Joce Deux
Ximena pide que no me levante, prefiere caminar. Su vida sedentaria, dice, la matará. Se levanta y va por unos tragos. Me deja con su hija.
Raquel es bella, debe tener 13 años. No ha hablado desde que entró con su madre. Sus labios mal pintados le dan un aspecto grácil. Me mira con una sonrisa inusual, casi maligna. Le devuelvo la sonrisa, una menos intensa, cauta. Ella juega con sus trenzas, mete las puntas en el vaso repleto de soda y luego, como si fuesen una catapulta, me lanza las gotas que se sujetaron de sus hebras. Yo meto mis dedos en el vaso con agua y lanzo las gotas a su rostro. Una resbala desde su mejilla hasta pender de su labio superior. Estoy en la reunión de veinte años de graduación del colegio, sentado con una niña que me empuja hacia atrás.
Ximena también tenía trenzas. Era bella. Cursábamos sexto grado, teníamos 10 años y algunos aún teníamos miedo a la oscuridad. Yo era el nuevo, el frágil. Era callado y cuando hablaba sentía el nervio en mi voz. Nunca lo supo, pero ella rompió mis aldabas. Nunca cruzamos más de diez palabras, pero sabía que le gustaba y llegué a imaginar un futuro con ella en un lugar apartado donde los árboles brillan y lo único que se escucha es la brisa del río.
Me aterraba volver a casa, pero tampoco quería estar en la escuela. “Los Nudillos Rotos” podrían estar por ahí.
Fui a casa. Subí los tres pisos de mi edificio y toqué la puerta. Al otro lado, mi madre con sus ojos henchidos de lágrimas. Siempre que la veía pensaba en ventanas atiborradas de gotas de lluvia. Me dio un beso en la frente y un abrazo. Ella buscaba dentro de mi humanidad, una guarida. Lo siento madre, también tengo miedo.
Hacía deberes con poca gana, y me detenía de vez en cuando para dibujar a Ximena. Había empezado unas semanas atrás. Era la forma de acercarme.
Desde lejos escuché, como de costumbre, el motor de la Datsun 75 que se detenía en el parqueadero. Vi desde la ventana con malla metálica a mi padre con su uniforme naval. Bajó de la camioneta y sus pasos lejanos se tornaron específicos y trémulos. El sonido de la cerradura, de las bisagras, el cuerpo pesado dentro del departamento, espesando con sus exhalaciones el mínimo aire puro que quedaba. Corrí hacia el armario y me escondí. Él sabía hallar el refugio. Cada día abría las puertas, alzaba el colchón, largaba las cortinas hasta encontrarme. Esperaba un abrazo, yo quería asesinarlo.
Al otro día, Ximena miraba imperturbable, en primera fila, el pizarrón de tiza, mientras el aula se llenaba. Me senté a su lado. Desenvainaba luz. Era un faro que despejaba la sombra arrancándola con rabia. Quería estar frente a esa luz, que me mirara con firmeza y que jamás retirara sus ojos de mi tímida figura.
Su mirada se afianzó en la mía. Yo deslicé el dibujo. Ella lo miró desentendida. No se reconoció. Abrió su boca y dijo que quería tener tres hijos, una casa grande y un clóset repleto de vestidos y zapatos de diseñador.
-¿Por qué quieres todo eso? -pregunté decepcionado.
-Mi madre lo quiere. Y está bien para mí.
Me paré frente a ella. Junté mis labios a los suyos y ella no cerró los ojos. Quería que los cerrara, para yo también cerrarlos. Ximena dejó caer sus párpados. Hice lo mismo.
La brisa sobre nuestros rostros. Estábamos lejos, muy lejos. El faro se encendió y mi sombra se apartó hasta dejarme a solas con su luz.
Jimmy me agarró del cuello. Me lanzó al piso y ahí, Daniel gritó:
-¡Esto le pasa a los galanes!
“Los Nudillos Rotos”, Jimmy, el gordo Erazo, Bejarano y Daniel, eran más altos que los otros y controlaban la primaria. Acosaban a los menos fuertes. Daniel me pateó el estómago. Bejarano me escupió un gargajo directo al rostro. Y el gordo Erazo me arrancó la ropa hasta desnudarme. Orquestó la mella de humillación que dormiría conmigo por años recordándome que solo por un instante en el que bajé la guardia, el apagón me abrazó hasta retorcer mis propias tinieblas.
Ahora veo a Ximena volver con sus caderas anchas, su pelo pintado y siento todo lo que quise decirle en el pasado: “Estoy desnudo y no voy a llorar. No tengo miedo. No. Esto terminará pronto. Si tú quieres podremos irnos lejos, más lejos de lo que mis piernas pueden correr. No me mires con pena. Jamás dejaré que me veas débil y desnudo”.
Ximena se casó con un tipo que quebró la empresa de su padre. Se divorció y siguió buscando quien le diera lo que su madre tampoco tuvo. Ya no alumbra. Es su propia sombra.
Raquel mueve sus piernas y golpea mi fémur varias veces. Me invita a jugar, no sé adónde, ni qué. Se le notan las ansias por irse. Ximena quiere saber de mi vida y yo no sé por dónde empezar. No reconozco a los demás. Pueden ser Bejarano, Jimmy, el gordo Erazo, Daniel. Saludamos como si fuésemos entrañables. Prefiero levantarme y salir a fumar.
Raquel me sigue a veinte pasos de distancia. La siento. Su olor es igual al de Ximena cuando éramos niños.
Prendo el cigarrillo. Ella sale de inmediato. Le pregunto si fuma. Ella asiente con la cabeza. Le doy uno. Se lo enciendo. Raquel mira los autos estacionados. Me pregunta cuál es el mío. Se lo señalo. Sonríe, tiene brackets. Me pide que la lleve lejos.
-¿Por qué quieres huir? -hurgo esperando alguna respuesta boba.
Mira el suelo, y luego levanta el rostro y seria chupa el cigarrillo. Sale el humo de su boquita.
-Porque corro rápido, pero no lo suficiente. Tus piernas son largas, tienes auto y me gustas. ¿Me llevas?
Miro atrás y observo el recuerdo que se repite interminable. Veo a mi padre morir pidiendo perdón, a mi madre deshecha entre antidepresivos y ansiolíticos. Me veo desnudo frente al único faro que pensé que podría iluminarme. Entonces observo al frente, al futuro, y ahí, entre árboles que brillan y el sonido de la brisa del río, Raquel fuma mis cigarrillos.