#CuentosDeCartón 1: ¡A tu salud, Matilde!

Daniel Camposano |

 

Me siento extraño. Poco a poco voy tomando conciencia de dónde estoy. No puedo ver nada, pero empiezo a escuchar. Quiero moverme. Juro que mi cerebro, al que he ahogado por años en alcohol, da la orden; pero es como si mi cuerpo, corroído por el óxido de la vejez, simplemente estuviera apagado. No se mueve.

«Queridos hermanos, estamos reunidos para dar el último adiós a Don Ulpiano Zambrano Zambrano, hijo ilustre de nuestra comunidad manabita de Santa Ana».

¿Dar el último adiós? ¿A quién? Esa voz, esa voz me es conocida, pienso un instante. ¡Lo tengo! Es el curita Benancio, viejo bribón, bebedor de caña y mujeriego, ¡mi amigo! Pero, ¿a quién están despidiendo?… ¡Mierda! Ha dicho mi nombre. Me desespero, quiero gritar, me quedo sordo en mis adentros por el berrido que he pegado, pero mis labios no se han inmutado. Borroso, empiezo a ver. ¿Dónde estoy? Este no es mi techo, y esta no parece mi cama. ¿Y este aroma? ¿flores?

 

«Se nos fue compadre Ulpiano. Vuelta Larga no será la misma sin usted».

Compadre Julio César, ¿es usted? Ya déjese de tonterías, sáquenme de esta pendejada que para broma es suficiente. Si esto sigue, tendré que sacar mi treinta y ocho especial, que usted me regaló, y con esa misma le daré en las patas por andar de bromista. ¿No me oye? ¿Qué carajos le pasa?

Uno a uno van pasando, me miran por un momento y se van. Unos balbucean no sé qué adefesio religioso, otros, indiferentes. A unos conozco y a otros no. Y unos cuantos se me burlan. Uno me escupió, el estúpido de Florencio. Yo era joven e impulsivo. Además, ¿Quién te mandó a tener ese nombre de marica?

Creo que ya sé qué me pasa. Lo supe desde hace un rato. Ese ridículo aroma a flores de muerto. Al parecer me excedí en el jolgorio carnavalero. A los cincuenta y pico de años no es bueno mezclar aguardiente, mujeres de veinte y mi reserva especial de polvo mágico. Si Doña Eulalia, mi madre, viviera, diría que finalmente tuvo razón. Siempre me decía que, algún día, Diosito me castigaría por todas mis maldades, pues Diosito siempre castiga a los malos, repetía. ¡Mentira Doña Eulalia! Si no me cree, mire a ese Benancio que conmigo andaba de juerga y ahora oficia mi propia misa de despedida.

“Viejo desgraciado, en el infierno has de arder. Ojalá que no encuentres descanso jamás”.

¿Por qué tanto odio, Ricardo? Ya no hay respeto ni para los muertos. Solo porque tu mujer, Blanquita, era más mía que tuya. ¡Qué mujer! Si no estuviera muerto, juraría que una parte de mí se ha levantado cuando recordé sus hermosos pechos, que hacen honor a su nombre. ¡Cuánto voy a extrañar a Blanquita! Y a ese delicioso güisqui escocés que me regaló por mi cumpleaños. Macallan de 45 años. Viejo, fuerte y adictivo… como tú, me dijo esa vez. Y yo, tomándolo solo en ocasiones especiales, como si fuera un tesoro; y allí se quedará guardado bajo llave, en mi gaveta secreta.

Un momento, si estoy muerto… ¿Qué hago todavía en mi cuerpo? ¡Soy un alma en pena! ¿Podré volar?… No. Sigo pegado a este pedazo de carne.

“Gracias a todos por acompañarnos en estos momentos tan duros. Les pido unos minutos a solas con mi esposo, antes de bajar su féretro a su morada eterna”.

¿Matilde?, mi abnegada esposa. Casi me había olvidado de ti. Te ves demacrada. ¿Cuándo envejeciste tanto? Ahora que lo pienso, ¿hace cuando que no te veía? Siento tu mano, caliente, sobre la mía. Verte así, tan vieja, pero viva, me hace pensar en todo lo que vivimos.

“Ulpiano, ahora que te vas, quisiera que te lleves, todo lo que he guardado por años en mi corazón. Sé que tú mataste a mi padre para apoderarte de sus tierras. Y al poco tiempo, obligaste a mi madre para que me entregue como tu mujer. Abusaste de mí, sin importar que apenas era una niña. Todos estos años, he soportado tus golpizas, tus humillaciones y tus traiciones. He criado sola a mis hijos, lejos del monstruo que eras como padre y como ser humano”.

Matilde, tus lágrimas me cubren el rostro, me ahogas. Siento tu aliento caliente tan cerca. Quisiera hacerte a un lado, me fastidias. Si pudiera te golpearía de nuevo, por insolente. Pero no puedo, estoy muerto. Estarás contenta entonces…

“Ulpiano, ahora que te vas, quisiera que te lleves una última confesión: No estás muerto. Estás en un estado de catalepsia inducida por una droga especial que yo hice preparar para ti y que guardé en tu gaveta secreta. Pronto estarás bajo tierra, recuperarás tu fuerza y te podrás mover. Gritarás, golpearás… pero nadie saldrá a ayudarte, como nadie me ayudó a mí. Y cuando se te agote el aire, cuando ya, sin esperanza, asimiles la oscuridad que te rodea y esperes la muerte, solo allí, en ese momento, sentirás lo que yo he sentido todos estos años junto a ti”.

Matilde, espera, no cierres el ataúd, ya déjate de bromas. ¿Qué haces? ¡Espera!

¡Auxilio!, ¡Auxilio!, ¡Por favor!, ¡Ayúdenme! Guardo silencio un instante, con la esperanza de que alguien me haya oído… Nadie. Respiro profundo, no te daré gusto de morir como tú esperas, ¡jamás! ¿Qué es esto por mis pies? ¿Será posible? ¡Sí! ¡Es mi botella Macallan de 45 años! Al menos tuviste la decencia de no robarme mi tesoro. Y para que te duela: ¡A tu salud, Blanquita!… ¡Qué asco!… ¡Maldita seas, Matilde, maldita seas!… Esto es agua.