Álvaro Bisama: «Crecí en una ciudad donde la Virgen se le aparecía a un chico trans y que luego se llenó de bandas de rock»

Las dos primeras novelas del chileno Álvaro Bisama, Caja Negra (2006) y Música marciana (2008), delatan uno de los intereses que convirtió en obsesión literaria: las posibilidades narrativas que ofrece la apropiación de la cultura pop (en su dimensión underground o friki) desde la literatura contemporánea. Naves espaciales, guiños al cine de terror o al cómic japonés, así como una galería de freaks (baladistas pop que realizan sacrificios humanos, asesinos en serie de mascotas, dibujantes de cómics que cambian de sexo y luego se arrepienten, sectas que pretenden destruir el arte, comunidades multimedia dedicadas al desmembramiento) y una exacerbación de referencias cool-turales ocupan buena parte de esas primeras ficciones novelísticas. De ese modo, este planteamiento literario aprovechaba las representaciones ya echadas a circular en el mundo entero por el entretenimiento para hacerlas jugar en el terreno de la ficción latinoamericana, con toda la revisión crítica que implica el pensar lo que ha sido visto como digno de ser representado literariamente y lo que no. Como se puede leer en Música marciana: «Casi nada de lo que narro […] tiene que ver con esos autores afiebrados que exportaron en los sesenta como turismo miseria nuestras ficciones al primer mundo. […] Yo decidí escribir con esta caligrafía hecha de desechos, con estas imágenes que quizás a nadie le interesan».

Sin embargo, Bisama (Valparaíso, 1975) se siente cada vez más alejado del movimiento llamado Freak Power, dentro del cual fue agrupado junto con otros escritores de la llamada «nueva literatura fantástica chilena», la mayoría nacidos en los setenta, y que contaban con inquietudes estéticas similares que tramitaban con lo popular, lo culto y lo «de culto»: ciencia ficción, metalitetatura, parodia, referencialidad pop, etc.

La relación de Bisama con varios registros culturales no solo ocupa sus páginas de ficción, pues también ha trabajado como cronista, ensayista y docente, así como crítico de televisión. De hecho, un incesante zumbido de programas televisivos suele acompañarlo como fondo mientras escribe. La televisión es, para él, un repositorio de miradas sobre sí misma: «Hay poco cine sobre el cine del futuro. La televisión está tan llena de sus propias predicciones que eso constituye una especie de género completo».

En su más reciente novela, El brujo (2016), el autor encuentra una deriva distinta para su literatura y desplaza la ficción a los años ochenta para narrar la historia de un reportero gráfico que, acosado por fantasmas propios y ajenos, decide partir a Chiloé.

¿Cómo se dio tu paso de la crónica a la ficción? ¿Los consideras registros muy distintos en tu manera de asumir la escritura?

Nunca distinguí muy bien. Yo hacía crítica literaria y escribía crónicas de modo más o menos organizado. En un momento dejé de hacer crítica y publiqué Caja negra y ahí se confundió todo. Por supuesto, hay distinciones: la crónica tiene una legibilidad especial, está sometida a las limitaciones de los espacios donde se publica. La novela funciona desde cierta libertad, desde el espacio de lo que no está clausurado, desde la pregunta antes que la respuesta.

En Caja Negra utilizas una estructura de capítulos en cuenta regresiva como si el libro mismo fuera una bomba detonada a partir de su lectura, y en el caso de Música marciana, la estructura está determinada por una serie de locaciones. ¿Ese tipo de estrategias narrativas funcionan en tu caso como punto de partida para la escritura o van apareciendo conforme trabajas en los personajes y sus historias?

No lo sé. La estructura de los libros es algo en lo que me gusta pensar. Caja negra tiene esa cuenta regresiva porque la idea era el exceso, llevar el asunto hasta el límite. Es la tensión que existe entre tanta dispersión. Lo de Música marciana, por el contrario, está determinado por los personajes, por el tono de las historias. Es más bien una lista, una enumeración. La idea de ‘locacionar’ es a posteriori, aunque no recuerdo bien de dónde vino la idea salvo que la consigna era que hubiese un narrador que apenas diera abasto con la multitud de historias que iba a contar.

Como lector y docente de literatura al mismo tiempo que «consumidor» de cine de terror, música pop, cómic y televisión, ¿Estableces alguna distinción de jerarquías culturales que te permiten releer, asimilar y emplear literariamente estos productos? ¿De qué manera la referencia y la cita under o pop se convierte en lenguaje literario?

No sé. Todo es lenguaje literario, creo. Yo no hago jerarquías. Creo que está todo unido. No hay nada nuevo ahí, en todo caso. Para mí no es tema, en el sentido de que no veo un problema ahí, no me quita el sueño. Mi lectura del pop es más bien afectiva: los libros, los discos o la televisión generan comunidades que se relacionan a través de ellos porque permiten comprender y procesar lo real. El uso literario es una decisión a posteriori, creo. Es una interpretación posterior. No pienso en eso realmente cuando escribo.

¿El mantenerte atento a la programación y hacer crítica de televisión obedece, más allá del interés personal por la cultura de masas, a una necesidad de conocer las historias y los formatos audiovisuales que afectan el mundo contemporáneo? En ese sentido, con la digitalización, el streaming y la aparición de plataformas como Netflix, ¿cómo ha cambiado la televisión latinoamericana o la manera de ser de su espectador?

La realidad siempre supera a la ficción. Creo en esa premisa a rajatabla sobre todo cuando miro televisión. Todo se vuelve más loco ahí, más extremo. Para mí es divertido porque me interesa la tele abierta como formato. De eso escribo, casi siempre. Es como contemplar los últimos estertores de algo que proyecta la ilusión de que va a morir pero no lo hace. Respecto a los nuevos formatos, están ahí. Cada uno los toma como quiere: los puede volver una cárcel o un vicio o una fiesta.

Tus primeras novelas, Caja negra y Música marciana están cargadas de citas y homenajes, sin embargo, a partir de Estrellas muertas, tu aproximación a la escritura narrativa cambió. ¿De qué manera y por qué se dio este cambio?

Me aburro fácil. En Estrellas muertas se percibió el cambio porque era otra clase de relato, que no admitía parodia y que trataba de resolver el paisaje que me rodeaba. Al salir el libro, fue raro porque no había sci/fi, parodia o metaliteratura. En ese sentido, lo más loco fue que esos días pasé en una semana de estar invitado a foros de literatura fantástica a mesas sobre la memoria de la dictadura.

Se comentó en su tiempo —2010— que tu libro de cuentos Death Metal, era tu mejor obra hasta ese momento. ¿Cómo ves este libro desde el presente, cuál es el diálogo o cuáles son las tensiones que se dan entre tus novelas y tus cuentos?

Es raro. Yo no escribo cuentos casi nunca. Me siento más cómodo en la novela. Los cuentos son chispazos, obsesiones, textos que escribo rápido para sacármelos de encima. Para mí, tienen que ver con cierta inmediatez medio inconsciente, no calculada, una escritura que quizás identifico con cierta urgencia, con atrapar ciertas visiones antes de que desaparezcan.

En El brujo, tu más reciente novela, la trama ocurre en los años ochenta y uno de los temas principales es la memoria. ¿En esta mirada hacia atrás qué tipo de preocupación existe por la historia de Chile y de Latinoamérica así como por los regímenes autoritarios del Cono Sur?

Nunca me lo planteé así. El brujo surgió de una imagen: la de un hombre retirado del mundo al que le van a tocar la puerta. Esa imagen disparó la novela, ordenó las piezas aunque en realidad fui descubriendo casi todo en la medida que avanzaba, sin red, mientras escribía sin demasiado cálculo. Por supuesto, hay una lectura política ahí, pero lo que me interesa de ella es cómo se relaciona con el mismo libro, que pasa de una novela de la dictadura a un policial y luego al terror. Creo que ese desplazamiento es el que me atrajo del relato.

¿De qué manera El brujo significa una continuación o en qué medida se aparta de algunos de tus escritos anteriores o de los temas que abordan?

Están ciertos temas ahí, pero yo no me lo pregunto mucho. No creo que haya una secuencia o una carrera. No creo que haya continuidad. El brujo me parece que es un libro que está solo en cierto modo. No es una lectura del paisaje ni una parodia pop. Eso me gusta, sobre todo por su última sección, que tiene un asunto con el lenguaje.

A partir de la reciente aparición de la novela inédita de Roberto Bolaño, El espíritu de la ciencia ficción, es posible pensar en los géneros «menores» como elemento importante en un escritor chileno que se volvió central en la literatura hispanoamericana. ¿Cuál es la tu mirada actual respecto a Bolaño y a la ciencia ficción?

Me gusta Bolaño. Sus libros están ahí. A mí me pareció bastante bien El espíritu de la ciencia ficción. Es una novela de juventud, breve, funciona sola a pesar de que es el apunte para sus obras posteriores. Por supuesto, está en ella el nodo central del debate sobre cómo leer a Bolaño, todas las polémicas, toda esa mitificación y ruido de fondo. Yo creo que hay que volver a los libros suyos, que me parece que pueden aguantar todo lo que los rodea y seguir adelante. Respecto a la ciencia ficción, es interesante que toda la que cita Bolaño sea la de los sesenta y setenta, a gente como Alice Sheldon o Robert Silverberg, autores extremos que están jugando con los formatos y los límites del género.

Alguna vez afirmabas que la literatura chilena es demasiado santiaguina. ¿Tu literatura trata de hacer otro tipo de representación de «lo chileno» o no es esa tu preocupación?

No busco eso. No me interesa representar lo chileno porque no creo que exista de modo absoluto. Por otro lado, no crecí en Santiago, nomás. Crecí en una ciudad pequeña donde la Virgen se le aparecía a un chico trans y que luego se llenó de bandas de rock. Supongo que eso me salvó de lo santiaguino y de lo que representa, me dio libertad en muchos planos. Respecto a los autores que han contado con una mirada no tan santiaguina, desde el pasado, de lo que podríamos llamar tradición, podría mencionar a González Vera, Manuel Rojas, Pedro Prado, Gabriela Mistral. En el presente, hay muchos: Pato Jara, Francisco Ortega, Mike Wilson, Alejandra Costamagna, Oscar Contardo, Roberto Merino, Alejandro Zambra, Daniel Hidalgo, Pablo Toro, Simón Soto, María José Viera Gallo, Marcelo Mellado.

¿Qué referentes del cómic, el cine, la cultura under o la música sudamericana destacarías como influyentes en tu escritura y por qué?

Demasiados. Cambio en cada minuto. La música: Él mató a un policía motorizado, Austin TV, Babasónicos, Dorso, Javiera Mena, Los Saicos. En el cómic: Alberto Breccia, viejas revistas como Fierro y Trauko, cualquier número de Carboncito. Ahí también está Uncle Bill, de Bef, que es una obra maestra de cómic biográfico a pesar de que hable del paso de Burroughs por México. El cine es más complejo: pienso en Raúl Ruiz, que filmaba películas de bajo presupuesto en Francia y que tiene esa extrañeza de los viejos cuentos familiares, de las novelas que olvidamos y recordamos como pesadillas lejanas.