Algunas perspectivas en torno a la economía naranja

En esta época en la que la tecnología atraviesa la vida del globo, está muy en boga discutir acerca de la protección ambiental y los límites de los recursos (incluida el agua), también se ha puesto de moda hablar sobre formas de producción ilimitadas. La economía naranja, que engloba a todas las actividades creativas —en las que la idea es más importante que el producto que se ofrece—, es un término acuñado por John Howkins para denominar a 15 industrias que comprendían desde todos los tipos clásicos del arte hasta la ciencia y la tecnología.

Cuando se iniciaba la década actual, las industrias culturales representaban el 6,1% del PIB mundial. En dólares, ese porcentaje se traducía a 4,3 billones, una cifra a la que el libro Economía naranja: una oportunidad infinita, de Felipe Buitrago e Iván Duque, ponía en escala de esta forma: constituye dos veces los gastos de defensa en todo el mundo. En la misma publicación, estos autores advertían que la creciente conectividad facilita la exportación de productos culturales, un sector que durante la última gran recesión económica en Estados Unidos se contrajo un 12%, mucho menos que el sector petrolero, que en 2009 tuvo una caída del 40%.

Al interior del país, aunque la carrera no es tan rápida, esta tendencia también se ha presentado. Según un estudio de Santiago Creativo Corfo realizado en los países del Mercado de Industrias Culturales del Sur (Micsur), en Ecuador las economías creativas pasaron de representar el 1% del PIB en 2007 al 2% en 2014. A partir de una subvención estatal a través de fondos de fomento, se produjo un repunte en la creación, en especial en el campo cinematográfico, aunque también se dio en otros tipos de iniciativas culturales. En el país hemos llegado poco a poco a un momento en el que estos esfuerzos están en busca de expandirse y dejar de depender de fondos públicos.

América Latina ha sido testigo de la aparición de pequeñas iniciativas en los últimos años, y hoy hay unos diez millones de personas en la región que se ganan la vida dedicándose a las industrias culturales. El 3% de la economía del subcontinente está basado en la economía naranja (unos $ 175 mil millones). La Unesco la definió así en 2010:

Aquellos sectores de actividad organizada que tienen como objeto principal la producción o la reproducción, la promoción, la difusión y/o la comercialización de bienes, servicios y actividades de contenido cultural, artístico o patrimonial. Por ello, esta definición no se limita a la producción de la creatividad humana y su reproducción industrial sino que incluye otras actividades relacionadas que contribuyen a la realización y la difusión de los productos culturales y creativos.

Que las ideas, recurso infinito, puedan generar ingresos, suena muy bien. Pese a ello, han aparecido algunas objeciones frente a la economía naranja. Entre ellas, el hecho de que está planteada desde el pensamiento neoliberal, cuando muchas de las cosas que ahí se tratan tienen que ver con temas patrimoniales (de la conservación de la memoria), como los museos. Sin embargo, es un modelo a tener en cuenta.

En los últimos años se han producido fuertes inversiones en centros como la ciudad del conocimiento, Yachay, o la Universidad de las Artes, en concordancia con una época en la que se ha planteado la intención política de cambiar la matriz productiva. Otro elemento que se suma es la reciente aprobación de la Ley de Cultura. Es decir que, además de ser una tendencia mundial (y algo que Estados Unidos ya había entendido hace décadas), en Ecuador se ha vuelto una política de Estado el desarrollo de las economías creativas.

El estudio de Santiago Creativo Corfo, mencionado al principio de este artículo, buscó a más de sesenta de estos emprendimientos en toda la región para saber cómo han logrado la sostenibilidad. Entre las recomendaciones están, por ejemplo, la construcción de oferta de valor más que producto, la investigación de audiencias, la innovación a través de la diferencia, la formalización de la empresa o el fomento de lo que ha sido llamado co-ompetencia, que implica la colaboración con otras iniciativas similares, aquellas que una economía tradicional entiende como la competencia. Este tipo de trabajos conjuntos se manifiestan, por ejemplo, en las giras musicales en las que varias agrupaciones viajan juntas y se presentan en los mismos conciertos.

La mayoría de los casos que se han estudiado responden a las clasificaciones clásicas de las artes, como las escénicas (Cennarium, Brasil), musicales (Alta Voz, Bolivia) o audiovisuales (Panoptiko, Chile), sin embargo, hay otros frentes que han sido cubiertos en el continente.

En Ecuador está el caso de Fui Reciclado, un taller de diseño dirigido por Antonio Portilla que produce accesorios de uso diario, como billeteras, bolsos o maletas que han sido bautizados con nombres de plantas y animales autóctonos, como onca o chuquiragua. Su materia prima son objetos reciclados como tubos de llanta, lonas y vidrios: Fui Reciclado ofrece un producto que se adscribe a la conciencia ambiental, y para ello se asocia con empresas que le traspasan sus desechos no degradables.

El Cántaro, de Paraguay, se centra en la promoción y rescate del arte popular e indígena, con una galería para exponer y vender sus productos. Dentro de este proyecto se creó la BioEscuela Popular de Artes y Oficios, en la que se realizan talleres creativos populares que trabajan con la comunidad en el uso de la cultura como herramienta de trasformación socioambiental. En México está Kosmica, un encuentro internacional de cuatro días con una mezcla de arte, ciencia, debate, música, performance y video que explora los usos alternativos y culturales del espacio exterior.

En un mundo en el que la conectividad crece constantemente, la economía naranja se perfila como un modelo que nos va a acompañar cada vez más en el futuro.