera porque se quedó, porque no tenía ganas de ir a podrirse con los reclamos de su mujer y la pestilencia de su cuñado. Los tipos: “Aprieta el botón”.
Soy Jhonny, así me bautizó mi viejo porque dizque el día en que nací probó por vez primera el whisky fino. Yo administraba una tiendita de víveres en una esquina fea, la que tú recuerdas con cariño, la que aún es vecina de un sifón levantado y un tronco seco, que alguna vez fue un árbol bola.
Amigos, yo tuve la suerte de vender sus revistas —él me las fiaba por ser buena gente— y ese capital era el más delicioso porque yo ganaba, él ganaba y la gente se iba con una joyita.
Una vez le reclamé rabioso porque había escrito pestes sobre un vendedor de cocos del parque. Decía que era agente peruano y que en su carretilla escondía una radio para el espionaje.
Le pregunté si tenía huevos para atacar a los políticos y poderosos, por qué se ensañaba con ese pobre coquero. Él, con cara de yo no fui, contestó: “A ese hombre he visto que ya nadie le compra cocos, pero como la gente es bien chismosa, solo para saber si tiene o no la bendita radio, o si es agente infiltrado, le van a comprar”.
Así era José Alfredo Zendejas, la “Mamá del rock”, nunca se vendió porque tenía principios y de esos ya no hay. Los tipos: “No te cagues, quedamos en que tú ibas a apretar el botón”.
Amigos, Zendejas fue de los primeros migrantes que se embarcaron rumbo al norte, a principios de los cincuenta. Él y su familia se mudaron a Los Ángeles; él se dedicó a diversos oficios, limpió platos, fue pocillero, agente de aseo en un supermercado, guardia en un geriátrico, editor musical de Oulala, revista dedicada a la pornografía y a entrevistar hippies. Y un día de esos, así no me crean, amigos, por cosas de la vida, al querer buscar media hamburguesa dentro de un basurero en un McDonald’s, encontró harto dinero y comprendió que debía volver.
Cuando regresó, organizó buenos conciertos con bandas nacionales, él mismo fue vocalista de los Aliento de Perro, abrió un barcito rockero y fue discjockey en Radio La Fama con su famoso programa Veneno inyectado en el dial. Desde ahí le empezaron a decir la “Mamá del rock”. Los tipos: “¿Nos pagaron bien por esto?”.
Se lo cogieron en Gringolandia, amigos, a la “Mamá”, porque ese ambiente le voló la cabeza y le inspiró a hacer su propio periódico, el Callaboca. Todo hecho por él, hasta los dibujitos majaderos.
Le quitaba el sueño poder combatir el ambiente turro que vivíamos en aquella época. Dar fuego contra fuego y empezar un incendio. La violencia verbal contra la violencia estatal. Causar risas e indignación y meter candela hasta por las orejas. Porque a nosotros no nos podían censurar como a los grandes diarios vendidos.
Cuando el periódico se hizo “peligroso” y puerco para los amargados, hicimos lo que debíamos hacer. José Alfredo reclutó a un grupo de mendigos a que hagan rodar las páginas por el centro, parecíamos microtraficantes porque esos venían a la tienda y todo era clandestino; sin armar bulla.
Yo ya no abría la puerta a nadie, atendía a cualquiera por una ventana de la Lanfor, si era cara conocida cualquiera de los mendigos los hacía entrar por atrás. Los tipos: “¡Qué fue, chucha!”.
Un día me lo detuvieron por supuesta posesión de droga, figúrense amigos —eso nunca fue comprobado—. Luego lo soltaron. Yo creo que Zendejas se radicalizó al caer preso. Amigos, le cortaron la melena grasosa y le obligaron a almorzársela junto con una edición completa de su periódico.
Le quitaba el sueño poder combatir el ambiente turro que vivíamos en aquella época. Dar fuego contra fuego y empezar un incendio.
Lo vimos con los cachetes llenos, hecho gato, amoratado y en su boca todo el periódico. Salió en la televisión. Aunque sea ahí se salvó de que lo maten porque los colegas de la radio denunciaron el secuestro. Tras eso ya no volvió a hacer Callaboca, pero armó un libro decente en donde dio testimonio de las torturas y le dejó “nuevito” al Gobierno a punta de crítica. Y se calentaron, amigos; y las amenazas, llamadas y cartas anónimas, correteos no pararon. Pero de que tenía huevos, tenía huevos. La “Mamá” sacó una revista atrevidísima Comentarios de Zendejas.
En esas publicaciones, que también le ayudé a vender con ganas, denunciaba a los corruptos que siempre han sido el chancro de este país: jueces, políticos, diputados, generales, etc. Nadie se salvó de su lengua viperina. Una de las que más me hizo gozar fue la que parodiaba al entonces señor Presidente; salió en la portada el José Alfredo con una camisetita de los Metallica, leva, pantalón jean, la banda presidencial y su jeta de santo; sostenía una pancarta que decía: “Gran güevada ser presidente”. Los tipos: “¡Ahora! El botón, aprieta el botón, pendejo”.
Reventó feísimo, amigos; sus tripas fueron el confeti; a dos cuadras encontraron una pierna sin zapato y el cráneo pedaceado. Lo ocurrido parecía sacado de una película pirata. De cortesía le habían entregado un parlante para guitarra, dizque regalado por un auspiciante de un concierto que iba a organizar a fin de mes. Salió de su oficina y tocó la Lanfor, me pidió una Coca-Cola y se la pasé por la ventana. Habían instalado de esas bombas dentro del parlante y ¡boom! ¿Quién hizo explotar a la “Mamá”? Pues averígüenlo ustedes.