Se trata este libro, Caída del búfalo sin nombre, de Alejandro Tarrab —según me dejo llevar por sus páginas una y otra vez— de uno que toca con sutileza al lector por un acontecimiento que debería ser algo natural en nuestras letras, pero que más bien brilla por su ausencia: el trato que brinda al idioma español.
Agradezcamos cada vez que nos topemos con un libro que se sienta libre en este idioma —no apretado, no astillado, no apurado, sino caminando en su justa horma—, a la par que fomente su eufonía, la adicción a su sonido pleno, puro. Y digo «se trata el libro» y me doy cuenta de que en realidad de eso no trata, pero lo pareciera, porque es tan importante esto como la historia que nos cuenta.
No pocas veces quise ver a Alejandro Tarrab como haciendo la zafra de esta caña del español, la llevada al trapiche de esa caña dulce, lo imaginé a él mismo con su garganta, extrayendo esta melaza que nos regala en su carne de letras. Es una goma por eso, este libro. Un azúcar en la tarde, con olor a hierba y a tiempo: a tiempo mismo pasado por tiempo, si se me permite. Con esta percha es que se desenreda este libro que camina por las antípodas, que parece provenir de un acervo lexical nuestro pero otro, nuevo y refrescado, que no se nos va por las ramas de alta velocidad del pop y la burla cínica por el estado de cosas del mundo, y que pudiera poner en entredicho una consigna que yo mismo avalo: que la poesía en México se halla en un estado de gracia, en una época de oro. O bien la pone en entredicho o bien la representa. Quiero pensar que ambas, pero que si hubiera siempre el trato al español así, otro nivel habría en lo que escribimos en colectivo, si tal entelequia existe.
Se nos viene el texto como clavado en el centro de lo importante (a saber no solo la idea del suicidio, que lo reduciría exageradamente aunque sea cierto, pero mucho mejor: una línea tendida entre la vida y la muerte, en donde la memoria de episodios de la vida y los textos que las reúnen hacen de tensión entre ambos dominios), entre las cosas que nos hacen pensar en nuestra existencia de manera medular, en brindar pues no tanto un espejeo, sino una biopsia o necropsia a la civilización. Una u otra dependiendo del nivel de vitalidad o mortandad en que uno esté como lector.
Opera ante ella, la obra, el autor, Tarrab, con parsimonia, con un empecinamiento bestial, y no con esa «graciosa huida» de quien habla de esto como en hervor, quien desenreda sus conflictos con un mero tirón de cuerdas, un jaleo de mantel sobe la mesa. No. La postura que se hace del mundo en esta escritura tarrabiana es la de ese niño místico, de una mula andina, de un terco masticador, rumiante quizá, de un búfalo que, antes de caer, antes de no saber de nombres, de ser parte de esta ensoñación podrida, pasta en la llanura. Un español orgulloso de sí.
Se deja meter el libro con calma en esa suerte de líquido amniótico de pensamientos graves para alumbrarnos lo que dice (a manera de ensayo, a manera de prosa poética, a manera de aforismos y notas como cartuchos plenos de sentido), para guiarnos por lo que ha visto y soñado, deseado o aborrecido, lo que ha vislumbrado el autor en una suerte de mirada oriental, por lo que da la sensación de ser invitados a una orientalización y no a una verticalización occidental y rota en el trato de sus referentes. A saber: la historia de los hombres bien individuales entre la historia con mayúscula de las cosas, el dolor y la alegría, la nostalgia (del pasado) y el miedo (ya no digamos al futuro sino al presente), y, como sucede con todo buen libro, la dureza con la que el tiempo se ha acumulado en la cabeza. «Testa», para ser tarrabiano. O «riñones», para serlo más. Así echa sus tiros esta escritura. Desde la palabra que pareciera no gritar, desde el susurro, para que en todo caso sea el lector quien se defenestre solito, cometa el suicidio que se le antoje: el real, el metafórico, el civilizatorio que todos cometemos contra todos, todos los días.
Y es que, paradójicamente a la imagen de un búfalo cayendo, un sueño de un búfalo en caída, pareciera que el libro nos suspende más que nos acelera a toparnos con su sentido final. Y eso de golpear sin verlo, de dar en la diana sin oírlo, hace que este libro sea como es: un magma que pica, una sustancia densa que se cuela, se arracima en la garganta y en las dendritas de la memoria desde la sabiduría que comprueba a un autor maduro, al que no le va por lo pronto más el iridio, la cosa fosforescente de aventarnos un hígado en la cara, hablar de pistolas, del jueguito de las computadoras y la necesidad del yo.
Por eso celebro a ese autor taimado, perspicaz, oblicuo. No ladino: fino. No fino: soberbio, en el sentido en que uno debe serlo para concebirse como el dios de su propia obra. Hace falta más eso y menos juego de pajarillos en los cables de la escritura. Sobre todo cuando los escritores de ahora parecieran temer a la luz negra del misterio. Como si todo fuera escribir sobre el mundo de la presentificación vertiginosa. «Hablemos de las cosas», dicen. Pero no dicen: «Metámonos al fondo de los interiores, de los adentros. Ven te acompaño al fondo de mi caverna. Sea miedo de vivir, spleen, franca pesadez de seguir con lo mismo una y otra vez». Y esta escritura le va mejor al artificio que considero necesario y no accesorio.
Nos va mejor a quienes nos tragamos el cuento de que no hay que decir más sobre el terror, sobre la sangre y sus derroteros, el miedo frío que se deja dormitar. Debería de irnos mejor con esta escritura que no teme levantarse sobre las sombras, sobre los vislumbres de las sombras que permiten, por contraste, la figuración de la luz. Hay que ver en este libro una boleadora que dice las cosas graves de manera grave, que se monta en lo oscuro de manera oscura, que escupe sobre lo nimio, lo mirruña, lo pequeñito del tamaño del niño yo.
Estas escrituras se deslindan del pelotón, comenten una fuga aparte. Es evidente y eso hay que celebrarlo. Hay filosofía, hay pathos, hay llegada al límite de esa careta que oculta el vacío y se llama cultura. Por cierto, un afán no un tanto sino un mucho de perverso el de poner el rabillo en el envés de las cosas, y no en la cara de lo que ya ha sido fotografiado una y mil veces más. No. Tarrab aquí flota, como dije, por la zona oculta, en la que él mismo se sabe pionero, niño sacerdote, clarividente. Y no con la lupa de la doxa, la palabra normalizada, domesticada, sino de mano de la paradoxa, esa manera de dar justo en el «blanco», el gris y en el negro al mismo tiempo. Dice el libro al comienzo: «Trasladar, convertir, la materia ordinaria en la semilla de lo impensable, tal es el poder del niño mago, del niño sacerdote».
Pues bien, ese demiurgo buscó un nombre en los sueños que vertebraron este libro: se lo pidió a un búfalo pero el búfalo no supo dárselo. Ese nombre que uno portaría al viajar hacia otras dimensiones, ese nombre que tal vez nuestra madre quiso darnos y han deletreado sin que lo sepamos nuestros más queridos amados y amantes, sea el que habremos de pronunciar por primera vez al tocar los linderos del inframundo.
Leamos y busquemos entre líneas, nosotros, los búfalos en la caída, los búfalos sin nombre, esa forma de pronunciar que somos un ser, y ese ser sigue más o menos maltrecho, más o menos encantado y jubiloso, por las planicies de esto que llamamos mundo.
Addenda
Merece un homenaje la génesis de esta última obra de Tarrab. Me refiero puntualmente al hecho de que este libro, que recién nace, surgió desinteresadamente de un esfuerzo mínimo y bello: el del empuje natural de la amistad y la lealtad para hacer las cosas entre amigos.
Pocos meses atrás, se estipuló que las utilidades de la venta de un libro aparecido en Malpaís Ediciones se pusiera a la venta en Hostería La Bota (México DF) y sus utilidades se destinaran a la publicación de uno nuevo que, de manera inmediata, se propuso que fuera este: Caída del búfalo sin nombre. Todo aceptado de manera conjunta, cada una de las partes se dio a su tarea: Malpaís a diseñarlo, a ilustrarlo, a revisarlo, y Mantarraya a producirlo.
Balanceo de posibilidades, sorteo de las complicaciones, este ejercicio se me representa, sin más, como la comprobación tridimensional, efectiva, de que es posible acuñar obras de arte en un mundo tan convulsionado como éste, para un público masivo de lectores, y que ante la procrastinación o subejercicio de cierto sector de promotores y gestores culturales, la acción sigue siendo —les ruego acepten este término— revolucionaria.
Hay que hacer y no decir, pues, hay que consumar. No solamente hablar. Consumar para hacer cultura. Eso y no menos.