«Como los hijos de la mar»

El título lo tomo prestado de Retrato, poema de Antonio Machado que cierra su cuerpo textual aludiendo a la ligereza de equipaje con la que transitan los marineros, lo que me lleva a la pregunta: ¿Qué debo guardar en la maleta? Esta interrogante es el disparador del argumento dramático de la pieza teatral Volar con maletas, de María Ortega Guarderas, quien también actúa bajo la dirección de Juan Carlos Zambrano, en la sala de Estudio Paulsen.

El texto tiene, confiesa la autora, orígenes autobiográficos, lo que da ciertas garantías en el universo temático, y acoge alguna experimentación en la estructura dramatúrgica que apuesta por un in media res que dinamiza la puesta en escena. Además se tiende otra red para saltar incorporando fragmentos de poemas de Benedetti y Sabina, y parafraseos a Cerati y Cortázar, esta formulación le reporta al marco textual una suerte de tesitura poética que favorece la comprensión de la trama y la tesis propuesta.

El programa de mano perfila a la protagonista de esta manera: “Antonia es una mujer de mediana edad… que debe empacar sus maletas para emprender un viaje. No logra decidir qué lleva y qué deja” (sic), y con ese conflicto en pretexto se inicia un viaje, otro, en el que sin quererlo, ¿o sí?, también se embarca el espectador, pues es inevitable la identificación emocional con asuntos sustanciales como el amor y el desamor, los encuentros y desencuentros, las llegadas y partidas, las bienvenidas y los adioses, todos representando irrenunciables estaciones de un itinerario cuya reveladora metáfora es la vida.

Entonces se puede sospechar que Antonia es María, lo cual no es censurable, pues se evidencia una entrega emocional por parte de la intérprete que potencia algunos talentos que se atisban en el cuerpo y la voz, en los que se afianza la honestidad de actriz y personaje.

El ambiente sugerido es una habitación, una sala, un departamento, cualquier lugar de vida que refleja el desorden que sucede cuando se procura el orden. Allí, un sillón, un perchero, un espejo y suficientes maletas como para inundar la escena de simbolismo, aunque también saturando un poco el espacio escénico, sobre todo después de cumplir su cometido de graficar el conflicto.

 El vestuario, resuelto en un práctico atuendo negro neutral modificado con elementos diversos, adquiere momentos significantes al final, cuando Antonia descubre los zapatos rojos -a manera de Dorothy no ficticia- que le calzan a la perfección para cantar, bailar… y viajar. Los insertos sonoros y musicales median entre lo incidental y lo narrativo, pero corren el riesgo de volverse perturbadores debido a los cortes abruptos en las salidas, lo que podría resolverse con rápidos fade outs. Las luces recorren una ruta disciplinada que compone atmósferas y destaca momentos con encomiable precisión.

Todos los ingredientes citados me transmitieron un sentimiento parecido a la nostalgia que me hizo preguntarle a la actriz si, a su juicio, en un símil musical la pieza era un réquiem y ella no dudó en responder: “No, es un canto a la vida”. En fin, al terminar la obra uno no queda lleno de respuestas, y en buena hora, pues es probable que se hayan sumado nuevas interrogantes acerca de con cuánto equipaje vale la pena viajar la vida. ¿Mucho? ¿Poco? Cada quien sabrá. Yo solo le digo ¡Vayaselaver!, enfréntese a la toma de decisiones y, quizá, conjugue con el poeta: “Cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo como los hijos de la mar”.