Javier Vásconez (Quito) es el mayor narrador vivo de Ecuador. Desde Ciudad lejana y El viajero de Praga, su ya mítica primera novela en la que da vida al doctor Kronz, Vásconez ha construido un mundo fantasmal, sorprendente poblado de seres en búsqueda, olvido o franca desesperación. Las opiniones del novelista concurren a un diálogo que hemos sostenido por e-mails que van y vienen desde hace meses. Vásconez habla sobre sus primeros escarceos con los libros, las lecturas primeras y las esenciales, y quiénes lo condujeron por esos derroteros.
¿Qué es un libro para ti? ¿Recuerdas esa ocurrencia de Borges de que los libros son el mejor invento, al ser una prolongación de la mano del hombre, a diferencia de los otros inventos? ¿Qué opina?
Me atrevería a decir que los libros son mucho más que la prolongación de una mano. De manera simbólica, se podría afirmar que en un libro está encerrado el universo. A veces me pregunto si se pudiera juntar todo lo que está escrito en los libros, ¿habría acaso la posibilidad de leer o de interpretar el universo? No lo creo, pero es la idea que nos hacemos de ellos. Hay libros inspirados, charlatanes, sabios, inútiles, sensibles, absurdos, inteligentes y algunos incluso muy tontos. Las palabras parecen encontrar en los libros su acomodo natural, pues los hay para todos los gustos. Si lo vemos como un objeto de arte, puede hacer la delicia y la felicidad de un coleccionista, tanto como los relojes, las monedas o las estampillas. Para eso se requiere mucha paciencia y dinero. Yo no los tengo, aunque en mi biblioteca conservo algunas ediciones especiales. Sin embargo, adoro los libros incluso más allá de su contenido. Son una de las grandes conquistas de la humanidad.
¿Cuáles fueron los primeros personajes literarios que habitaron tu infancia?
Toda novela está condenada a la imperfección, porque desgraciadamente se mueve en el terreno de la desmesura. La poesía es contención, silencio. ¿Es acaso una presunción decir que los excesos en la novela proceden de los personajes? Porque son estos, con sus acciones y sentimientos los que marcan el rumbo de la narración. Si bien un personaje tiene la capacidad de hipnotizar al lector, también puede terminar por desequilibrar una novela. Es imposible despojar a la novela de los personajes. Supongo que el mero hecho de tenerlos tan cerca de nosotros nos inspira, y no digamos si se trata de un niño amante de los excesos y lo monstruoso como fui yo. Imagino que es algo puramente temperamental. Cada uno de los personajes y héroes que circulaban por las novelas que leía se convirtieron en mis aliados y amigos. Desde Sandokán hasta Davy Crockett, o los personajes de las novelas del oeste de Zane Grey, novelas sin mucho valor literario como Los jinetes de la Pradera Roja o La herencia del desierto. Fue tal mi pasión por este autor que a los 12 años quise recorrer el valle de Los Chillos a caballo.
Tampoco puedo olvidar Los tres mosqueteros como una de las grandes experiencias de mi infancia. ¿Cómo pasar por alto la valentía, los excesos, la vida intrépida de Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan? ¿Cómo ignorar el poder maligno del Cardenal Richelieu y la belleza de Milady, que llevaba una flor de lis tatuada en el hombro? ¿Cómo olvidar a Walter Scott? O las novelas de Blasco Ibáñez y de Baroja, la lectura de Alicia en el país de las maravillas, o La isla del tesoro de Stevenson, y los cómics de Mickey Mouse, La pequeña Lulú y Popeye.
La lista de mis héroes infantiles es larga. No todos vienen de la literatura, sino también del cine: artistas como Cantinflas, Kim Novak, Rita Hayworth, Marlon Brando, Burt Lancaster, Richard Widmark, etc., colmaron los días de mi infancia igual que las películas de cowboys, gánsteres, boxeadores, gladiadores que se exhibían en cines como el América, Capitol, Mariscal, Bolívar y Alhambra de la ciudad de Quito.
Pero cuando leí Moby-Dick por primera vez, con el fanático y temible capitán Ahab, supe que me hallaba ante un monstruo mayor, un personaje hecho de tantos excesos y atributos como los atormentados personajes de Dostoievski. Es difícil juzgar a estas alturas de mi vida lo que el capitán Ahab representó en su momento, quizás el poder del mal, porque no solo fue un encuentro sino un hallazgo mucho más complejo, una categoría imprescindible para entender la condición humana.
Sin prejuicio de inventario, ¿cuáles fueron tus autores de conocimiento, diversión y fantasía hasta tus veinte años?
Debo hacer antes una digresión. Si después de leer un libro, el lector no queda definitivamente subyugado con una buena dosis de perplejidad, lo menos que se puede decir de ese libro es que no debió ser escrito. Los buenos libros tienen la obligación de deslumbrarnos. ¿Quién cuenta una novela? ¿Cómo se la cuenta? That’s the question.
Un escritor es ante todo un estratega, alguien que busca un nuevo ángulo desde donde debe ser contada una historia. Hallar ese ángulo es la tarea de su vida, ese ángulo que produce la perplejidad y el asombro cuando leemos libros tan diferentes como Crimen y castigo, El corazón de las tinieblas, El proceso, El Quijote y Moby-Dick.
Y de libros más contemporáneos, me quedaría con Luz de Agosto, Los adioses, El cuarteto de Alejandría, Santuario, La vida breve, Pedro Páramo, El viaje al final de la noche, la obra de Borges y de Pavese, etc.
Dices despreciar a Freud, ¿por qué ese aborrecimiento?
De Freud se ha dicho mucho, y sería injusto de mi parte hablar de aborrecimiento. A los 16 años, mi madre me regaló sus obras completas; nunca entendí el sentido de ese regalo. A esa edad no supe valorarlo. Luego, lo volví a leer en la universidad. A lo sumo pienso que existe recelo frente a una serie de lugares comunes sobre su obra. Me refiero al Freud un tanto esquemático, el que está vinculado con el peor cine de Hollywood, ya que lo han utilizado para hacer una serie de dramas sicológicos mediocres. En un mundo como el actual, en el que se percibe la posibilidad de disfrutar varias identidades y de vivir una relación más abierta, relajada con los cambios de sexo, las opiniones de Freud me parecen limitadas. Dostoievski, a su manera, lo hizo mejor, pues no intentó crear una teoría ni convertir en ciencia el comportamiento humano (lo cual, en mi opinión, es imposible), sino que se limitó a desarrollarlo en sus libros a través de sus personajes. Freud fue un intelectual prominente de la cultura vienesa, pero se queda corto al trasladar o aplicar sus teorías a otras culturas. Reducir todas las debilidades y aberraciones humanas a un malentendido entre un padre y su hijo me parece una audacia.
Para George Steiner, el análisis freudiano es una tontería: uno no necesita confesar sus dolores y arrepentirse de ellos con otro hombre. Dolores, obsesiones, temores se enfrentan y se procesan con uno mismo. ¿Qué opinas al respecto?
Los católicos saben el poder de la confesión, y si bien esa práctica puede aliviar una conciencia atormentada, estoy de acuerdo, en principio, en que todo esto es muy relativo. Sin embargo, a menudo me pregunto si la confesión no es una parte inseparable de la literatura; incluso de la historia de la escritura. Son tantos los procedimientos que intuimos para explicar el proceso creador, esa «búsqueda de la perfección», como la llamaba Henry James, evitando cualquier ingenuidad… Sería lo opuesto de cualquier método confesional.
¿Qué te legó la biblioteca de tu padre, Gustavo Vásconez Hurtado?
De mi padre solo recibí desprecio, o quizá indiferencia ante mis inclinaciones literarias (aunque también era escritor), pero le agradezco su admiración por Baroja. De él heredé la poesía de Escudero y Carrera Andrade, su visión afortunada sobre la literatura y su interés por los clásicos.
La influencia de tu madre para leer fue decisiva. ¿Cómo era esa madre? ¿Qué la diferenciaba de tu padre?
De mi madre me viene mi interés por las biografías, por las obras de ciertos autores católicos (Graham Greene, Chesterton, Gabriel Marcel, Julien Green) y por la de Nabokov. Me veo a mí mismo en Capelo, leyendo Lolita a los 17 años. De mi madre heredé el placer de comentar los libros, al contrario de lo que ocurría con mi padre, con quien nunca tuve la oportunidad de conversar sobre ninguno.
Cuando no tenía una idea muy clara de lo que es la literatura, a los 14 o 15 años mantenía conversaciones nocturnas con mi madre al borde de una chimenea rugiente en un salón de Capelo, y agotábamos, de forma desordenada, temas como los viajes o las ciudades americanas, partiendo de las obras de Sinclair Lewis. Perfeccionamos nuestras charlas, viajando y soñando en Alejandría con los ambientes de El cuarteto… de Durrel, cuyos personajes nos parecían inéditos y extravagantes…
Aunque el lúcido y a veces ácido Juan José Saer habla de la miseria de las biografías e incluso llega a afirmar que «es un género condicionado por el individualismo burgués» (que «corresponde a retrato y autorretrato del Renacimiento»), y que además se ocupa siempre de lo obvio, sin «penetrar jamás en las zonas últimas de la creación», disfruté mucho leyendo y comentado con mi madre esa maravillosa acumulación de falsas verdades (sin duda una conjetura desaforada) que puede ser una buena biografía con el propósito de entender mejor la época de los zares en Rusia, o las obras de Tolstói o Dostoievski, por más que el señor Saer diga lo contrario. Así que digamos que la biografía es un género fantástico.
En esos años se puso de moda el escritor sueco Pär Lagerkvist, quizá porque en 1951 le dieron el Premio Nobel. Libros como El verdugo, Barrabás y El enano me acercaron a la literatura sueca y a los países nórdicos.
¿Qué títulos pecaminosos, secretos, leíste en la adolescencia?
No poseo un registro o listado de libros de esta naturaleza, o al menos no lo recuerdo. Recuerdo, sí, algunas revistas pornográficas que circulaban por el barrio. Las revistas Playboy compradas en su mayoría en un quiosco del Sr. Pontón en el centro de la ciudad, junto al Correo Central.
En un episodio temprano de su infancia, Sergio Pitol recuerda que se consagró a la lectura después de ser objeto de una injuria. Ese miedo por la sociedad lo inclinó a la lectura. ¿Te pasó algo similar?
Empecé a leer desde muy niño porque estaba en contacto con los libros de mi padre. Cada libro parecía ocultar un secreto. Algo que había que descubrir a través de la lectura, como si fuera el ojo de una cerradura o un viejo armario cerrado. Había tantas cosas ocultas en las antiguas casas del centro. Libros, ropa vieja, muebles destartalados… Para mí, leer era una forma de descubrir un secreto.
Has hablado de tu primer encuentro con varios autores, hallazgos de escritores que te han marcado, de Faulkner y Juan Benet a Mario Vargas Llosa, buena parte de esos encuentros tempranos ocurridos en Europa. Recuerdo la gracia con que has recordado autores acogidos o rechazados en compañía de, por ejemplo, Javier Ponce, en París. Por favor reconstruye algunos de esos miembros del primer panteón de autores.
Mi deuda con Onetti, Conrad, Henry James y muchos otros es infinita. De Faulkner conservo la imagen de los calzones de Daisy, mientras lo leía con la ansiedad y la tensión que provoca su prosa de frases interminables y enredadas, cuya musicalidad proviene de las canciones negras y de una especie de sabiduría campesina. Sus historias me atormentaron por años. Su imagen me acompañaba a todo lado, el retrato de ese pequeño hombre del Sur que tomaba Bourbon y fumaba en pipa.
De la lectura de La ciudad y los perros también poseo un recuerdo muy especial, porque la leí mientras esperaba a que se abrieran las matrículas de la universidad durante un tórrido verano madrileño, en un hostal de la cuesta de Santo Domingo, junto con Una meditación de Juan Benet. En la universidad de Pamplona, un amigo argentino me reclamó con ironía por perder el tiempo con la obra de Miguel Ángel Asturias, en vez de leer a Borges y a Cortázar. O a cualquier otro escritor argentino, claro. Por esos días leíamos a los autores del nouveau roman, sobre todo un poeta quiteño que tenía una especial inclinación por las obras de Sarraute, Claude Simon, y otros del mismo grupo. De todos ellos, yo rescato a Margerite Duras y a Michel Butor, cuya novela El empleo del tiempo me parece soberbia.
Hay algo misterioso en el encuentro con un autor, una dosis de azar, de fatal y hermosa fortuna…
Desde el momento en que uno descubre que lo que se cuenta no es lo que importa, sino cómo se cuenta, las cosas se complican, porque es cuando uno descubre maravillado que cada narración está dominada por un mecanismo interno, gracias a un narrador que supo encontrar el cómo debía contarse esa historia. Esto es lo que hace diferentes, y les da sentido a novelas como Luz de Agosto o El corazón de las tinieblas.
Pienso que es algo que nos ha pasado a todos. La mayoría de las veces es por azar que uno se encuentra con el autor o los autores que te van a hacer la vida imposible, y cuyos libros parecen estar aguardando en las mesas de las librerías.
Cuando entras a una librería y te encuentras atrapado en un laberinto de libros, examinando todas esas portadas con diseños tan llamativos, con títulos que compiten entre sí, no puedes dejar de pensar que si bien por un lado has entrado en el reino de la felicidad, también te asalta una especie de zozobra, de impotencia por todo lo que no vas a leer. En verdad, yo me pregunto a menudo si no existen libros «imantados». Me había llamado la atención el título de El proceso. Parecía estar allí solo para que yo lo leyera, con las letras rectas en la portada de Emecé y la primera página que decía: «Alguien debió de haber calumniado a Josef K., puesto que sin haber hecho nada malo, fueron a arrestarlo una mañana».
Después de este encuentro más o menos azaroso con Kafka, mi arco de captación de la realidad saltó por los aires, ya que mi inteligencia y la razón se abrieron al punto de que me quedé suspendido en el vacío.
A partir de ese día supe que uno escribe en y desde la oscuridad, sin ninguna seguridad de alcanzar lo que deseamos porque durante el acto de escribir hemos de ser inteligentes (la inteligencia y la razón quedan momentáneamente rezagados) para convertirnos en bestias que avanzan a través de las tinieblas en busca de la ferocidad y el fanatismo de las palabras. Esa temperatura peculiar, ese orden propio que supone descubrir o internarse en el estilo de un autor (por ejemplo, de Faulkner o Pavese), el hecho de acatar y someterse a las leyes de su escritura, si bien es fascinante, una experiencia irrepetible, también es traumático porque nos coloca ante la desesperación del escritor novel al que aún le queda un largo camino por recorrer.
Se ha hablado tantas cosas de Pavese, de su maestría en libros como La luna y las fogatas o La playa, sus traducciones a los escritores norteamericanos, sus admirables poemas («Todo poeta se ha angustiado, se ha asombrado y ha gozado»), y de su capacidad crítica, pero sobre todo, de su talento para tratar la tragedia del amor en la vida moderna, la identidad. Me cautivaron la belleza y la sobriedad de su estilo y la forma como aborda la soledad…
La tradición literaria: ¿es una elección o uno es seleccionado por ella?
La tradición es como un destino del cual no podemos rehuir.