Cada mes de noviembre escuchaba su nombre. Decían que venía a la media noche. Que rezaba. Que venía con los muertos. Cada dos de noviembre que estuve en la casa de mis abuelos en Guanando me escondí asustada debajo de las cobijas, pero con la curiosidad de escuchar el canto estremecedor de ese hombre al que todos llamaban animero.
El sueño siempre me ganaba la partida y me dejaba a salvo de ese encuentro con las almas.
Por dos décadas solamente supe que este hombre vestía de blanco y llevaba una calavera en sus manos. No lo había visto nunca. Su presencia era apenas un rumor que se deslizaba en las historias familiares, en los planes de viaje para el feriado de finados o en los recuerdos que cada tanto mi papá dejaba escapar sobre su infancia.
—Solo escuchar que el animero se acercaba a la casa cantando ya nos daba miedo— decía.
Contaba él que mi abuela formaba a sus cinco hijos para esperar en las noches al animero y a la procesión de almas que —según dicen— camina detrás de este personaje. El final de ese encuentro era un suplicio: cerrar los ojos y acercar los labios a una fría calavera de quién sabe qué muerto.
Ahora, muchos años después, cuando los veo formarse en la noche para entregar su limosna y despedir al animero, sus caras ya no son las de unos niños asustados. Hoy besan la calavera como si trataran de sellar una promesa con sus muertos: regresar algún día para habitar el mismo cementerio en el pueblo de los abuelos.
Frente a frente
La primera vez que tuve frente a mí a un animero estaba detrás de una cámara haciendo preguntas. Estaba a salvo de una figura que por años había temido, pero que al fin podía conocer. No debía besar la calavera y eso era un alivio.
Era noviembre de 2006. Nahin Mazón, animero de Guanando, tenía en ese entonces 20 años. Esa noche hizo su primer recorrido por esta parroquia de Chimborazo. Se había entrenado con el animero más anciano de la zona, don Federico Zumba, un habitante de La Providencia que por 50 años le cantó a las almas del purgatorio, hasta que se retiró porque su salud ya no podía soportar el frío y los caminos de tierra empinados.
Cuando Nahin terminó su recorrido, soltó una frase con el tono de alguien que acaba de hacer un gran descubrimiento.
—Sientes un murmullo, que alguien va detrás— dijo, todavía agitado por la larga caminata.
Acababa de salir del cementerio, donde por tradición los animeros cantan en las cuatro esquinas y en el centro. Vestía una camiseta negra y en las manos llevaba su túnica blanca, un crucifijo, un fuete para ahuyentar a los malos espíritus, una campanilla para convocar a las almas y la charola con la calavera.
La afirmación de este animero, una vez superada la curiosidad morbosa de quien escucha, y la anécdota dejaron abierta una pregunta que ha guiado el trabajo de registro hecho desde entonces. ¿Por qué estos hombres están dispuestos a caminar en las noches entre las tumbas cantándoles a muertos que tal vez nunca conocieron?
Todos los animeros entrevistados coinciden en la misma respuesta: es una devoción por las almas. Su contestación incluye la esperanza de que alguien más haga lo mismo por ellos cuando estén muertos.
Los animeros, estos hombres que activan la memoria de los vivos con su ruego, tampoco quieren ser olvidados.
Al cantar en cada esquina:
Recordad almas dormidas
De ese profundo sueño
Rezarás un Padre Nuestro y un Ave María
Por las benditas almas del santo purgatorio
Y por amor a Dios.
Estos hombres no están solamente llamando a los muertos para que salgan en una procesión. También están despertando la memoria de pobladores vivos al decirles que tienen una obligación con las almas de familiares o conocidos que aún necesitan ayudan.
Pensar la muerte
Entre el miedo y la reflexión sobre el ritual del animero pasaron unos cuantos años más. En ese tiempo hubo registros esporádicos y conversaciones con estos hombres. También hubo un reencuentro con el lugar y la familia a la que por largo tiempo dejé de visitar.
La documentación más rigurosa siguió por cerca de tres años, siempre en la época de finados. Ese registro con fines académicos no está libre de una carga emocional y anecdótica. Su punto de partida, el propio miedo a la muerte, no puede ser más potente y emotivo.
Diana Astudillo y Johana Cruz en ‘Muertitos: dos miradas en diálogo’1, un capítulo del libro Trascámara que recoge reflexiones en torno a la imagen y el acto fotográfico, escriben sobre los álbumes de fotos de los velorios de sus abuelos. Ambas apuntan lo siguiente sobre ese objeto, el álbum familiar:
… al no tratarse de un documento que no pretende reflejar objetivamente una realidad ni transformarla, más bien constituye un puente entre la situación particular de una familia y su encuentro íntimo con la muerte, que no puede ser posible sin un lazo afectivo que une al fotografiado con el fotógrafo y el espectador.
Para estas autoras, escribir y analizar esas imágenes usando categorías como la economía visual o los encuadres posibles rebasa la frontera de lo académico y acaricia la cercanía, la intimidad familiar. Ellas y sus afectos son interpelados por el relato en imágenes de la muerte de sus abuelos.
Astudillo y Cruz anotan que esa reflexión en torno al registro de los funerales familiares es —además de un trabajo de investigación— parte de «entender a nuestras familias y sus decisiones en cuanto a documentar un acto tan privado como el morir y sus momentos posibles e imposibles de fotografiar».
En los trabajos de reflexión en torno a la muerte, sus archivos o las prácticas rituales funerarias, es difícil no pensar en los afectos que nos unen a nuestros muertos o a los lugares donde ellos están enterrados.
¿Por qué estos trabajos nos hacen hurgar en nuestro pasado? Porque la muerte no deja de ser una experiencia personal que paradójicamente también tenemos en vida: recordamos el primer muerto que vimos, el dolor que sentimos al perder a una persona cercana, hemos dispuesto una serie de actividades para que se cumplan en nuestro funeral, algunos habrán escrito el epitafio que esperan tener grabado en su lápida, pensamos en nuestros muertos y al hacerlo nos mantenemos en contacto con ellos. De manera que registrar y revisar una y otra vez el archivo de entrevistas y secuencias de video de los animeros ha sido como tener en las manos un álbum de fotos y buscar entre sus múltiples imágenes el lazo afectivo que me une a un territorio del que me había alejado y acercarme a una práctica ritual en la que participaron mis abuelos y bisabuelos. El pensar y documentar estos rituales implica también reconocerse en una historia familiar.
Los trabajos de análisis en torno al culto a los muertos permiten entender que las atenciones que se le dan a un difunto al momento de preparar el cuerpo o en el velorio son mucho más que un acto aprendido. Tienen que ver con vínculos afectivos y expectativas que los vivos tejemos con respecto a los muertos al pensarlos (en el catolicismo popular) como mediadores con una divinidad.
Esos gestos de limpiar el cuerpo, adecuar un espacio para él, acompañarlo día y noche en su tránsito del mundo de los vivos hacia el mundo de los muertos, pretenden allanar el camino que se supone debe pasar el espíritu y a la vez nos hacen conscientes de nuestra propia finitud.
Esa conciencia de que moriremos un día es la que nos lleva a preparar y pensar con antelación ciertas disposiciones para el último día de nuestra vida. En ese sentido, si entendemos, por ejemplo, a la muerte como un nexo con el pasado, como un vínculo a una historia familiar y a una vida en comunidad, como un ancla a un territorio, ya no parecen descabellados esos pedidos frecuentes de personas que quieren ser enterradas en los lugares de su infancia.
Y es que en la muerte, en los espacios funerarios, también representamos lo que hemos sido en vida.
En la memoria
La última vez que me encontré con los animeros fue en abril de 2016. Ese día no iban a sacar a las almas en procesión. En esa ocasión nos acompañaban en el velorio de mi abuelo, que había pedido ser enterrado en el lugar donde creció y crió a sus hijos.
En la sala parroquial donde fue velado el cuerpo, que había sido trasladado desde Guayaquil, donde pasó sus últimos años, se acomodaron sus conocidos. Entre ellos estaban unos pocos animeros que se sentaron al final de la sala.
Entonces no eran los hombres de túnica blanca y calavera en mano. Ese día eran los tejedores de ponchos, los jóvenes y campesinos ancianos, que al llegar noviembre se revisten de la autoridad que los pobladores tácitamente les han entregado por ser los mediadores entre los vivos y los muertos.
Los días que duró el velorio, como ocurre en otras zonas rurales del país, se impuso un sentido colectivo de la muerte. Es decir, ese lugar convertido en un espacio funerario era a la vez un sitio destinado para compartir los alimentos y la bebida, para reencontrarse y para despedirse.
Y ahí estuvieron los animeros, esos hombres a los que escucho en mi mente cada noviembre que no puedo viajar a Guanando. Esos hombres a los que todavía espero escuchar, ya no con miedo sino con la certeza de que mantienen vivo en mi memoria el recuerdo de mis muertos.
Son los mismos animeros a los que mi abuela esperaba junto a sus hijos. Que caminan entre tumbas a la media noche. Que rezan. Que vienen con los muertos. Que llevan en sus manos esa calavera que hasta el día de hoy no he podido besar.