Algunas preguntas asociadas: ¿Actúa Netflix como una Sherezade por suscripción que cuenta las mejores historias audiovisuales de nuestros tiempos? ¿Provoca el predominio de internet —como el gran contador de historias de la actualidad— una cierta retirada o retroceso del cine, más que como ritual de asistencia a la sala oscura, como forma renovadora o potente de la cultura de masas? ¿No se declaró ya algunas veces la muerte del cine, así como ocurrió tantas veces con la supuesta muerte del libro cada vez que aparecía algún soporte nuevo como la radio, la televisión, el cine o el internet?
Si bien se puede intuir que siempre habrá nuevas buenas películas e incluso que muchas obras maestras todavía esperan en la sala por un espectador que ha pagado el boleto de entrada, en la actualidad, la atmósfera general y mainstream se parece más a la de un cine familiar y dominguero, en el peor de los sentidos: el de la apuesta fácil y complaciente, muchas veces concentrada en hacer sonar la caja registradora del bar de snacks o en la compra de los productos y juguetes asociados a la película o —en un terreno que parecería solo bordear lo estrictamente cinematográfico— a la explosión de los efectos ‘en vivo’ dentro de la sala de proyección. Elija usted: 3D, sonido envolvente, IMAX o —entre más opciones— D-BOX… Sus asientos temblarán con cada vibración sonora o movimiento de cámara como si esa historia que se despliega en la gran pantalla no fuera capaz, por sí misma, de impactar al cuerpo.
Cabría preguntarse, sin embargo, si es que acaso alguna vez el espectáculo cinematográfico fue muy diferente a aquello que describimos aquí.
Es cierto que el cine nació entre miradas vanguardistas y experimentales (las de directores como Sergei Eisenstein, Dziga Vértov o Friedrich Wilhlem Murnau, entre otros), y que despertó reflexiones profundas en las mentes de teóricos y cineastas tempranos —quienes asociaron el montaje cinematográfico al inconsciente o al radical artificio de la representación a partir de fotografías en movimiento—. Pero también es cierto que de inmediato se convirtió en un arte masivo aliado del consumo, la circulación global, la evasión.
De todas maneras, ya sea como una forma narrativa masiva o como un esfuerzo con pretensiones artísticas, el cine adquirió un espesor particular y una serie de sentidos propios.
«¡Hay que sacarlos de internet, de los cientos de películas y videos que pueden ver en casa, y llevarlos al cine!», parecerían estarse diciendo ahora los conglomerados cinematográficos que ya han visto quebrar no solo a las tiendas de alquiler de películas, sino también los aprietos que ha tenido que enfrentar la industria discográfica. Comprar una película en DVD, por ejemplo —aun si es pirata y barata— es una opción que cada vez se vuelve menos frecuente, a pesar de que hace muy pocos años era de lo más común.
El cine, por lo tanto, ha vuelto a posicionarse como un evento más que como un producto para comprar y ver en casa. Y la ‘culpa’ de que todo tipo de obra audiovisual esté muy pronto disponible en la comodidad del hogar es —claro está— de la diaria multiplicación del pan audiovisual que solo se hace posible a través del mundo digital. ‘Culpa’, por otro lado, con la cual cargaba la televisión cuando aún no existía el internet.
Es más, en términos de estética y de la valoración social de los formatos narrativos audiovisuales, la relación que existe entre la televisión y el internet puede ser comparable con la que sostuvo el cine frente al surgimiento y la masificación de la televisión, a mediados del siglo XX.
De hecho, como alguna vez reflexionó el escritor argentino Ricardo Piglia —durante una conversación en una universidad de México—, los diferentes formatos de carácter masivo son susceptibles de estetizarse de acuerdo con los cambios tecnológicos, a la aparición de nuevos medios, a la recepción por parte de distintos públicos y, sobre todo, a partir de los procesos de reapropiación.
Piglia (recientemente fallecido) afirmaba que la popularización del cine llevó al gran público lector, con el cual contaba anteriormente la novela, a volcarse a las ficciones de la gran pantalla. Este hecho —y no al revés— habría posibilitado el desarrollo de una novelística para un público menos amplio como sucedió con el trabajo de autores como James Joyce, Franz Kafka o Marcel Proust.
Algo parecido habría ocurrido con el cine cuando perdió buena parte de su público frente a la televisión —con la subsecuente estetización del cine como aquel de la nouvelle vague, por ejemplo, y el rescate crítico de cineastas ‘artesanos’ anteriores, desde entonces reconsiderados como grandes artistas, como sucedió con Alfred Hitchcock o John Ford, por ejemplo—; y con las series de televisión cuando se produjo la aparición de internet. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con Jack Nicholson y con una banda de rock prefabricada?
A mediados de la década de los sesenta, las bandas inglesas que habían renovado el rock y se habían llevado el público al bolsillo a ambos lados del Atlántico empezaron a volverse más sofisticadas e incluso algunas comenzaron a exhibir algunos gestos contraculturales: expresaban determinadas posiciones políticas, hacían declaraciones polémicas, defendían ciertas drogas, etc. La audiencia adolescente que los había admirado y había crecido con ellos aceptaba con agrado e incluso como un reto estético las nuevas propuestas y su mayor riesgo.
En Estados Unidos empezó a ocurrir algo parecido: los Beach Boys, por ejemplo, pasaron de ser una banda juvenil y ligera que glorificaba los autos último modelo y el hedonismo playero a una banda introspectiva y psicodélica con canciones que resultaban verdaderas piezas de análisis para la producción discográfica del momento, por su audaz empleo de arreglos vocales, sus orquestaciones con instrumentos poco convencionales y unas letras de mayor densidad lírica. Por otro lado, con The Velvet Underground y sus canciones sobre sadomasoquismo, adicción, marginalidad y violencia, la ‘seriedad’ vanguardista roquera llegó al extremo.
De esta forma, el público adolescente y preadolescente se fue quedando sin suficientes canciones sencillas y románticas, sin ídolos juveniles alejados de ambiciones ‘adultas’ o relacionadas con la ‘importancia cultural’; o al menos así fue como juzgó la situación una serie de productores de televisión y algunos estrategas de la industria musical.
La solución fue inventar —o mejor dicho: producir en laboratorio— una banda atada a un público estrictamente juvenil, atacar al sector que se iba quedando sin himnos de amor ingenuo y simple, pasar de la inventiva arrebatadora de los Fab Four (los «fabulosos cuatro» de Liverpool) al calculado encanto de los Prefab Four (los «prefabricados cuatro» de Los Ángeles). El resultado fue The Monkees, una banda que era al mismo tiempo un programa de televisión. El grupo de actores que no componía sus canciones ni grababa sus propios discos se volvió todo un fenómeno y eventualmente se convirtió en una real banda de pop. Sin embargo, lo que interesa es su paso de la televisión al cine, escena en la que entra un aún desconocido Jack Nicholson a la historia, pues junto con Bob Rafelson, director del programa de televisión dedicado a la banda, y la ayuda del LSD, el alucinógeno contracultural en boga, escribieron el guion de Head, la película que quiso asesinar a The Monkees.
En efecto, el filme se abre con los cuatro monkees saltando desde un puente hacia el agua, cayendo hacia su propio fin. Toda la película sucede durante la caída suicida de la banda artificial en una serie de flashbacks o episodios delirantes… nunca se sabe, no hay una temporalidad clara en este filme, puede ser visto como una fantasía irónica que cuenta con un montaje hecho de yuxtaposiciones y efectos de cinta. La comedia liviana y juguetona que caracterizaba a la serie televisiva se transforma en ese suicidio colectivo, en una sátira sobre el consumo cultural, la producción en masa y la guerra de Vietnam que, sin embargo, no deja de ser un musical al igual que la serie. Más que volverse ‘adultos’ preocupados por los problemas del mundo real y por su propio no-futuro comercial, en Head, The Monkees se convierten justamente en el pretexto para hacer un filme, se vuelven la película de una época en la cual el cine, como diría Piglia, había adquirido una estetización distinta.
Head (1968) permitió al pequeño grupo de cineastas y productores que la habían lanzado, bautizada BBS por las siglas de sus integrantes principales (Bob Rafelson, Bert Schneider, and Stephen Blauner), trabajar en una serie de películas de bajo presupuesto y estética contenida que anticipó el cine de los años setenta, que luego se conoció como Nuevo Hollywood.
No solo se trataba del paso de la televisión al cine, sino del cine a otro cine. En un manifiesto no publicado de 1965, Dennis Hopper, que en ese entonces era un actor beatnick entrenado en el famoso Método (técnicas de actuación desarrolladas a partir del sistema Stanislavski), escribió: «Todo el maldito país es un gran sitio real para usar y filmar, y Dios es un estupendo iluminista». Tres años después, el propio Hopper se encontraba en las carreteras estadounidenses dirigiendo y protagonizando Easy Rider, la célebre historia de motociclistas que no es una simple película de motos, sino el certificado de defunción tanto de los sueños contraculturales como del ‘sueño americano’.
Si Head había permitido pasar de la ligereza cómica de la televisión para adolescentes al cine irónico, el éxito nacional e internacional de Easy Rider le permitió a toda una generación de cineastas, empezando por los agrupados por BBS (Bob Rafelson, Dennis Hopper, Jack Nicholson, Peter Bogdanovich y Henry Jaglom), asumir la influencia tardía del neorrealismo italiano y la nouvelle vague, poner a los cineastas por encima de los productores, deconstruir géneros y servir de puerta a nuevos directores como Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Arthur Penn, entre otros.
Es más, las películas de BBS (Head, Easy Rider, Five Easy Pieces, Drive, He Said, A Safe Place, The Last Picture Show y The King of Marvin Gardens, todas estrenadas entre 1968 y 1972) han sido estudiadas como un fenómeno muy especial e inspirador dentro del cine estadounidense; sin embargo, a veces se suele reducir esta época al momento en el cual despega la carrera de Jack Nicholson, pues actúa en tres de ellas (Easy Rider, Five Easy Pieces, The King of Marvin Gardens) y dirige una (Drive, He Said) o entenderla como un momento de transición en el cine.
Se ha hablado y escrito repetidamente sobre los años setenta como esa otra gran era dorada/oscura del cine de EE.UU. que tiene su final (no) feliz en los estrenos de Tiburón (1975) y Star Wars (1977). En efecto, la creencia común es que el éxito de estos estrenos habría posibilitado el inicio de una era de blockbusters, sagas y cine para la familia de la cual podríamos decir que, con las diferencias del caso, hoy se vive un nuevo capítulo.
La estetización actual de la televisión —evidente, por ejemplo, en la sofisticación narrativa de las series de Netflix— obedecería, siguiendo la reflexión de Piglia, al relevo tecnológico relativo al internet y la irrupción de la digitalización en medio de los mercados culturales. Sin embargo, la experiencia de contar con una versión para la televisión y otra para el cine de un mismo tema-producto, como ocurrió con The Monkees en los años sesenta, habla de la constante variedad de ofertas audiovisuales que se adecúan —tanto material como estéticamente— a las diferentes plataformas en las cuales se despliegan. Puede decirse que, en la actualidad, un videojuego como Mortal Kombat XL, por ejemplo, que integra personajes del cine como Alien, Depredador o Jason a la trama de combates del videojuego ya convertido en franquicia y hoy propiedad de Warner Bros., permite pensar en la mutación y reapropiación constante del cine, incluso como archivo cultural, en relación con nuevas tecnologías y formas de arte o entretenimiento.