Natalia García Freire: «Vi la violencia entre el mundo de los adultos y el de los niños»

Óscar Molina Vargas| Periodista


En la infancia de Natalia García Freire (Cuenca, 1991) hubo un jardín frondoso, una casa llena de susurros y preguntas, muchas preguntas. Hubo también rezos, silencios y libros, muchos libros. Entre todos esos misterios -el rosario, las uvillas, los cuentos- se posaban a veces moscas, escarabajos, cigarras y gorgojos: “Benditas simetrías que susurran”.

Con ese pasado y ese universo latente, García Freire llegó a España en 2016 para cursar el máster de narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid. Y allí estuvo un par de años, indagando en las bibliotecas, recolectando insectos secos, y leyendo y reescribiendo los capítulos de una novela que estuvo a punto de dejar y que ahora va por su segunda edición.

En Nuestra piel muerta, su gran debut literario publicado por la editorial española La Navaja Suiza e incluido entre los 12 mejores libros de 2019, seleccionados por el periodista y crítico literario Jorge Carrión para The New York Times, también hay un jardín, una casa, una familia y respuestas.

“Escribir fue crear la arquitectura para mi confesión”, dice García Freire -periodista, maestra- en un texto sobre el making off de su obra. Y lo bello y revelador de este recorrido es que, para llegar a esa confesión, debemos atravesar un terreno envuelto en podredumbre, raíces, montañas, zumbidos y resurrección.

El reino al que estas páginas vivas nos devuelve le pertenece a los artrópodos, a su lírica y a su esplendor. Después de entrar en él, quizá jamás volvamos a ver a una araña como una amenaza sino como lo que es, una divinidad: “Las arañas nacen adultas y vestidas con elegancia, sus pomposas patas y su cuerpo ovular hacen pensar en un culo hermoso escondido tras una muselina”.

Este fue tu proyecto de fin de máster. ¿Crees que no hubieras escrito esta novela de no haber pasado por la maestría?
Creo que si no hubiera estado en ese espacio, quizá habría seguido escribiendo cuentos, porque nunca me atrevía a escribir algo más. Me daba muchísimo miedo. Para mí las escuelas, los espacios y los talleres de escritura funcionan como toda la vida han funcionado las tertulias de escritores. Uno necesita un lugar donde habite la literatura para escribir, donde uno pueda conversar, retroalimentarse. Una de las cosas que más me impulsó a escribir fueron las bibliotecas de Madrid, la maravilla de sacar libros y de que te los presten cada que tú quieras. En mi caso, quizá yo no hubiera escrito esta novela porque era como una cosa muy íntima que no me atrevía a sacar. Pero ciertas clases, ciertos ejercicios, me fueron impulsando.

Mientras escribías la novela, trabajabas también cuidando niños. ¿Qué tanto se permeó esa experiencia en la construcción de Lucas, el personaje principal?
El niño que cuidaba se llamaba Lucas. Pasábamos mucho tiempo juntos y por eso mi personaje se llama igual, porque era un constante ir y venir de un Lucas al otro, al del libro. Y a partir de cuidar niños, empecé también a ver la violencia que hay entre el mundo de los adultos y el de los niños. Es una violencia que viene de los dos lados porque hay una falta de comprensión total entre ambos. Y me acordé mucho de mi infancia y empecé a ir hacia atrás. Me di cuenta de que cierta curiosidad de los niños, cierta ficción en la que viven, está todo el tiempo opuesta al mundo adulto. Entonces sí, esa experiencia se permeó mucho porque me llevó a hacerme muchas preguntas sobre mi propia infancia.

Cuidando a Lucas recordé mi infancia. Noté que cierta curiosidad de los niños, cierta ficción en la que viven, está siempre opuesta al mundo adulto

¿Cuáles?
Cuando mis hermanas y yo éramos pequeñas, murió mucha gente en nuestra familia y nadie nunca nos contó que se murieron. Era como si un día, de repente, dejaron de estar y tuvimos que ir asimilándolo hasta que a alguien se le escapaba el secreto y nos enterábamos, y era una cosa rara. Como nadie nos contaba lo que pasó, yo siempre me preguntaba si alguien nos había echado una maldición o si algo nos había invadido. Y de ahí salen los personajes Felisberto y Eloy, que fue como darle una respuesta a esta ficción infantil de que alguien nos maldijo o de que todo era una tragedia. Muchas otras preguntas muy personales, internas, de niña, están presentes en la novela.

La casa de tus abuelos también ronda la historia. ¿Qué fue lo te inspiró de ese espacio?
La casa de mis abuelos era una casa llena de secretos. Había como unos susurros que siempre la habitaban. Era una casa que, de alguna forma, te podía enloquecer o matar. Era una casa que, además, tenía esa habilidad de dar muchísima vida y muchísima luz, pero también mucha oscuridad. Para mí eso era muy difícil de entender de esa casa y de su atmósfera entera. Pero creo que ahora lo entendí mucho más escribiendo este libro, a través de la ficción.

Tu novela es un homenaje a los escritores con los que te formaste, pero, en especial, a la entomóloga Maria Sibylla Merian…
Para mí, una primera novela o un primer acercamiento a escribir, siempre termina siendo un homenaje. Yo había leído todas las novelas de Shirley Jackson y en todas ellas estaba esta idea de la casa, y yo también tenía esta casa de la que quería hablar. Me pasó lo mismo con William Gass, que fue una lectura que atravesó el proceso de escritura. El homenaje a Sibylla Merian, en cambio, nació desde que me metí completamente al mundo entomológico para hacer la novela. Investigando, me encontré justamente con uno de sus libros sobre los insectos de Surinam. También leí un cuento preciosísimo de Charles Nodier en honor a ella. Y me pareció que Sibylla Merian descubre un nuevo mundo cuando dibuja la metamorfosis de las mariposas, porque nota que vienen de un ciclo de vida perfecto y que no nacen de lo putrefacto como se creía.

¿Cuál es ahora tu relación con los insectos? ¿Ha cambiado desde que eras niña?
Cuando era pequeña, los veía con mucha curiosidad. En el jardín de mi abuela siempre recolectábamos escarabajos secos, “malas nuevas”. Creíamos que las “buenas nuevas” nos traían buena suerte y por eso siempre buscábamos alguna. Nos encantaban las orugas, los colores de las mariposas. Vivíamos prácticamente en ese jardín, lo habitábamos. Hacíamos carpas con sábanas para que nos dejaran dormir afuera porque era como nuestro lugar, nuestra tierra de infancia. A las que sí les tenía miedo era a las arañas. Pero durante mi proceso de investigación empecé a recolectar insectos. Salía mucho a caminar por Casa de Campo, en Madrid, y reunía escarabajos, insectos secos. Mientras estaba allá, tenía también esta idea de que si encontraba un escarabajo de cuerno iba a poder terminar la novela. Y un día, saliendo de la casa donde trabajaba, lo encontré y lo guardé en una botellita, como un tótem.

En tu biografía mencionas que tienes un jardín. ¿Qué tan importante es ese espacio para ti?
Desde que nací, he tenido mucha relación con los jardines. El jardín de mi abuela, por ejemplo, era un lugar donde podías vivir porque podías comer todo. Estaba lleno de árboles de satsuma, de aguacate, uvillas, reinaclaudias. Para mí, entonces, se fue convirtiendo en una necesidad, en una especie de lugar de contacto entre mi madre, mis hermanas y yo. De hecho, los conocimientos que más me ha transmitido mi mamá siempre han sido sobre el jardín y sobre cómo cuidar las plantas. Por eso la relación con mi jardín es de vida, de mucha paciencia, pero totalmente volcada hacia la tierra, hacia lo orgánico, hacia algo muy material. Es una especie de alabanza, de rezo mucho más palpable. En mi familia no somos muy de ritos, pero ir al jardín es una forma de alabar juntas.

«La historia de Latinoamérica ha sido, de alguna forma, la historia de cómo nos  han ido quitando la tierra. Y eso se fue impregnando»

Ese llamado a comulgar con la tierra subyace en tu novela…
Sí, la historia se fue convirtiendo un poco eso. El jardín que le quitan a Lucas y su madre representa en cierto sentido a la tierra. Y yo siento que a nosotros también nos han ido quitando la tierra poco a poco. Y no es metafórico, es lo que está pasando en la realidad con las compañías mineras. La historia de Latinoamérica ha sido, de alguna forma, la historia de cómo nos han ido quitando la tierra. Y eso se fue impregnando. Quería expresar que cuando te quitan la tierra, duele, duele tanto.

Lo religioso, lo bíblico, también atraviesa tu texto. ¿Por qué te interesó resignificar esos símbolos?
Los símbolos bíblicos, para mí, no siempre son religiosos. Son símbolos bastante fuertes que estuvieron en la tierra antes que la misma religión. Volver a traer símbolos como la sequía, la lluvia, los presagios, y resignificarlos, implicaba sobre todo volver a crear un relato. Para mí, lo más importante era que mi personaje, Lucas, pudiera crear un nuevo relato, su nuevo génesis. La reinterpretación de la locura también me interesaba mucho. Antes, la locura era considerada como una visión y perdimos totalmente eso. Foucault dice que perdimos el lenguaje de la locura. Nos han hecho creer que la locura no es productiva y que hay que distanciarla del resto del mundo. Pero quizá el delirio no es solo delirio, es también una videncia, puede ser una iluminación. Esa, para mí, es una pregunta muy íntima: ¿La locura realmente te salva o te puede llevar solamente a lo peor? ¿A dónde más te puede llevar? CP