Clarke: el escape de la caverna de Platón

Era 1945, y en la edición de febrero de la revista Wireless World (hoy Electronics World), Arthur C. Clarke proponía la reutilización pacífica de los misiles V2, usados en la Segunda Guerra Mundial, como satélites geoestacionarios de comunicación e investigación. En el número de noviembre, fue más específico al mencionar el uso de circuitos fotoeléctricos para rastrear estrellas de manera automática, métodos de escaneo a largas distancias para contarlas y técnicas basadas en radar para calcular distancias interplanetarias.

Esos dos textos son las primeras menciones registradas de esos mecanismos, y al inicio no fueron tomados muy en serio. Incluso en su autobiografía, Clarke contó que se olvidó de haberlos escrito, y que solo lo recordó en 1968, gracias al equipo de ingeniería de una compañía de radiodifusión en Sri Lanka, donde se encontraba radicado. Pero su propuesta se materializó veinte años después con el lanzamiento del Early Bird I, el primer satélite geoestacionario de comunicaciones, y no sería la única de sus predicciones que llegaron a cumplirse (dos ejemplos rápidos: la aparición del internet y los dispositivos móviles táctiles).

No solo es que confiara, por así decirlo, en el futuro, en la humanidad, es la manera en la que lo expresaba en su obra: los precursores de 2001: una odisea espacial, los ‘superseñores’ de El fin de la infancia, la epónima nave espacial de Cita con Rama (y las reacciones de los personajes humanos hacia ellos)… Basta con leer algunas páginas de su obra para encontrarse con esa capacidad de asombro inherente a la obra de Clarke, quien luego de servir en la Real Fuerza Aérea, sugirió que la exploración del sistema solar podría llegar a ser el equivalente moral de la guerra. Y su fin. Así fue como vertió esta esperanza en su obra, y en su manera de ver el mundo.

«[La ciencia ficción] es la droga para expandir la consciencia de manera genuina», escribió en la introducción a uno de sus compilatorios de relatos. La misma ciencia ficción que usa mundos extraños e invenciones fantásticas para iluminar nuestra realidad, el mismo género que nos sirve como visión periférica prostética para mirar de frente la extrañeza de la tecnófila sociedad actual. Un escape frenético de la proverbial caverna de Platón.

En su ensayo ‘Los peligros de lo profético: El fracaso de la imaginación’, el autor acuñó tres leyes pertinentes al desarrollo tecnológico, pero aquí solo me ocuparé de la tercera y más conocida: «Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Magia, como él lo veía, era la aparente transgresión de las leyes naturales vistas en el momento en que ocurren.

Si tomamos como punto de partida el Calendario Holoceno propuesto por Cesare Emiliani, han pasado doce mil años del nacimiento de los primeros asentamientos humanos permanentes y la revolución agraria. Desde entonces, el desarrollo —no solo tecnológico sino cultural— ha sido exponencial, y muchos de los mecanismos que ahora damos por sentados, no serían otra cosa que magia para un viajero del tiempo del siglo XIX. Un hombre de las cavernas sufriría un ataque cardíaco por el choque sensorial de este presente; por lo que uno solo puede sentir temor ante las posibilidades que se abren tanto para el futuro distante como para el previsible.

Es difícil no preguntarse qué habría opinado Clarke acerca del reciente descubrimiento de planetas potencialmente habitables en la órbita de Trappist-1, a cuarenta años luz. Es igual de difícil que no vernos como una potencial amenaza incluso para la vida microscópica que podamos encontrar, cuando apenas podemos soportar al ‘extraño’ en ‘nuestra’ tierra. Tal vez la humanidad deba responderse muchas interrogantes con respecto a sí misma y a su naturaleza, antes de ser capaz de embarcarse en esa gran marcha al vacío, al destino interestelar que Clarke veía como destino final de la especie.

Arthur C. Clarke murió hace apenas nueve años, y siempre fue consciente de la importancia de su rol como vocero tanto de la ciencia como del progreso tal vez inherente a ella. Su reputación como precursor de la Era Espacial no se basa simplemente en algunas predicciones correctas, sino que sus contribuciones como investigador ayudaron a que el futuro que él tanto deseaba admirar, estuviera cada vez más cerca. Charles Kohlhase, encargado de la misión Cassini-Huygens a Saturno, no dejó de elogiar sus contribuciones a este proyecto.

Si bien una de las críticas más comunes hacia su obra ha sido la falta de personajes memorables y proactivos, estos no son maniqueístas ni viven en un mundo en blanco y negro. Esos personajes pasivos están demasiado ocupados considerando y buscando un sentido al universo en que se encuentran, como para devanarse en intrigas propias de otros autores del género.

Su obra se enfoca más en procurar un futuro palpable y, más que nada, realizable para el género humano, un campo de cultivo para sus preocupaciones sobre la naturaleza de la vida y del vacío imponderable que se abre a los pies del hombre, una nueva era humana libre de las ataduras y los prejuicios, lo físico y lo metafísico en una ondulación desafiante al infinito.

No por nada, afirmó que «cualquier camino al conocimiento es el camino hacia Dios —o a la realidad, sea cual sea el término que elijamos—». Lo esotérico dentro de lo mensurable y de lo tangible. La búsqueda para Clarke era una que, con algo de suerte, nunca tendría fin. El macrocosmos tejido de pequeños descubrimientos es solo una mínima parte de lo que se puede hallar y de hasta dónde se puede llegar.

Clarke conocía el secreto, y no dudó en compartirlo con nosotros.