Pedro Luciano Colángelo Kraan |
La historia que reseñaré aquí ocurrió, se supone, hacia la década de 1940. Quien la narró la tiene por cierta, y es probable que así haya sido. He hallado algunas pocas personas que la repitieron, con ciertas variaciones, por los alrededores, en los caseríos que se desparraman, aquí y allá, por la cordillera central.
Citaré la versión de uno de estos hombres curtidos por mil soles y que han memorizado las historias de su gente. En el tremendo frío de las alturas andinas, custodiado por filosos riscos y montañas cubiertas de duros pastizales, existe un diminuto poblado de curioso nombre: Cocha Colorada. Por algún tiempo anduve recorriendo esos parajes, abusando de la hospitalidad de esos hombres y mujeres de piel y lenguaje duro, recogiendo cuentos y costumbres para un libro que jamás se escribirá.
Había deambulado varios días, con los pies helados, cargando apenas un minúsculo equipaje. Pocas palabras logré aprender del kichwa; sin embargo, los gestos y las miradas me han sido suficientes para entenderme con esta gente, silenciosa y desconfiada.
Fue hacia fines del último junio cuando arribé a Cocha Colorada. El atardecer se me estaba viniendo encima y pedí posada a un viejo que regresaba a su casa cargando un azadón y llevando una recua de llamas, perseguido por un perro de lo más vulgar. El viejo dudó y pidió que lo siguiera. Cuando la niebla lo estaba devorando todo, arribamos a un grupo de ranchos cubiertos de paja y tierra. Me pidió, con una seña, que aguardara; y yo me dediqué a mirar con insistencia el invisible abismo fantasmal que me rodeaba.
Al cabo de unos minutos apareció un hombre bajo, amable, de rostro caballuno. Se presentó y me tendió la mano. Su nombre era Cornelio.
Dentro de la choza se acumulaba una docena de hombres y mujeres. Solo unos pocos hablaban el castellano, y aunque sus talantes duros parecían petrificarse contra el suelo, supe que sería bien acogido aquella noche. Cornelio sonrió; con modales suaves me indicó un sitio donde sentarme y quiso conocer quién era yo. Mientras relataba una biografía poco interesante, una mujer joven me sirvió la cena. Bebí de su aguardiente mientras, afuera, el ulular funesto del viento me estremecía. Alguien, en otro rincón, rasgaba melancólicamente un arpa.
Conforme iban sirviendo el aguardiente, y mientras el frío desaparecía de mi cuerpo, Cornelio, que tenía algo de salamanka, comenzó a contarme la historia.
Refirió que cerca del caserío había una laguna a la que, desde los tiempos de la organización tribal, se ha tenido como sagrada. Con ayuda del aguardiente intenté imaginarme cómo habría sido la vida en tiempos previos a la invasión española que tardó, según mi anfitrión, más de dos siglos en aventurarse en aquellas regiones perdidas.
Protegida por los cerros, la cocha ha permanecido igual durante miles de años. Crece allí una flor silvestre de color rojizo, una especie de liquen andino imposible de encontrar en otros sitios. La cocha, me informó Cornelio aquella noche helada, protege al pueblo, ejerciendo una especie de maldición ante quienes la profanan de una u otra forma.
Hace algunas décadas, un forastero venido del otro lado de los cerros se acercó a la laguna para abrevar a su caballo, exhausto después de una dura jornada. No hizo, tal lo reclama la cocha, su ofrenda; y sin permiso de la naturaleza orinó en sus aguas. Un viento feroz comenzó a soplar desde el oriente, por lo que el hombre buscó abrigo entre los árboles y dejó que su caballo pastara por los alrededores.
El extraño, de quien se supo que se llamó Narciso y vivió hasta hace no muchos años, se distrajo o se durmió. En el sopor, sintió que sus pies eran lamidos fieramente por un agua fría y se despabiló; la cocha había llegado hasta él. Sobresaltado se puso de pie y buscó con la vista su caballo. No lo halló; el viento le dificultaba el paso y no supo qué rumbo tomar. Decidió subir una cuesta, pero la correntada lo obligó a descansar sobre una roca. Sudaba a pesar del aire gélido.
Llamó a su jamelgo aunque su voz se perdió. Con pavor, notó que el agua estaba apenas a unos centímetros de sus pies. La cocha lo había alcanzado.
Ya exhausto se arrastró ladera arriba, el cuerpo entumecido y atravesado por una transpiración escarchada. Sus manos apenas podían sostenerse del herbaje; había comenzado a lloviznar.
Narciso tomó aliento y volvió la mirada: el agua, otra vez, le arañaba los pies. Presa de un miedo atávico, juntó fuerzas para erguirse y corrió, hocicando, hacia la cima, ciego y casi sin aliento. La cocha lo perseguía, insaciable, a pesar de que él ganaba altura. Creyó verse como un náufrago; el agua rojiza lo rodeaba por las quebradas, ocultando la hierba, y se sintió perdido.
Ya sin fuerzas se detuvo y pensó en el sol ausente o en el ayer.
En algún momento las sombras lo envolvieron y tropezó. Rodó cuesta abajo y perdió la conciencia. Lo invadieron recuerdos o sueños extraños, y alguien lo encontró gimiendo al borde de un sendero, magullado y cubierto de barro. Cuando el extraño volvió en sí, tuvo frente a él la mirada calma de un hombre que dijo llamarse Cornelio. Le fue ofrecido un plato de comida y, al abrigo del fuego, Narciso contó lo que acababa de sucederle. Pasó la noche en Cocha Colorada; al día siguiente, domingo, y acompañado por el taita Inti, hizo a la cocha su homenaje de frutos de la tierra.
Ya casi embriagado, Cornelio puso fin a su relato. Era casi medianoche y el viento pareció calmarse.
—Es hora de descansar —dijo con inmensa calma—. Mañana podrá usted hacer su ofrenda.
Y sonrió.
Riobamba, 29 de junio de 2012.
Pablo Colángelo nació en La Plata en 1970, y actualmente vive en Ecuador. Comunicador social, trabaja en la UPS de Cuenca. Ha recibido diversas menciones en concurso de poesía y narrativa, y obtuvo el Primer Premio de Narrativa del Certamen Internacional Argentino-Uruguayo, organizado por Rotary Club de La Plata en 2004.