Puedo olerlo, más que intuirlo / ¿sentiré los dientes del depredador / incrustarse en la mitad de mi cuerpo / o me arrancarán la cabeza primero? / La cuestión del orden / es banal / hasta ayer copulé / hoy seré alimento
‘Preámbulo’
Este verso del poema ‘Preámbulo’, uno de los primeros de Animal (primer poemario de María Auxiliadora Balladares), anuncia, con la desnudez de la palabra poética, el júbilo violento y el desamparo del cuerpo que va a ser devorado; después de la dilapidación, de la locura, de la desmesura del animal que realiza su destino en cada momento, adviene el régimen de escasez que se le impone siempre a lo vivo. La primera parte del poemario, titulada precisamente Animal, arranca con la energía de lo excesivo, del animal que se desgarra; en él se percibe una voz, pero lejos de que exista en el poema la pretensión de hablar por el animal, o de hacer hablar al animal —tampoco es la voz de ese remanente animal que se repliega en lo humano—, la voz se abre para ocupar un lugar por fuera de, o un fuera de lugar que fisura la unidad, cualquier sentido de identidad para aglutinar la multiplicidad de lo otro, eso que habita entre lo animal y lo humano. En esa neutralidad imposible, la palabra poética asecha lo desconocido con una mirada ajena al dominio del nombrar desplegando la potencia que tiene —dice Agamben— para volver inoperosas las funciones comunicativas e informativas del lenguaje, abriéndolas a un nuevo posible uso. La lengua descansa de sí misma, contempla su potencia de decir, en el caso de Animal, llama a lo que falta, a lo indecible.
Entran todos los olores. / Con fuerza, /el de la hembra que se acerca a copular. / Al terminar, / me llega el aroma de un taxo / a punto de podrirse bajo el sol / y el tufo del pez / al saltar entre las rocas del río.
Retorno al camino solo. / Si es preciso, / con un mordisco en el lomo / he de espantarla. / Mi olfato elástico y recio / no aprendió a tolerar / tan larga compañía
‘Cuchucho’ (pág. 31)
Lo animal —lo radicalmente otro—, aquello que presenta precisamente la forma de lo inefable, está expuesto desde su carácter desconocido en un lugar que no le es propio, distinto de aquel del que proviene y también ajeno a aquel desde donde se lo nombra. Tan pertinente para estos poemas resulta eso que dice el filósofo argentino Eduardo del Estal: pensar lo desconocido para que permanezca desconocido.
En la segunda parte del poemario, Seguir al animal, la mano atraviesa ese espacio intermedio para hablar, asistimos a una práctica de la proximidad que vuelve a situarnos en lugar intermedio que esta vez se desplaza para tocar. La palabra se aloja en la experiencia de lo táctil, y con ello la intimidad habla en su relación de contigüidad con aquello que se toca. Es en la superficie, en la piel, que el animal se deja sentir, pero sigue estando tan lejos.
Si se concentrara / Si de verdad se concentra / —cuando gime de ese modo / con mi mano que la roza / que sabe cómo tocarla— / empezaría a decir palabras
‘La perra’, pag.61
Esta extensión que opera con el movimiento de la mano —que es también potencia de no tocar, resistencia que se detiene o se suspende—, y que tan sutil asoma en este y otros poemas del texto, me hace pensar en la caricia que roza otra vez ocupando el medio, el entre, espacio en el que ocurre el encuentro. En un texto de particular belleza, escrito por el filósofo rabino Marc Alain Ouaknin —y al que me remitió inmediatamente este poema— leemos:
[…] la mano se abre, despliega sus dedos hacia fuera. Trascendencia hacia el mundo, pero cuando alcanza al mundo, sus dedos no aprisionan, no asen, no mantienen con imperio, los dedos quedan tendidos, ofrecidos, y la mano se vuelve caricia.
‘Elogio de la Caricia’, pag. 161
El órgano del lenguaje, en estos poemas, se vuelve la mano que con igual virulencia desgarra. Los poemas de María Auxiliadora Balladares no solo remiten a Antonio Di Benedetto, a los zorros, a los perros y a los murciélagos que mueren en silencio estrangulados por esas mismas manos que los acarician, sino también a Marosa di Giorgio, a las mariposas que íntegras se cocinan en sopas, se estrangulan en cabellos, se desprenden sus cabezas con tierna precisión, paradoja que vuelve a fisurar el lenguaje para que asome atravesado por la tierna morbosidad del que toca.
Finalmente, en la tercera parte del texto, Devenir, el poema se hace animal, o se hace humano, o ensaya hablarle a aquel que no puede hablar, con la crueldad y el amor con el que los seres que hablan se oponen a aquellos que no pueden hacerlo. Los poemas evocan la distancia que abre el lenguaje. Frente a ese modo en el que nos hicimos nosotros en oposición a ellos, la palabra intenta una aproximación, señala un desvío, sugiere una bifurcación que zanja y aúna con la potencia de las imágenes. Me permito citar — esta vez sí completo— uno de los más bellos poemas de Animal:
Materialidad
He lamido por largo tiempo / al cachorro / parece que solo así/sus músculos /se acostumbran al aire/ y sus formas / dejan de ser arbitrarias
He golpeado / a los adultos / que se acercan a olfatearlo / o que quieren tomarlo en brazos/nada nuevo hay/bajo el sol / a otras crías sus manazas /
No quiero dormir /porque puede que la muerte / me someta / en el instante que / mis ojos cierre / tantas otras madres / recién paridas / reventadas de tanto abrirse / a la existencia / mueren cazadas / por la noche / aun cuando en el sueño / todo aparentara / ser apacible y la vida eterna
Pág. 57
Es en esos estados de exaltación en los que nos desbordan los órganos, momentos como la cópula o el parto, en los que lo sublime asoma como la infinitud que ocupa el instante en forma animal. Quizá por mi proximidad al parto me haya afectado tanto este poema y otros que aluden a ese desbordamiento que es parir, porque en mis partos la imagen del animal, la víbora, la vaca, la perra, han transitado el momento de partirse el cuerpo para dar a luz. Quizá por eso, y luego de la experiencia de estos poemas, esta distancia insondable conmigo misma me extrañe tanto y me duela, quizá por eso también el poema que cierra el libro, ‘Hospital’ —cuyo último verso se conecta con el primero redondeando de manera íntegra el libro—, resuene implacable para observar lo humano, lo humano que se ha sacrificado en nombre de lo común y que estos poemas fracturan de modo tan potente.
No quiero terminar este comentario sin hacer una breve referencia a las ilustraciones que acompañan el texto, que desde mi perspectiva no ilustran, sino que, con un trazo autónomo, las obras de Eduardo Adams, David Kattán y Luigi Raffo logran constituirse como otra escritura que, corriendo paralela al texto, dispara. Lo animal se hace figura y materia, y conmueve con igual fuerza que las palabras.