Parto con una anécdota que es real. Quizás me demore un poco porque la gracia, supongo, está en los detalles pero lo que me importa, lo que me lleva a escribir y pensar esta charla*, está contenido en esta interacción que ocurrió durante el último tercio de los ochenta entre el que ahora habla y está acá al frente y el novelista José Donoso, amigo muy cercano, como bien sabemos, del representante ecuatoriano del Boom, el gran Marcelo Chiriboga.
Veamos.
La otra noche pasé por la calle Galvarino Gallardo, en bicicleta, para fijarme si era cierto lo que decía Pilar Donoso en Correr el tupido velo, el libro que acababa de terminar de leer: que la casa ya no existía. La casa donde estuvo el taller, ese taller envidiado, denostado, ninguneado, mitificado; la misma casa helada y llena de crujidos y perros («!Clarisa!, basta; ¡Cirilo, córtala!») que yo sentía era un lugar sin límites, pues estaba conectada al mundo (en un momento en que parecía que nada estaba conectado con nada) y a un mundo al que yo quería desesperadamente pertenecer, pues me parecía mejor que el que me había tocado.
La casa era la misma casa que fue el set principal, digamos, de su cuento Los habitantes de una ruina inconclusa; la misma casa por la que, algún día soleado, ya al final de sus días (¿1994?) yo pasé a tomar té («té, no Onces», me corrigió doña Pilar) después de haber ido —quizás— al sicólogo (no al sicoanalista, como anota Donoso en una de las dos menciones que hace de mí) que quedaba por ahí cerca y, luego de leerlo, y subrayar esa parte, ahora capto lo que quizás en ese momento estaba demasiado paranoico para sentir o articular: de todos los lugares en Santiago, y de todos los lugares literarios de la ciudad, esa casa era uno de los pocos donde no me sentía ni odiado ni mirado en menos ( «ten cuidado, eso sí», me dijo don Pepe, «que el Cura Valente vive en esta misma calle; mejor te vas por Antúnez para arriba») sino acogido, seguro, tomado en cuenta como el igual que claramente no era; uno de los pocos lugares del mundo que, durante esos años de aprendizaje y oscuridad a fines de los ochenta, me sentía más inteligente, culto y mejor escritor que todos los que insistían en que no lo era y que nunca lo sería.
Todo eso era, para mí, la casa de la calle Galvarino Gallardo.
Y, sí, en efecto: ya no estaba.
Ahora había un edificio intercambiable.
Para mí, José Donoso no fue un amigo y tildarlo de maestro sería, como él mismo lo hubiera dicho, «un poco siútico, ¿te fijas?». No lo siento como mi Yoda y creo que él no andaba por la vida recogiendo escritores vagos y perdidos, pero fue un gran aliado, un notable profesor, una suerte de abuelo como nadie podría pensar que podría ser un abuelo porque, por un lado, parecía de 90 años (siempre) y, por otro, estaba lleno de preguntas, curiosidad, pulsaciones, mañas, histerias, venganzas, vida. Nunca estábamos de acuerdo en cine. Nunca. Una vez le comenté que, por culto y brillante y leído que era, no era un hombre de cine ni un cinéfilo sino, a lo más, un espectador que se dejaba llevar «por la cintas de época». Él se rió. Yo lo envié, o le recomendé ir, más precisamente, a ver una cinta llamada Las montañas en la luna, cinta acerca de uno de sus ídolos del que siempre hablaba y del cual quería escribir una novela: Sir Richard Burton.
Pienso: ¿le hubiera gustado?
Donoso me intrigaba porque claramente nuestros mundos y estéticas eran tan, tan opuestas pero teníamos una conexión y ese día, el día en que él escribe de mí en su diario y que Pilar Donoso, su hija, cita en Correr un tupido velo, tengo que haber estado muy cómodo y contento. Si mi memoria no me traiciona (y la memoria se dedica justamente a eso: a traicionar y borrar y mejorar) estaba ahí en la calle Galvarino Gallardo donde estaba su casa con buhardilla donde desarrollaba su taller, para despedirme y darle las gracias por haberme recomendado para ir a Iowa City a pasar unos meses al célebre Writer’s Workshop. Iba a ser el primer chileno en regresar a ese sitio en el Medioeste americano que el propio Donoso había idealizado (con razón, por lo demás) en sus escritos y sus conversaciones. Donde topábamos era en Chile. Según él, debía aprovechar el viaje para no regresar. «Estoy tan arrepentido de haber vuelto a este valle donde todos nos conocemos y despreciamos», creo que me dijo. De alguna manera estaba de acuerdo pero no podía aceptar, no quería aceptar, la idea de ser un exiliado o de sentir que Chile era un sitio despreciable, malvado y peligroso. Subrayo, con algo de pena, esto que seleccionó Pilar Donoso no sin antes pensar que quizás a don Pepe le tocó, de verdad, otro Chile, el viejo Chile del que ya quizás queda poco y que, no me cabe duda, era tan dañado como donosiano:
Maldito el día en que se me ocurrió regresar de España! ¿A qué,
para qué? Es bien poco, fuera del dolor, lo que obtengo de vivir aquí. Esa
gloria literaria, esa paternidad literaria que María Pilar estima debiera
ser mi mayor recompensa, no significa absolutamente nada para mí al
enfrentar los demás problemas.
Correr el tupido velo me hizo volver a las novelas de Donoso pero también a la experiencia extremadamente donosiana de haber ido a su taller, a su casa de la calle Galvarino Gallardo. Leyendo este insólito e inesperado libro he podido regresar, de una manera proustiana, tal como a él le hubiera gustado, a esa calle, a esa buhardilla del tercer piso.
Antes de que publicara mi primer libro, Donoso me pidió que, en calidad de su alumno menor, lanzara su último libro —Taratuta— en un salón del Hotel San Francisco. Me acuerdo de que terminé la presentación sintiéndome que lo había hecho todo mal y que nunca, nunca, volvería a presentar otro libro. Entre otras cosas porque no alcancé a leerlo todo (eran apenas dos nouvelles) y porque no hubo caso que conectara con lo que había escrito. Admiraba al abuelo, pero no tanto lo que escribía.
O quizás no era el momento.
Yo era demasiado joven, estaba demasiado entusiasmado conmigo, quería crear mi propio mundo y no ser parte del de otro.
Lo alucinante para alguien que estuvo en el taller es confirmar en Correr un tupido velo cosas que no anoté pero que quedaron almacenadas en mi mente todos estos años: uno escribe una novela no porque uno tenga una vida novelesca, sino porque quiere hacer una novela con su vida. El caso Dostoievski. Sí, es verdad. Aunque se ha mitificado más de la cuenta. Donoso fue el que empezó a contar la anécdota. Él la hizo pública, le parecía divertido. En efecto, me echó del taller por no haber leído lo que él consideraba clave que debía leer para convertirme en escritor.
Creo que él no sabía quién era, no me conocía de nombre, yo era un chico más. No duré más de seis sesiones en ese taller uno. El primer taller al que fui para luego ser expulsado. Traumante.
Yo le respondí, rápido, seguro, con un one-liner: Le pregunté si él había leído a Charles Bukowski.
Me dijo que no.
Entonces yo le dije (tenía 21, 22) que cómo se atrevía a seguir publicando entonces. Me preguntó qué estaba estudiando. Periodismo. «Lejitos vas a llegar…; es la peor profesión de todas y no tiene nada que ver con crear sino con robar». Luego me preguntó cuál había sido la última exposición de arte a la que había asistido. Le dijo que nunca había asistido a una.
—Y tienes la osadía de querer crear, muchacho.
Luego leyó en voz alta el ejercicio que nos había solicitado: describir la casa en la cual uno se crió. Yo escribí de mi casa en California durante los setenta, un mundo cercano al de Spielberg pero sin extraterrestres.
—Nadie puede pretender ser escritor y haberse criado en un suburbio. ¿De verdad tenías piscina? ¿Sabes nadar? Dedícate a otra cosa, no me hagas perder el tiempo, por favor.
Aquí quería llegar.
Aquí se produjo el big bang, mi momento-bajo-el-sol, mi epifanía, el momento en que tuve que enfrentarme al Boom y a la tradición, y que me costó que me expulsara del taller al considerar que yo no solo era un muchacho insolente sino que tanto yo como mi mundo imaginario no teníamos espesor literario.
Yo no usaba material literario y no parecía un escritor.
Era un chico urbano McOndo antes que inventara ese término.
Leo su versión del encontrón aquel que su hija recoge en Correr el tupido velo.
Cuando yo creé mi taller de escritores, el primer año elegí a un grupo de muchachos y muchachas jóvenes. Me encontré en la primera sesión dos cosas que parecieron intolerables: que carecieran de la experiencia de viaje, de la visión del afuera, de la óptica distinta, que contaban sobre el olor del membrillo porque no tenían la experiencia del olor de la guayaba, no porque lo prefirieran, y en segundo lugar, porque su conocimiento de la literatura, de la novela específicamente, se remontaba sobre todo hasta los escritores latinoamericanos de mi generación, que éramos, como quien dijera, los clásicos. Yo, naturalmente, monté en cólera. ¿No conocían a Stendhal, a Dosotoievski, a Tolstoi, a Proust, a Balzac? ¿Por qué querían ser escritores, entonces? ….furioso, los despaché y juré no volver a enseñarle a gente tan joven, que solo podía leer a aquellos autores que creían podían parecérseles, con cuyos personajes podían identificarse y cuyas historias podían parecerles verosímiles.
Pero las cosas cambiaron, y años después volví al taller. Leí algo de Dostoievski (Memorias del subsuelo) y él me confesó que había «hojeado a Bukowski». Le había parecido «bastante pedestre, ¿no crees? A one-man-book man, ¿te fijas?; claramente lo suyo no es el lenguaje, pero entiendo por qué puede gustar tanto a los universitarios».
Volví al taller que luego fue tildado como ‘plagado de donositos’ pero la verdad es que aún no leo una novela que intenta siquiera copiar o imitar a Donoso. Para mí, ingresar a ese mundo donosiano era, entre otras cosas, alejarse del país y, sobre todo, de la Escuela de Periodismo, donde el tema urgente era la política, seguido del ping-pong y la marihuana, y no el mundo de los libros o lo creativo. Cuando pienso en mi educación superior, pienso en Galvarino Gallardo. No tuve la suerte de ir a Yale o Harvard o Cambridge, pero en esa casa, con doña María Pilar gritando del segundo piso, «Pepe: te llama Mario de Lima», con repisas enteras de libros que nunca había leído, con conversaciones donde yo me quedaba mudo y todos hablaban de arte y música y ciudades y cine (de mal cine pero bueno…), yo me sentía el tipo más afortunado de la ciudad.
Cuando me tocó leer por primera vez el primer capítulo de mi primera novela, Mala onda, les expliqué a todos que «era de época y que me faltaba aún mucha investigación en la Biblioteca Nacional». Donoso quedó de una pieza y feliz. Luego, al partir leyendo, captó que la época era 1980. «Pero esa no época, sucedió la semana pasada». Yo le respondí que no, que ya habían pasado ocho años. «Más de un tercio de mi vida, don Pepe». Sonrió y me dijo: «Sigue, veamos de qué va tu novela histórica».
Solo diré esto: no hay nada como sentir la aprobación de gente que uno admira y respeta cuando más lo necesitas. Eso te salva. Al taller uno no iba a aprender a escribir, uno iba a ser escuchado, apoyado, tomado en cuenta. Uno iba a escapar e ingresar a un mundo que, por viciado o dañado que estaba, claramente era mejor que el que estaba afuera. Pero que Donoso me apoyara no bastó.
El tema de lo No literario me seguía rondando.
Fue bueno que fuera así. Que sucedió lo que sucedió: que Donoso no solo cuestionara mi vocación o mi talento sino algo peor o más vital: mi ADN. Lo que saqué en limpio esa noche fatal en que me dijo que quizás era mejor que no regresara al taller era esto: no es que no tuviera talento como escritor, no tenía materia prima.
Yo no era digno para escribir.
No tenía qué contar.
O que lo que me interesaba contar (lo que había vivido) quizás —quizás— servía para la televisión o novelas de Stephen King o libros de aeropuertos o canciones o películas comerciales de todo tipo (ET, Los Goonies, algo de John Hughes, Christine) pero nada digno de un Oscar.
Mi magma es pop.
Yo era pop.
No era tonto, pero es inculto en cuanto a lo cultural y mis temas, mi vida en rigor, era poco literario.
Yo no era literario.
Y sin embargo quería escribir literatura.
Deseaba intentar hacer con mi material algo por escrito que trascendiera lo trash o lo consumible tipo fast food. Pero esto era pre el respeto por lo pop. King era considerado basura, la tele era la caja tonta, faltaba demasiado para Netflix o Stranger Things o It.
Dios, Cuenta conmigo que ya la había visto, creo, era una cinta infantil a la que no le fue demasiado bien en la cartelera. La ley de la calle, es verdad, estaba por convertirse en algo de culto en el Cono Sur pero no aún.
Yo estaba listo pero no tenía aliados.
Pero como dicen por ahí: lo que no te mata te hace más fuerte. Yo no sabía muchas cosas pero sabía algunas: esas obras no artísticas me decían cosas, me hablaban, me acolitaban, me contenían. Mi mundo quizás no tenía la pátina de lo que relataban las novelas del Boom pero era mío. Mi único radar para medir si algo era basura o no era que me tocaran, que me emocionaran. Mucha tele, es cierto, no lo hacía. Pero ciertas cintas, incluso cintas tontas o de adolescentes, lo lograban. Manuel Puig me fascinaba; Vargas Llosa, también.
¿No había acaso un camino?
¿No había material No literario que pudiera procesar y transformarse en Literatura?
Es raro: ahora pienso que nunca quise irme por, no sé, escribir telenovelas o dedicarme a laburar en artefactos pop que pudieran calmarme, capaz de alimentarme y, a la vez, alejarme del mundillo literario con sus trancas y prejuicios.
Pero veía en Puig y Vargas Llosa y en cosas de Cabrera Infante y Cortázar posibilidades de remix.
Veía que había caminos.
Pocos.
Yo no era literario, era la conclusión de Donoso.
El boom se me decía: no confundas Baby Boom con nosotros.
Macondo no se escribe con el Mc de McDonald’s.
Vuelve a tu casa, a tu escuela de periodismo, a tus libros de Anagrama.
Eso hice.
Me dediqué a vagar por sitios que, con los años, supe que también eran indignos y poco literarios. Sitios llamados no lugares, pues tampoco tenían el peso de la historia.
Malls, cines, aeropuertos, discos, hoteles.
No lugares para no historia y no personas.
Todo eso que sucedió hace tantos años me preparó para lo que, sin querer, ha sido, ahora lo capto, la batalla de mi vida y que recorre toda mi obra, mis escritos, mis entrevistas, mis rencillas, mis arengas.
Transformar lo No literario en Literatura.
En mi tipo de literatura, claro, una literatura que supongo que ya debo admitir que puede ser tildada con muchos adjetivos pero desde luego de fuguetiana, pero también en la posibilidad de algo que me superara: el poder hacer lobby, por escrito y luego de manera audiovisual, para lograr algo que aún no he logrado: legitimar el material con que se crea.
¿Se necesita arte para hacer arte?
En un mundo pop, ¿acaso la baja cultura no puede transformarse en literatura? No se trata de imitar la realidad, de sobregirarse con la trivia e intentar solo registrarla como en un story de Instagram, sino articularla, usarla como tu materia prima, para trascenderla.
Creo que siempre he usado lo No literario como materia prima.
*El fragmento de esta ponencia fue leída en el Centro Cultural Benjamín Carrión, que luego publicará el texto completo de Fuguet.